Nada más que una vuelta manzana. El paso del tiempo también lo percibía distinto. Dar ese pequeño paseo fue como ver un videoclip. Chicos jugando. Unos viejos sentados en la vereda. El sol, que comienza a caer, tiñe las hojas de los árboles, mecidas por el viento. La luz violácea que le da a todo un tono irreal. La Hora Bruja. Los escasos minutos en los que las brujas hacen sus aquelarres. Porque es mentira que se reúnen a medianoche. Lo hacen durante esos minutos: lo que dura la luz violeta. Aunque ellas puedan estirar ese tiempo para que sea una eternidad. Y esto que escribo no significa nada.
Volví. Los pibes se trasladaron a lo de Pablo S y se colgaron jugando con la PlayStation. Decidí irme. Y ahí, cuando ya habían pasado unas ocho horas desde la ingesta del alucinógeno, comenzó la mejor parte del viaje. Caminé desde Martelli hasta Maipú, en Olivos. De ahí hasta el río. Del río, de regreso a lo de Roberto P y Claudia I.
Ya hablé de la impresión que causaban en mí los colores. En ese paisaje nocturno me impactaban más que de día. Y cada color tenía una onda en particular. Me fascinaban el verde y el violeta. Este último me producía un placer casi sexual. Tuve que detenerme cerca de la quinta presidencial y sentarme en el cantero de una casa para contemplar una planta enorme llena de florcitas violetas. El violeta me recordaba a una chica de la que había estado enamorado. El verde, a otra. Me puse a pensar de qué color era cada una de las personas que conocía. El rojo era agresivo. Parecía vivo, con intención. Me tocaba el rostro. Cada vez que me topaba con un auto rojo, pensaba qué mala onda, qué ortiba…
Era muy sensible a las diferentes tonalidades de luces, también. Cuando crucé la Panamericana , descubrí, con el pulso acelerado y los ojos abiertos de par en par, que todos los faroles de un lado de la avenida eran cálidos, y los del otro fríos. Todo parecía tener un significado. Un significado impronunciable, más allá del lenguaje, que yo lograba captar pero no decodificar.
Lo mismo con las formas. En medio de la caminata, mientras miraba las casas y los árboles, descubrí, como si fuera una revelación divina, que el hombre edificaba sus viviendas con aristas, llenas de ángulos rectos, para diferenciarse y protegerse de la naturaleza, de formas onduladas y caprichosas. El hombre temía el caos de la naturaleza, pero él mismo era naturaleza. Negaba su esencia y creía escapar de la misma por medio de lo artificial. Pero lo artificial no existía, puesto que era obra del hombre, que era natural. Esa casa cuadrada, cúbica, de ladrillo a la vista, de techo a dos aguas, lleno de tejas ordenadas en perfecta simetría, en esencia, no se diferenciaba en lo absoluto al nido del ave o al dique del castor. Pero el hombre pensaba que sí. Y se enorgullecía de eso. Lo único que tenía era miedo. Miedo a ser invadido por el caos. Por el caos que él creía fuera de sí, pero que también era parte de su naturaleza. El hombre era tonto y edificaba sus casas con aristas y podaba los árboles, dándoles formas esféricas, cúbicas. Y lo mismo hacía con las mentes de sus hijos, al educarlos. Les cortaba las ramitas que sobraban, para darles una forma perfecta: redonda. O cuadrada. Y así creía que escapaba de algo de lo que, por otro lado, no tenía por qué temer. Definitivamente: el hombre era tonto.
Todo esto no sólo lo pensaba mientras caminaba, sino que también lo decía. Estaba teniendo una revelación cósmica y la iba decodificando y elaborando mientras andaba, hablándola conmigo mismo. Y todo parecía sabiduría en estado puro. Sabiduría en bruto. Y tal vez lo fuera, quién sabe. O tal vez sólo fuera un flash psicodélico.
Cuando llegué a casa, Roberto P y Claudia I estaban durmiendo. El efecto del alucinógeno no parecía haber disminuido para nada. Al otro día tenía que trabajar. Preparé mi ropa para ducharme por la mañana. Me costó horrores tomar dos medias iguales del cajón de la ropa interior. Sólo veía colores. Encimados, mezclados, entre mis manos. Finalmente me acosté. Yo dormía en el living. Roberto P y Claudia I siempre dormían con la puerta abierta. No sé por qué lo hacían, pero era muy molesto. Esa noche me costó dormir. Pensaba en algo, no recuerdo en qué. Y cada tanto me daba la sensación de estar pensando demasiado alto.
Roberto y Claudia deben estar escuchándome, me decía a mí mismo.
No, boludo, me decía una parte más racional, una cosa es pensar y otra es hablar. Lo que pensás no se escucha, por más alto que lo pienses.
Aaaahh, decía mi primer yo. Y se quedaba tranquilo por un rato. Pero después, una vez más:
Roberto y Claudia deben estar escuchándome.
Ya te dije que lo que pensás no se escucha. Solamente lo que hablás.
Aaaahh…
Así hasta que comencé a adormecerme. Y a ver imágenes con los ojos cerrados. Las denominadas alucinaciones hipnagógicas, esas que son frecuentes en la etapa de tránsito de la vigilia al sueño. Pero tan vívidas como si las tuviera enfrente.
Primero, algo parecido a una flor, de pétalos de distintos colores que se van iluminando, uno a uno, en el sentido de las agujas del reloj. Más adelante, después de ciertas lecturas, relacioné esto con los chakras de los hinduistas. Exactamente con el superior, Sahasrara, la flor de los mil pétalos.
Después, una serpiente con alas de mariposa. Seguida de la imagen de una hoja de planta, verde con manchas rojas; pero que parece, a la vez, el lomo de una cobra en postura amenazante, de espaldas a mí.
Y finalmente, la pared de un acantilado, con miles de caras talladas en la roca, con las bocas abiertas, gritando en silencio. Todo esto, como visto desde una cámara en movimiento, que primero se acerca hasta el pie de la pared, y luego sube a toda velocidad. Las caras de piedra, los gritos mudos, bajando y desapareciendo de mi vista. La cámara sigue subiendo, hasta el cielo. Apunta hacia abajo. Veo unos surcos, también tallados, en lo alto de la roca. Como esos dibujos de Nazca que sólo pueden verse desde el aire. Forman el perfil de un hombre. Es un soldado griego o romano de la antigüedad, con un casco con penacho. Y otros surcos atraviesan la figura, trayendo agua de una laguna cercana hasta el ojo del soldado.
Cuando llegué al trabajo, las sillas rojas de la oficina brillaban estridentes. Tuve miedo de haber quedado tocado para siempre.
¡¿Nunca voy a dejar de ver el rojo así?!
Después del almuerzo, las sillas volvieron a su tonalidad habitual.
Sillas rojas en el trabajo? horrirbles.
ResponderEliminarEn mi trabajo las sillas son azules y suavecitas.
Lo de los colores me encantó, eso de ponerles colores a ciertas personas...lindo, no?
Y que buen "viaje"!
Ver los colores así.
Y, los dibujos de Nazca maravillosos.
Se nota que me gustó tu post? ;)
Buena Semana y besos de colores!
"El hombre temía el caos de la naturaleza..."
ResponderEliminarEstoy impresionado y hasta ansioso.
De las mejores cosas que he leído en un blog.
Gracias...
A mi me pasa eso de ponerle colores a las personas, o asociarlas con colores. Creo que se llama Sinestesia. En fin, muuuuuuuy buen viaje! Muchas gracias por pasarte por mi blog, colgué con tu novela, no soy constante en esto de leer por internet u.u Pero bueno, algún día la terminaré.
ResponderEliminarSaludos!
Genial, Altayrac. Me encantó, lo disfruté muchísimo.
ResponderEliminarKarina: Me alegro de que te haya gustado mi post.
ResponderEliminarBuena semana y besos de colores.
Mateo: ¿Por qué ansioso?
¡Gracias por el elogio!
¡Y gracias por pasar!
Un gusto siempre leerte.
Abrazo.
Luz:
De Wikipedia:
«La sinestesia, del griego συν, 'junto, y αἰσθησία, 'sensación', es, en retórica, estilística y en neurología, la mezcla de varios sentidos. Un sinestésico puede, por ejemplo, oír colores, ver sonidos, y percibir sensaciones gustativas al tocar un objeto con una textura determinada. No es que lo asocie o tenga la sensación de sentirlo: lo siente realmente. La sinestesia es un efecto común de algunas drogas psicodélicas, como el LSD, la mescalina o algunos hongos tropicales.»
Siempre me llamó mucho la atención el tema de la sinestesia. Más allá de las experiencias con alucinógenos, hay gente que tiene esto de continuo. Parece que una de las posibles explicaciones del fenómeno es algo así como que la persona tendría «cruzados» en el cerebro «los cables» que van de los órganos sensoriales correspondientes a los sectores del cerebro en los que se decodifican esos estímulos.
Abrazo y gracias por pasar.
LuLú: ¡Gracias, señorita! Me alegro mucho.
Abrazo y gracias por pasar.
Los párrafos cuarto y quinto se la bancan.
ResponderEliminarVos no.
Gil.
Sublime el párrafo sobre la naturaleza humana, narrado con una exposición de esos pensamientos de manera muy explícita, digno de un autor como Guillermo A.
ResponderEliminarRecordaba todo el resto de la historia, pero creo que nunca me habías contado esa parte... ¿o la dejé escapar por sentirme culpable de no aceptar mi naturaleza? No lo sé.
Boris: ¡Ah, te hice flashear, pendejo!...
ResponderEliminarTsss...
Ale P.: Gracias por el elogio y gracias por pasar.
Abrazo Grande.