domingo, 30 de marzo de 2014

EL PASILLO DE LA MUERTE


En el 99, mi hermana Silvana se separó de Ulises M, luego de poco más de un año de noviazgo. La ruptura no fue fácil. Ulises era un tipo posesivo al extremo de encerrar a mi hermana bajo llave, con la excusa de protegerla, cada vez que se ausentaba de la casa tomada en la que convivían.

En aquel entonces, nuestros padres vivían en La Pampa. Yo me hospedaba en lo de Roberto P y Claudia J —el hombre que hablaba con los extraterrestres y su mujer—. Cuando Silvana se separó de Ulises, aceptaron hospedarla a ella también —ya comenté que le debían un favor a mi madre—.

Ulises llamaba por teléfono a toda hora y se presentaba en el lugar para intentar convencer a mi hermana de que volviera con él. Silvana no lo atendía. Pero no parecía que Ulises fuera a darse por vencido.

Finalmente, se decidió que Silvana se iría a vivir a La Pampa con nuestros padres. Y Claudia, la dueña de casa, se encargó de informarle esto a Ulises la próxima vez que llamó.

A los veinte minutos, lo teníamos plantado en la entrada con el dedo pegado al timbre.

Claudia abrió la ventana pequeña que la puerta tenía a modo de mirilla.

—¿Qué querés? —preguntó—. Te dije que Silvana se va a La Pampa. Ya no tenés nada que hacer acá.

—Necesito hablar con ella —dijo Ulises—. Es un minuto.

—No hay nada que hablar —dijo Claudia—. Es una decisión tomada. Silvana es una menor y tiene que estar con sus padres.

—¡Quiero despedirme!

—¡Silvana no quiere verte más!

—¡Que me lo diga ella! ¡Usted qué se mete!

—¡Sus padres me nombraron su tutora! ¡Y ahora andate si no querés que llame a la policía!

Dicho esto, Claudia cerró la ventanita.

Ulises pegó el dedo al timbre otra vez.

—Pero qué hijo de puta… —dijo Claudia.

El timbre siguió sonando unos minutos. Después, silencio absoluto.

—Parece que se cansó —dije.

—¿A ver? —dijo Claudia. Se puso en cuclillas y miró por el ojo de la cerradura.

—¿Está? —pregunté.

—No lo veo.

Entonces, escuchamos la voz de Ulises.

—¡Silvana! ¡Por favor! ¡Perdoname! ¡Dame otra oportunidad!

—No lo puedo creer… —dijo Claudia.

—¡Te juro que voy a cambiar! —siguió Ulises—. ¡No te vayas! ¡No sé cómo voy a hacer para vivir sin vos!

—Es un escándalo… —dijo Claudia—. Nos está haciendo quedar mal con todos los vecinos…

El qué dirán era una de las mayores preocupaciones de Claudia —como ella miraba todo el tiempo la vida de los demás, creía que todos miraban la de ella—. Suficiente desgracia era lidiar con un marido que a quien se cruzara en su camino le hablaba sobre los mensajes que recibía de extraterrestres, como para también tener que soportar a este animal recitando a viva voz en su puerta el manual del amante despechado.

—¡Te amo, Silvana! ¡Te amo! ¡Te amo!

Me asomé a la habitación de mi hermana. Acostada de cara a la pared, cubría sus oídos sosteniendo una almohada alrededor de su cabeza.

Volví al comedor.

—Hacé algo, Roberto… —decía Claudia.

Roberto estaba sentado a la mesa, de brazos cruzados, las piernas estiradas. Todo su cuerpo expresaba rechazo a ejecutar cualquier acción.

—¿No vas a hacer nada? —preguntó Claudia.

—¿Qué querés que haga? —dijo Roberto—. Llamá a la policía, como le dijiste.

—¿Vos estás loco? —dijo Claudia—. Eso es lo único que falta para que los vecinos tengan el espectáculo completo. Vamos a salir en Crónica.

—¡Te amo! —seguía Ulises—. ¡Te amo! ¡Te amo!

Claudia caminaba de un lado a otro. Bufaba. En su cara se había instalado el rictus de perro que va a morder. Parado en un rincón, yo miraba el piso, para evitar establecer contacto visual con ella.

Súbitamente, Ulises dejó de gritar. Después de un rato, miré por el ojo de la cerradura y vi cómo se alejaba. Suspiré.

—Se va —dije, y me desplomé en una silla.

Claudia esperó un tiempo prudencial y abrió la ventanita de la puerta.

—Dios… —dijo.

La miré.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Mirá lo que está haciendo.

Una vez, hace varios años, para distraerme durante algún viaje largo, me puse a confeccionar una lista mental de las escaleras y los pasillos que habían sido significativos en mi vida. Es probable que, a la mayoría de ustedes, esto que acabo de decir le resulte sumamente extraño. Pero cosas como esta —o qué diez personas llevaría a una estación espacial donde tuviera que estar confinado de por vida, por ejemplo— son las que a veces pienso cuando me sobra el tiempo en condiciones en las que no puedo utilizarlo para nada mejor. Al menos, así era antes de que, luego de varios intentos infructuosos a lo largo de mi vida, lograra silenciar el diálogo interno y aprender a meditar. Cosa que conseguí por primera vez —juro que esto es verdad— sentado en un inodoro. Pero esa es otra historia, ahora no quiero desviarme demasiado de lo que estoy contando.

Decía, entonces, que me puse a confeccionar una lista de las escaleras y los pasillos importantes de mi vida. Hoy, las escaleras no vienen a cuento. De los pasillos, recuerdo tres.

Uno es el que comunicaba el PH de Homero, uno de los perros que paseaba cuando me dedicaba a eso, con la puerta de calle. Un poco inquietos por mi desaparición momentánea, al verme surgir del pasillo nuevamente después de que dejara a Homero en su hogar, los otros perros se alborotaban y me recibían pegando saltos y sacudiendo las colas con violencia —salvo aquellos que estaban ocupados en tratar de garcharse a algún compañero, o en evitar ser garchados—. Luego se abalanzaban sobre mí deshaciéndose en muestras de afecto, con esa mezcla de contento y alivio que exhiben estos animales cuando se reencuentran con uno. Como si, a pesar de ser una rutina repetida hasta el hartazgo, durante la ausencia de uno pensaran que esta vez la separación podría ser definitiva. Para alguien a quien le gustan los animales, esta muestra brutal de cariño es algo muy emotivo. Por eso, aquel pasillo había quedado grabado en mi memoria y en mi corazón.

Otro es el que, en la casa de mi abuela Yolanda, desembocaba en la habitación que había sido la de mis tías. La casa era tétrica en su totalidad, pero ese pasillo era el lugar que más miedo me daba. En la habitación de mis tías había un espejo de cuerpo entero, colocado justo frente a la entrada. De modo que, cuando la puerta de la habitación estaba abierta, al asomarme al pasillo veía a lo lejos mi propia imagen. Con el ambiente oscuro y la disposición de ánimo en que me dejaba el rumor casi constante de la caldera que alimentaba la calefacción central, aquella figura dejaba de parecerse a mí y se transformaba en un engendro del infierno.

Las noches que me quedaba a dormir y mi abuela me pedía que le buscara algo de la cocina —ella tenía dificultades para andar—, debía pasar forzosamente junto a la entrada de aquel pasillo. Lo hacía acelerando el paso y con la vista baja. Temía mirar el espejo y descubrir que el engendro ya no imitaba mis movimientos.

Al igual que Homero el shar pei, Claudia y Roberto vivían en un PH. Y el tercer pasillo significativo que recuerdo de aquella lista es el que comunicaba ese departamento, el último del complejo, con la calle. Ese pasillo es lo que veo cuando, a pedido de Claudia, me asomo por la ventanita de la puerta. Al final del mismo, se encuentra Ulises. Sentado en el piso, golpea la nuca contra una de las paredes, una y otra vez.

—Hay que hacer algo —me dice Claudia—. Nos van a echar. Tenés que salir a hablarle.

—¿Qué?

—Tenés que decirle que se vaya, Guillermo. Vamos a terminar todos en la calle.

Me la quedo mirando. Abre la puerta.

—Andá.

Titubeo. Salgo.

Frente a mí, el pasillo. Es más largo que de costumbre. Mide kilómetros. Sin embargo, la figura de Ulises se ve enorme. El martilleo de su nuca contra la pared hace temblar el piso. Se confunde con el pulso de la sangre contra mis sienes. Gradualmente, ambos ritmos se vuelven un solo latido. Comienzo a andar, no puedo evitar que mis pasos marquen el mismo compás. Ulises, golpeando su nuca, es quien mueve mis pies, atrayéndome inexorablemente. El sol también ha crecido. Ocupa todo el cielo. El calor es insoportable. Antes de llegar a mi destino, me habré deshidratado. No podré ofrecer resistencia si Ulises decide atacarme. Luego de varios días de caminata ininterrumpida, llego junto a él. El sol no se ha movido de su sitio. Su reflejo en la piel escamada de Ulises, de un rojo intenso, hiere mi vista.

—Hola —digo.

Ulises parece percatarse de mi presencia recién en ese momento. Deja de golpear su nuca contra la pared y me mira. Su cabeza, descomunal, es la de un tigre. Sus ojos fieros están llorando.

—Hola —dice.

Le tiendo mi mano. La estrecha con su garra. Nos quedamos un tiempo en silencio. Miro la calle.

—Yo amo a tu hermana —dice.

—Ajá… —digo.

—¿Cuándo se va?

—Mañana.

Nos quedamos en silencio otra vez. Suspiro.

—Vos no entendés —dice—, porque no sabés lo que es amar a alguien.

Sus palabras son un látigo. Se me eriza la nuca y estoy a punto de mostrar los dientes. ¿Quién sos vos para decir si he sufrido o no por amor?, pienso, pero no digo nada.

Se pone de pie. Despliega sus alas membranosas.

—Decile a Silvana que la voy a estar esperando —dice—. Siempre.

Emprende vuelo. El aire que desplazan sus alas se vuelve un torbellino y su figura cubre el sol. Bendigo el viento fresco de su partida.

domingo, 16 de marzo de 2014

PERROS LAMAN TU SANGRE

Primer Libro de los Reyes, capítulos 21 y 22.


A pesar de la gran exhibición del poder de Jehová hecha por Elías en su duelo con los profetas de Baal, los hebreos, obstinados como ellos solos, seguían adorando a otros dioses y cometiendo vilezas.

Y Acab, rey de Israel, incitado por su mujer Jezabel, era el más vil de todos. (1)

Por esto, Jehová maldijo a Acab por boca de Elías, diciendo: ¡Perros lamerán tu sangre! (2)

Tres años después de esta maldición, Acab partió a la guerra contra Siria para intentar recuperar el dominio de Ramot-galaad, ciudad que antaño perteneciera a Israel. En esta campaña perdió la vida, alcanzado por una flecha. Y corrió la sangre de su herida por el fondo de su carro.

Más tarde, cuando lavaron el carro en el estanque de Samaria, los perros lamieron su sangre, conforme a la palabra que Jehová había hablado.

También las rameras se bañaban allí. (3)


(1) 1° Reyes 21:25
(2) 1° Reyes 21:17-19
(3) 1° Reyes 22:38

domingo, 2 de marzo de 2014

SALGAN AL SOL

Estoy en la librería.

Una señora muy paqueta me pregunta por un libro de Florencia Bonelli.

Le digo que viene en dos formatos.

—El grande sale ciento veintinueve pesos. El de bolsillo, cincuenta y nueve.

Mira los dos. Los sostiene uno cerca del otro.

—¿Por qué el chico es más barato? —dice.

Es el tipo de pregunta que me deja en jaque. Siento el impulso de poner cara de chino y decirle:

—Abre tu mente: en tu pregunta está la respuesta.

Pero opto por explicarle:

—El chico es más barato porque es más pequeño. Tiene menos papel.

—Aaah… —dice, mientras asiente con la cabeza.



Tiempo después, otra señora paqueta. Me pregunta por libros de cocina judía.

Le ofrezco «Pasión por la cocina judía», de editorial Atlántida.

—¿Y uno como éste pero de cocina árabe? —me pregunta.

Le muestro «Pasión por la cocina árabe», también de Atlántida.

—Ajá… —dice, mientras lo hojea. Y me pregunta—: Este es de cocina árabe pero es de cocina judía, ¿no?

Otra vez en jaque. ¿Qué mierda me está preguntando esta vieja?, pienso.

Omito responder. Me fijo los precios de ambos libros en la máquina. Se los digo.

Arremete de nuevo.

—Este es de cocina árabe pero es de cocina judía, ¿no?

Voy a tener que contestarte nomás, pienso. Y tratando de no utilizar el tono de voz con el que le hablaría a una niña de seis añitos, le digo:

—No. Este es de cocina judía. Este es de cocina árabe.

—Aaah…



Derribemos un mito: posición económica no es proporcional a índice de coeficiente intelectual.