lunes, 28 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 5)

  Ese fin de semana había pasado algo distinto. Centenares de bichos, como de costumbre. Pero también algo más.
   —¿Qué cosa? —pregunté.
   Estábamos los dos solos en la cocina. A esa altura, Juan se encerraba en su habitación hasta que terminábamos de hablar de esos temas.
  —Alguien se metió en la casa. Una persona, no un bajo astral. Usando técnicas de control mental.
   —…
   —Alguien que conozco. Eso es lo más terrible.
  Como no mencionó quién era, preferí no preguntar. Por algo estará omitiendo el dato, me dije.
   —Lo más terrible es la sorpresa. La decepción.
  Alcé las cejas y meneé la cabeza. Le pasé el mate. Lo dejó a un costado.
   —Esta vez, el brujo de mi cuñada la tenía con Emilia. Todos los bichos se los mandaba a ella. Sobre todo al chakra de la garganta. No es casual. Está todo calculado. El tipo sabe el problema que tiene Emilia con la tiroides. Por eso la ataca ahí. Y yo, dele sacar bichos. Hasta las dos de la mañana. Que es cuando el tipo corta. A veces termina ahí y se va a dormir. Otras veces se toma un descanso nomás, de una hora. Ya le tengo calados los tiempos. El de la pendeja corta más temprano. Es un pendejo también. Corta a las doce y se va a bailar. Me lo dijo mi espíritu guía. Entonces yo sé que a partir de las dos tengo un receso. Si no es el corte definitivo, por lo menos me da un respiro para prepararme para el último ataque. Así que termino de sacar los bajos astrales y cargo de energía a toda la familia. Siempre hago lo mismo. Pero esta vez pasaba algo raro. Le daba energía a Emilia y ella se sentía mejor, como siempre; pero al rato se caía de nuevo. «¿Qué pasa? ¿Hoy no cortó, el hijo de puta? ¿Hoy hace horas extra?» Pero no. Consultaba con el péndulo y mi espíritu guía me decía que no: Emilia ya no tenía bajos astrales. ¿Qué pasaba, entonces? Yo la cargaba de energía y era como si algo se la chupara…
   —…
  —Y todo el tiempo me sentía observado. Como una presencia. «Acá hay alguien», me dije. «Acá hay alguien. Estoy seguro.» Y le pregunté a mi espíritu guía.
   —…
   —Y sí: había alguien. Esta persona que te digo.
   —¿Se metió en la casa?
   —Sí.
   —¿Con técnicas de control mental?
  —Sí. No era un viaje astral. Era una técnica de visualización creativa. Esta persona sólo entraba con la mente, pero también sabía cómo crear un canal desde Emilia para sacarle energía.
   —Qué raro… ¿Eso hacía?
   —Sí… Un vampiro energético… A mí no me parece tan raro.
   —¿Por?
   —Porque está lleno de vampiros energéticos. A veces son los que menos te imaginás. Y sabiendo técnicas de control mental, esta persona pone todo su conocimiento al servicio de su única finalidad: robar energía.
   —…
   —Los vampiros son así: es lo único que saben hacer. Son parásitos…
   Dijo esto con una mueca de desprecio. Y se me quedó mirando.
   —¿Querés otro mate? —me preguntó.
   —No, gracias.
   —Mejor. Suficiente por hoy.

domingo, 20 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 4)

   —¿Cómo andás, Augusto?
   Expresión de agotamiento. Más segundos de silencio que de costumbre.
   —Cansado… Muy cansado…
   —…
   —Estos hijos de puta me están matando. No entiendo cómo puede haber gente tan mierda. Hay que tener ganas de joder al otro… Este fin de semana, casi trescientos… El que más manda es el de mi cuñada. Y son más jodidos de sacar. Se prenden como lampreas, los hijos de puta…
   —…
  —Y la pendeja la tiene con Juan… Veintisiete bichos en el chakra púbico —Se rió sin ganas—. Si no se la pone a ella, no quiere que se la ponga a nadie…
  —Viejo… —dijo Juan, sin cambiar de postura. Brazos cruzados, piernas cruzadas, apoyado en el marco de la puerta de la cocina. La mirada fija en el piso.
   Nos quedamos en silencio. Augusto me pasó un mate.
   —El sábado me tuvieron hasta las dos. No sabés cómo terminé… Tuve que salir a dar unas vueltas con el auto para desenchufarme porque estaba como loco.
   —Viejo… —repitió Juan. Esta vez enfrentaba a su padre con la mirada.
   Los cuatro ojos azules se clavaron unos en otros. Casi se podía ver la electricidad atravesando el aire. Aprecié el parecido entre padre e hijo. Los rostros angulosos, de nariz aguileña. Tallados en piedra. La tensión se mantuvo por un momento.
   —Con Guillermo ya hay confianza —dijo Augusto finalmente—. Se lo puedo contar. Y tiene que saberlo: tiene que saber lo jodidas que pueden ser estas cosas.
   Juan se fue y se encerró en su habitación.
   —Él cree que es joda… Porque no vivió lo que yo viví… No es joda esto. Estamos tratando con gente pesada, con gente que sabe lo que hace. El de mi cuñada. El de la pendeja es un improvisado.
   Le devolví el mate. Lo dejó a un costado.
  —A las dos de la mañana… Si me pagaran por el trabajo que hice, podría dejar la plomería. Salí a dar unas vueltas con el auto, para despejarme un poco antes de dormir. Anduve por las calles de adentro, yendo y viniendo. Hasta que llegué a San Martín. «Vamos a pasear un poco por el río», me dije. «Debe estar lindo de noche. Se nota menos la basura.»
   No supe si reírme. Después de mirarlo a los ojos, decidí que no.
   —Estacioné el auto y me quedé ahí, tratando de relajarme. Contemplar el horizonte hace bien. Aclara la mente.
   Asentí en silencio.
  —Pero mi mente estaba todo menos clara. Tenía la cabeza como si hubiese estado todo el día con el auto en el centro. «Voy a estirar un poco las piernas», dije. «A tomar un poco de aire.» Y me bajé del auto.
   —…
   —«Voy a estirar un poco las piernas.» ¿Fui realmente yo el que lo dije?
   —…
  —El infierno que estoy viviendo no se lo deseo a nadie. Ni al hijo de puta que me los manda.
   —…
   —Estiré un poco las piernas. Tomé un poco de aire. Me fumé un pucho. Y me sentía cada vez peor. Atrapado. Sin salida. ¿Cuánto tiempo iba a seguir con esto? No tengo una solución definitiva… Saco los bichos, los vuelve a mandar. Así podemos estar hasta que uno de los dos se muera. ¿Qué sentido tiene vivir así? Abrí la puerta del auto y saqué la pistola de la guantera.
   Lo volví a mirar a los ojos. No le pude sostener la mirada.
   —Y me metí en el río. Con el agua hasta el pecho. Y me puse el arma en la boca.
   —…
   —Y de repente, como un chispazo, una luz. Una idea. No sé si tuvo algo que ver mi espíritu guía o si fue solamente un rapto de lucidez. Pero me di cuenta. De repente lo vi con claridad. Ese no era yo. Yo jamás haría una cosa así. ¿Y dejar a mi familia sola, desprotegida? Si con todo lo que me ha pasado en la vida, jamás se me ha cruzado la idea por la cabeza… Ahí había alguien más.
   —…
  —Entonces salí del agua. Volví al coche. Esta semana tengo que cambiar el tapizado. Quedó con un olor a mierda terrible… Se lo tendría que cobrar a ese hijo de puta… Volví al coche. Me sentía mareado, como con la presión baja. Veía todo oscuro. Guardé la pistola en la guantera y saqué el péndulo. Y le pregunté a mi espíritu guía. ¿Tengo algo encima? Y sí, tenía. No uno. Siete. Todos en el chakra de la frente. Por eso veía todo negro. Mental y visualmente.
   —…
  —No, si esto no es joda… Hay que tener cuidado con estas cosas…  ¿Cuántos tipos escuchás que se pegan un tiro y la gente se pregunta por qué, si estaba lo más bien?…
   —…
   —Me costó muchísimo sacarlos. Sin asistencia no hubiese podido. Pero así y todo es muy jodido quitárselos a uno mismo. Y más de ahí, del chakra de la frente, teniendo la mente obnubilada. Porque el laburo lo hacen ellos, uno sólo es el canal; pero si el canal no está limpio…
   —…
   —No, si tuve un fin de semana de maravilla… Una fiesta… Pero el salón de baile era mi cabeza.

domingo, 13 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 3)

   Augusto Z tenía la misma mirada penetrante que su hijo, la mirada que los libros de astrología atribuyen a Escorpio. Su hijo era de ese signo, pero él no: él era de Aries. Tendría que revisar su carta natal para ver dónde tenía el ascendente, o si tenía un Plutón fuerte.
  Ojos claros, magnéticos, enmarcados por pobladas cejas blancas. Ojos de mago de Tolkien.
   Y en la frente, un chichón, como cuerno en desarrollo —este sí atributo de Aries—. Se lo había hecho trabajando, con un golpe de martillo, hacía años, y parecía haber venido para quedarse.
  También, como su hijo, tenía mucho sentido del humor. También hicimos buenas migas en seguida. Mate de por medio, charlamos de cuestiones metafísicas. Le conté que en un tiempo yo había hecho yoga y que mi vieja había hecho un curso de control mental, y que también me había enseñado algunas técnicas. De relajación, de visualización creativa. Me contó en qué consistía el curso que él estaba haciendo: bioenergía asistida. Parecía ser un rejunte de muchas doctrinas y disciplinas: antroposofía, yoga, control mental, karma y reencarnación, radiestesia, curación por imposición de manos. Incluso, habían encajado en ese rompecabezas a la figura del Cristo, explicando sus milagros desde la bioenergética.
   ¿Por qué se llamaba bioenergía asistida?
   Porque no se le enseñaba al alumno a transmitir su propia energía, sino la energía del cosmos por medio de la asistencia de su «espíritu guía».
   ¿Qué es un espíritu guía?
  Una suerte de ángel de la guarda. Ellos mismos hacían un paralelismo entre ambas figuras.
   Esto del espíritu guía me costaba aceptarlo como posible. También lo de los bajos astrales.
   Los bajos astrales o espíritus del bajo astral eran entidades maléficas que se te podían incorporar, es decir «pegarse» a tu cuerpo, y provocarte malestares físicos o psicológicos.
   Estos espíritus eran humanos desencarnados. La gente de (nombre del centro de estudios metafísicos) decía que los asesinos y suicidas no reencarnaban de inmediato. Antes permanecían un tiempo en el bajo astral, un plano de baja vibración o densidad. Algo así como otra dimensión, pero desde la cual podían influir sobre las personas de este plano. A veces lo hacían espontáneamente, se incorporaban a la gente con el objeto de volver a experimentar sensaciones del mundo físico. Pero también podían ser adiestrados y dirigidos a uno por alguien que supiera hacerlo. Así es como funcionaba la magia negra.
   Augusto Z estaba convencido de que las cosas le habían ido tan mal en la vida porque su cuñada había contratado a un brujo que hacía años les enviaba bajos astrales —o «bichos», como también solía llamarlos— a él y a su familia.
   La gente de (nombre del centro de estudios metafísicos) enseñaba un método para detectarlos —mediante el uso de un péndulo— y para erradicarlos —mediante la visualización de un torbellino de luz—.
   La mayor cantidad de invasiones, según decía Augusto Z, se daba los fines de semana, porque el brujo de su cuñada tenía mayor disponibilidad horaria para adiestrar y enviar a los «bichos». No todo el mundo puede ganarse el pan de cada día amaestrando fantasmas; evidentemente, el pobre hombre se veía obligado a desempeñar algún otro oficio.
   Y Augusto Z tenía que pasar sus ratos libres yendo de aquí para allá, con el péndulo en la mano, revisando cada rincón de la casa y cada fragmento de cuerpo de su familia, déle visualizar torbellinos.
   Todos los lunes yo le preguntaba:
   —¿Cómo andás, Augusto?
  Él, después de unos segundos de silencio, con expresión de agobio y perplejidad, me tiraba la cantidad de invasores del último ataque.
   —Este fin de semana, noventa y siete…
   Y cada lunes, la cifra aumentaba.
   —Este fin de semana, ciento cuarenta y dos…
   Cada vez más agobio y perplejidad.
   —Este fin de semana, doscientos ochenta y cinco…
   Llegó un punto en el que a Augusto Z comenzó a costarle creer que el brujo de su cuñada pudiese estar enviándole tamaña cantidad de entidades.
   —¡¿No corta ni para cagar, este hijo de puta?! —se preguntaba.
   Y decidió consultarlo con su espíritu guía utilizando su péndulo.
  Todos los bajos astrales no venían de la misma fuente, respondió el espíritu guía. De a poco, se habían ido sumando invasores de otro origen.
   ¿Quién los enviaba?
   Otro brujo, contratado por una ex novia de Juan Z despechada por el abandono.
    No pensaban darle un respiro.
    Ni para cagar.

domingo, 6 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 2)

   Días después de la charla que habíamos tenido con el mamarracho de Germán P, Juan Z me contó que su padre, Augusto Z, estaba yendo a un centro de estudios metafísicos del cuál no daré el nombre —suficientes problemas he tenido con otras organizaciones por información expuesta en este blog—, a hacer un curso de bioenergía asistida.
   Me dijo que se animaba a contarme esto porque veía la apertura que tenía hacia la cuestión. Y que había hablado con el padre y él estaba de acuerdo en conversar del asunto conmigo.
   A Juan Z todo esto no le cerraba. Era más bien escéptico al tema y estaba viviendo toda la movida con desconfianza.
    —El otro día que no los dejé entrar a casa y les dije que fuéramos a dar una vuelta por ahí, fue porque había venido una mina de (nombre del centro de estudios metafísicos) a hacer una limpieza. A mí me pareció una pelotudez. La mina iba de un lado al otro con un péndulo y haciendo movimientos raros con el cuerpo.
   El caso de Augusto Z era particular. Había pasado de ser ateo y de un escepticismo absoluto a abrirse paulatinamente, y luego demasiado, a estas creencias esotéricas. De a poco, terminó obsesionado, explicando todo a través de la misma fórmula. Hay muchos casos de este tipo, de cambios a lo diametralmente opuesto en las creencias. Es lo que, en su libro La conspiración de Acuario, Marilyn Ferguson llama cambio pendular: el abandono de un sistema cerrado, considerado como cierto, sustituyéndolo por otro al que se aferra con la misma fuerza.
  Augusto Z también había sido muy cambiante en sus ocupaciones. Primero había sido policía, luego había trabajado en transporte escolar de chicos con síndrome de down. Para la época de este relato, era plomero.
   La vida de esta familia había sido dura. Problemas económicos y de salud. El padre de Augusto Z —el abuelo de Juan Z—, que vivía con ellos, había muerto de cáncer. Desahuciado por los médicos, fue cortésmente invitado a liberar la cama que ocupaba en el hospital para que fuera aprovechada por alguien con mayor esperanza de vida. Pasó sus últimos días, que fueron largos y de mucho padecimiento, en la casa, siendo asistido por toda la familia.
  Juan Z había tenido problemas de salud desde pequeño. Anemia, frecuentes accesos de fiebre y un problema respiratorio que le hacía toser y escupir sangre.
   La gota que rebalsó el vaso fue la muerte de la criatura que Silvia Z —hija de Augusto Z— había llevado en su vientre durante nueve meses. Falleció a los pocos días de nacer. Hidrocefalia o algo así. Dicen que el rostro del bebé estaba verde.
   Augusto Z, entonces ateo y escéptico absoluto, comenzó a preguntarse por qué tenía tanta mala suerte, por qué su familia sufría tantas desgracias.
   Alguien le sugirió que fuera a una tarotista. Augusto Z accedió y fue en compañía de su mujer, Emilia L.
  La tarotista la pegó en algo referido al pasado de la familia. El escepticismo de Augusto Z comenzó a ablandarse.
   —Alguien les hizo un trabajo —dijo después—. Una mujer… Rubia… Gordita… De pelo lacio…
  ¡La descripción coincidía con la cuñada de Augusto Z, con quien la familia estaba peleada desde hace años! 
   Y con las características de millones de mujeres más, claro. Que levante la mano el que no conozca a una gordita rubia de pelo lacio.
   —¡Mirta! —exclamaron Augusto Z y Emilia L al unísono.
   Y así, Augusto Z comenzó a transitar su camino hacia la fe.