Entre todos los objetos que heredé de papá, hay una tijera. El más valioso de ellos, exceptuando, tal vez, un reloj cuyo origen desconozco, notoriamente antiguo, que está dentro de un estuche de Casa Ares junto con una moneda del sesquicentenario de Uruguay con la efigie de Artigas. Hablo de valor monetario, ya que muchos de los demás objetos —en su mayoría fotos, dibujos, cartas y escritos— pueden disputar en valor emocional con esta tijera, pero difícilmente proporcionarían algún dinero a quien pretendiera venderlos. El resto, algunos calzoncillos agujereados que —debido a mi precaria situación económica al momento de morir papá— me vi obligado a sumar a mi guardarropa, se ha desintegrado hace tiempo.
Desconozco la antigüedad de esta tijera. Puede que sea más vieja que yo, incluso, aunque no lo parece. Si he de guiarme por mi memoria, papá la ha tenido desde siempre. De marca Mundial, hecha en Brasil, el célebre modelo punto rojo —tantas veces ofrecido por vendedores ambulantes en el transporte público—, llamado así por el remache de ese color, que lleva grabados los cuatro palos del póker.
Era habitual escuchar discutir a mi padre con mi hermana y con mi madre respecto al filo de la tijera. Tan habitual como tantas de esas discusiones menores, pacíficas, que existen en todas las familias y que se repiten a tal punto que uno puede recitarlas de memoria apenas comienzan. «Se te va a caer el cartón y se va a volcar toda la leche. Dejá ese cuchillo. ¿Para qué tenemos una tijera?». «No corta nada. Está desafilada». «¡No está desafilada! Si la usé recién…». «Yo traté de usarla hoy a la mañana y no pude cortar nada». «¡Yo la uso todos los días! Dejá ese cuchillo que te vas a lastimar. Dame la tijera, yo te lo abro».
En el hospital, ya desahuciado por los médicos, papá seguía discutiendo sobre lo mismo. «Mañana le voy a pedir a Esther que me corte el pelo. Tráiganme la tijera, por favor». «Esa tijera no corta nada. Está desafilada». «Y dale con que está desafilada… ¡Todos los días la uso! ¡Corto todo con esa tijera! ¡No está desafilada!».
A la semana, papá murió.
No hizo falta sucesión alguna para que me quedara con la tijera, el reloj, los papeles y los calzones.
Permanecí unos meses en Santa Rosa ayudando a mamá a tramitar su pensión por viudez y volví a Buenos Aires.
Era el año 2002. Me había quedado sin trabajo poco antes de partir a La Pampa al enterarme de la enfermedad de papá —la empresa de mi tío había quebrado como tantas otras— y debía varios meses de alquiler. Prometí al dueño del departamento que saldaría mi deuda en cuanto pudiera, retiré mis pertenencias y me fui a vivir a lo de un amigo.
Meses después, mamá y Silvana se mudaron a Buenos Aires y yo me fui con ellas. Volvimos a vivir los tres con la tijera.
Conocí a una chica. Me dijo que quería tener algo conmigo por un tiempo razonablemente eterno. Fuimos pareja durante ocho años.
Cuando comenzamos a salir, María tenía nueve gatos. En el transcurso de nuestra relación, fueron muriendo hasta que sólo quedó uno. María quería especialmente al último que murió. Cortó algunos de sus bigotes con la tijera y los guardó en una cajita como recuerdo.
Murió mi abuela Elda. Sobrevivió a su hijo dos años.
Murió mi suegra.
Internaron a Esther en un geriátrico. Murió.
Silvana se puso de novia. Se separó después de cuatro años. Tuvo algunas minirelaciones con distintos pelotudos. Se puso de novia otra vez. Se casó y está esperando un bebé.
Cobré el subsidio de desempleo por un año. Repartí volantes, pegué afiches. Dejé currículums en agencias de trabajo sin resultado alguno. Paseé perros durante siete años. Algunos murieron. Los quería mucho. Luna, Brownie, Kumpa.
Silvana vendió milanesas de soja, trabajó en un call center, repartió volantes, vendió productos de Natura. Hace ocho años que trabaja en una agencia de turismo.
Tomé clases de actuación durante cuatro años. Hice la asistencia de dirección de tres obras de teatro, actué en otras tres y ensayé una cuarta que se abortó antes de estrenarse. Con un grupo de amigos, hicimos ocho números de una revista de historietas. Tomé clases de serigrafía por varios meses. Usé la tijera para cortar papel, tela, láminas de acetato. Escribí una novela.
Tuve un neumotórax. Al operarme, me dañaron un nervio y, por culpa de eso, se me atrofiaron varios músculos del hombro y de la espalda. Para recuperarlos, fui a un gimnasio durante un año y me dieron diez sesiones de electroestimulación.
Me fui a vivir con María. Llevé la tijera conmigo.
Murió mi abuela Yolanda. Mamá se compró un departamento con la plata que heredó.
Silvana se mudo con Gabriel.
Me separé de María. Me sentí morir, pero no morí.
Me fui a vivir a lo de Silvana, alternando con lo de mamá.
Hice terapia. Tuve que medicarme un año para poder dormir.
Tuve que cambiar de trabajo para poder alquilar. Volví a trabajar en relación de dependencia, a pesar de que me había prometido a mí mismo no hacerlo.
Dejé currículums en diecisiete librerías, me entrevistaron en tres, me tomaron en una.
A los tres meses, me echaron. Tres semanas después, me volvieron a tomar.
Me mudé a lo de un amigo. Ahorré. Me fui a vivir solo.
Comencé el blog. Conocí a muchas personas a través de él. Algunas solo pasaron, otras se quedaron.
Publicaron textos míos en algunas revistas, leí en algunos eventos.
Una chica me dijo que quería tener algo conmigo, pero solo por una noche. Ese algo duró más de dos años.
En la librería, al año de estar trabajando, me ofrecieron ser encargado. Rechacé la propuesta. Me pusieron de encargado igual.
Me alejé de personas que antes frecuentaba mucho, otros vínculos los reforcé.
Me reencontré con Vanina, mi hermana más chica, después de doce años de estar distanciados.
Ayudé a un amigo a corregir sus dos novelas.
Renové mi guardarropa. Cambié de celular dos veces, pero siempre por el mismo modelo anticuado. Perdí algunas muelas, me puse algunas coronas. Cambié varias veces los lentes de contacto. Leí muchos libros, pero menos de los que quisiera.
Y, en todo este tiempo, la tijera estuvo junto a mí. Corta perfectamente, como siempre. La uso para abrir paquetes de fideos, de azúcar, cartones de leche, para separar la factura de las expensas del resumen de gastos. Ahora mismo, mientras escribo esto, descansa sobre la mesa ante mi vista. Nunca ha estado desafilada. Nunca lo estará. Vos y yo lo sabemos.