lunes, 25 de julio de 2011

ABUELA DE ALAMBRE

  Llama por teléfono un domingo por la tarde. Atiende mi hermana más chica, Vanina, una niña de apenas siete años.
   —Hola.
  —¡Hola! —dice mi abuela—. ¡¿Cómo anda mi nieta preferida, la nieta más linda del mundo?! ¡¿Cómo anda mi Silvanita?!
   —Habla Vanina —dice mi hermana.
   —Ah… ¿Me pasás con Silvana?
   Llanto desconsolado por parte de Vanina. Aproximadamente una hora.

viernes, 22 de julio de 2011

GENTE EXTRAÑA: MARGA LA LOCA

   Una tarde, Leonel M cayó por casa pidiéndome que lo acompañara a la cortada. Siempre tomábamos cerveza en la cortada de la estación Mitre. Pero esta vez había algo especial.
   —¡No sabés, boludo! ¡Conocí a una mina que está re loca!
   Lo miré sin decir una palabra.
   —¡Es un cago de la risa! ¡Es re rara! ¡Pero es re buena onda! ¡Vas a ver!
   Viniendo de Leonel M, se podía esperar cualquier excentricidad. Ya va a caer, ya le voy a dedicar un post a él exclusivamente.
   Llegamos a la cortada. Nosotros teníamos diecinueve años, la mujer que estaba sentada en el tapialcito tenía entre veinticinco y cuarenta años. Un rango amplio. Era de esas personas a las que cuesta definirles la edad a ojo, seguramente todos ustedes han conocido a alguien con esa cualidad particular.
   —Marga, él es Guillermo.
   —Ah —dijo ella, y movió la cabeza hacia mí.
   —Hola —le dije, y me senté sobre un cantero.
   Marga tenía el pelo cortito y rubio —aunque rara vez se le veía porque siempre llevaba puesto un gorrito de lana—, y la piel curtida por el sol. Se vestía como un Beastie Boy, pero con calzas.
   —Yo voy a comprar una birra —dijo Leonel M, y se fue.
  Traté de entablar conversación con Marga. No lo logré. Sólo hablaba incoherencias y mezclaba el castellano con el portugués. Como no le entendía un joraca, desistí y ambos nos quedamos en silencio.
   Al rato cayó Sebastián A.
   —Hola —me dijo.
   —Hola —le dije—. Leonel fue a comprar una birra. Ella es Marga.
   Ahora fue Sebastián A el que intentó charlar con Marga. Esta situación me generaba cierta satisfacción perversa. «Yo sé algo que vos no sabés», pensaba. «Yo sé el fiasco que te vas a llevar.»
   —¿Y qué música te gusta? —preguntó Sebastián A.
  —¡Sí! La música… —dijo Marga—. Me encanta la música. Las terrazas, las concesionarias de autos…
  Juro por mi madre de alambre que dijo eso. El resto de las incoherencias no las recuerdo, pero esto me quedó grabado.
   Sebastián A me miró como pidiendo una explicación.
   Lo miré con cara de «No te gastés. Es caso perdido».
  Pero Sebastián A no se rindió. Como la mina alternaba palabras en portugués en su diálogo, le preguntó:
   —¿Sos de Brasil?
   —No —contestó Marga.
   —Ah, pero sabés portugués.
   —No.
   Sebastián A me miró otra vez.
   Puse cara de «Te dije que es caso perdido…».
   Y nos quedamos en silencio hasta que volvió Leonel M.
   Nos seguimos juntando con esta mina por varias semanas. El único que hablaba con ella era Leonel M. A solas nos contaba que se la quería chamuyar para garchársela en el río. El río, en el Vicente López de aquel entonces, no era ese paseo bonito con restaurantes de mariscos y otros frutos del mar en que se convirtió después. Era un lugar lleno de pastizales, vidrios y escombros sólo frecuentado por macumberos, borrachos y drogadictos como Leonel M.
   Únicamente un drogadicto podría querer garcharse a Marga la loca entre escombros y gallinas degolladas con pochocho.
   No, señora, yo no me drogaba. Una sola vez en mi vida me drogué. Fue con ácido lisérgico. Si vamos a hacerla, vamos a hacerla bien. Tal vez algún día hable de eso.
   Marga nos contaba cosas. Siempre hablaba de tres individuos a quienes llamaba: el gordo, el viejo y el hijo de puta. Parecía salida de una novela de Beckett. Estas tres personas vivían con ella. Con el gordo se agarraba a piñas, el viejo la rasguñaba y el hijo de puta le daba dinero. Dónde vivían y por qué sucedía todo esto, no lo sé. Nunca lo entendimos.
   —¿Qué llevás en la mochila? —le preguntó una vez Leonel M.
   —Muitas coisas —respondió ella—. Plata…
  Nos mostró un frasco —tipo de mayonesa o de mermelada— lleno hasta el tope de australes —que en esa época ya estaban fuera de circulación— y de pesos anteriores al austral, todos hechos bollitos, apretaditos.
   —También tengo un cenicero con jamón.
   —¿Con jamón? —preguntamos los tres al unísono.
  Marga sacó de su mochila un cenicero en el que había algo parecido a cera derretida. Supusimos que había querido decir «jabón».
   Insisto, esta mujer podría ser novia de Molloy.
  Un día nos dijo que la próxima cerveza la iba a pagar ella. Qué esperáramos, que en un rato vendría el hijo de puta a traerle algo de plata.
   Los tres nos miramos con incredulidad.
   Leonel M se paró.
   —Bueno, Marga. Voy a buscar una y después vos pagás otra.
   Marga lo agarró de la botamanga del pantalón.
   —No, pará, flaco… Esperá. Esperá que venga el hijo de puta.
   Leonel M se tuvo que sentar.
   —¿Y de dónde viene, Marga?
   —Viene en el próximo tren.
   —Ah… —dijo Leonel M poco convencido.
   A los diez minutos llegó un tren.
   —Ustedes quédense acá —dijo Marga— y fue hasta el andén.
   —¿Se va a encontrar con alguien en serio?
   —Está alucinando, boludo…
  Si era una alucinación, nosotros la vimos también. De uno de los vagones se bajó un tipo alto de campera negra, con pinta de milico, le dio plata y volvió a subir al tren.
   Siempre quedaré con la intriga de dónde vivía toda esta gente: el gordo, el viejo, el hijo de puta, Marga la loca.
   ¿De este o del otro lado del espejo?
   La última vez que la vi, hace unos años, después de mucho tiempo, la encontré igual. Un Beastie Boy con calzas, de veinticinco o cuarenta años. Sentada en la puerta de una heladería. Estoy cien por ciento seguro de que no me reconoció. Pero se dirigió a mí. En la mano tenía un vaso de soda.
   —Mirá —me dijo, señalándolo con un movimiento de la cabeza—. Tiene burbujas.  

lunes, 18 de julio de 2011

TRACCIÓN A SANGRE

Paisaje desértico. Terreno rojizo. Carretera.

Los desperfectos comienzan a kilómetros de distancia de cualquier lado. Primero un ruido, un traqueteo, como de algo suelto. Después el motor se queja, reprocha el gran esfuerzo que está haciendo. Un esfuerzo enorme; pero, aún así, la velocidad no para de disminuir. Hasta que el auto se detiene. El motor gruñe, el caño de escape tose. Silencio.

Llave. Contacto. El motor: un caballo viejo que relincha. Y muere.

Llave. Nada. El caballo está muerto. Enterate.

Perplejidad. Esto no puede estar pasando.

Llave. Nada, idiota.

Parpadeo. Recuesto la espalda sobre el asiento. Echo la cabeza hacia atrás. Me quedo. Trato de respirar profundo. No puedo. Algo sube desde el estómago. Pasa por el pecho, arde, se detiene en la garganta. Lo detengo en la garganta, con la quijada apretada.

Los labios se retraen, los dientes a la vista. Y eso se escapa, entre los dientes, en forma de aire, de palabra.

—¡Dios!

Arriba no hay Dios. Está el techo de chapa. Caliente.

La yugular late. Las sienes laten.

—¡Dios!

Mis manos, como garras, clavadas en mis muslos. Los nudillos blancos.

—¡Dios!

Tiemblo. La carne dura. Llena de alambre. Siseo. Abro la puerta. Salgo. Doy un portazo. El calor del desierto se traga el ruido.

Lleno los pulmones de aire. Aprieto los puños. No alcanza.

Pateo la puerta. Primero una vez. Después tres veces. El auto no se queja.

Por el momento, es suficiente.

Ahora pensemos.

Pensemos, pensemos, pensemos.

Nada.

Algo baja desde el estómago. Pasa por el sexo, por los muslos, por los pies. Se lo traga la tierra.

Nada.

Camino. Cuatro pasos hacia un lado. Miro a lo lejos. Nada.

Cuatro pasos hacia el otro. Miro a lo lejos. Nada.

Me quedo. Algo grita en alguna parte. Ríe. Aletea.

El pecho cerrado. La sangre en los pies.

Miro hacia delante. Horizonte. No puede ser tan lejos.

Tomo aire. Abro la puerta. Una mano en el volante. Empujo el coche.

Los muslos duros. Cuesta.

Quijada apretada. Nudo en el estómago. El coche avanza.

Un paso, dos pasos, tres pasos.

El corazón: un tambor en los oídos. Es cuestión de agarrarle el ritmo.

Cuatro pasos, cinco pasos, seis pasos.

Los pies resbalan. Los muslos duelen. El estómago que gruñe entre los dientes.

—¡Dios!

A mí no me van a ganar. Clavo los pies en tierra. Retengo el aire. Inclino el cuerpo hacia delante.

El auto ofrece resistencia.

Saco fuerza del estómago. Hay de sobra.

El auto cede.

Siete pasos, ocho pasos, nueve pasos.

Después es fácil. Cada vez más fácil.

Paisaje desértico. Terreno rojizo. Carretera.

Así hasta el taller mecánico.

El viejo me mira.

Señalo el coche. Descubro que no hay coche. Descubro que no estoy señalando. Descubro que no tengo brazos.

El viejo me sigue mirando. Ojos grises. Nariz de buitre.

Sonrío, confundido. Miro hacia atrás.

Paisaje desértico. Terreno rojizo. Carretera.

Reguero de sangre. Un brazo. Una puerta.

Más allá, otro brazo. En alguna parte, un auto.

Algo grita. Ríe. Aletea.

viernes, 15 de julio de 2011

GENTE EXTRAÑA: LA SEÑORA MALHABLADA

La señora malhablada solía andar por calle Corrientes. Deambulaba por el área que va desde Callao hasta la 9 de Julio. Tal vez alguno de ustedes la haya visto. Vestía mal e iba despeinada: era una indigente. Y todo el tiempo gritaba.

Una vez, quien era mi novia en aquel entonces me estaba esperando en Corrientes y Callao; habíamos acordado esa esquina como punto de encuentro.

Pero la señora malhablada se me adelantó. Se le plantó al lado y los gritos que ya venía profiriendo comenzaron, al menos en apariencia, a dirigirse a ella.

—¡No sabés coger! —le dijo—. ¡Por eso le chupás la pija!

Se imaginarán la situación incómoda que significó esto para mi ex. En plena Corrientes, con todos los transeúntes mirando la escena entre sorprendidos y divertidos. Además, doy fe de que lo que decía la señora era falso. Ella sí sabía coger, y lo hacía muy bien. Así que si me la chupaba no era para compensar un mal desempeño amatorio.

La señora siguió gritándole cosas por el estilo y, poco antes de que yo llegara, se fue. Así que ni siquiera tuve oportunidad de rebatir sus argumentos. Sólo pude consolar a mi ex por el mal trago que ella había pasado. Después nos cagamos de la risa y la cosa quedó como anécdota y chiste recurrente por mucho tiempo.

Otra vez la encontré solo. Yo salía de una imprenta de calle Paraná. Si alguna vez escribo «Gente estúpida y deshonesta que he conocido», les hablaré sobre la mujer que atendía ese local. La rubia conchuda, como solíamos apodarla con mi ex. Pero bueno, volviendo al tema que hoy nos trae a este espacio virtual: la señora malhablada estaba gritando en la vereda de enfrente. Me detuve y la miré fijo hasta establecer contacto visual, sabiendo que se me vendría al humo a gritarme a mí. Y eso fue lo que pasó.

Cruzó Paraná. Pasaba un taxi. Lo señaló.

—¡Ese! ¡Ese hijo de puta! ¡Ese hijo de puta se llevó a mi hija!

No dejé de mirarla a los ojos. No me pregunten por qué lo hice: es el diablo que hay en mí. Los demonios de la perversidad de Edgar Allan Poe.

—¡A esa puta! ¡A esa puta desagradecida! ¡Que me dejó sola! ¡A mí que la parí! ¡Me rompió la concha cuando la parí! ¡Me rompió las entrañas! ¡Así me dejó el cuerpo!

Se lo señaló.

No volví a ver a la señora malhablada. Seguramente ha muerto de una forma triste y solitaria, como suele suceder en estos casos.

miércoles, 13 de julio de 2011

DOS SUEÑOS CON ESPALDAS

   Uno mío. Otro ajeno.

   El mío es de cuando tenía unos quince años.
  Estoy en un negocio, en Avenida Maipú, donde solía comprar copias piratas de videojuegos. Papá me está esperando en la puerta, dentro de un auto. En la realidad, papá no tenía auto. Termino de hacer las copias de los juegos y salgo. No encuentro el auto en la puerta. Me angustio.
  Corro por el medio de la avenida, hacia Puente Saavedra, entre los autos, a la misma velocidad que ellos y más rápido aún. Intento reconocer el de papá, pero no lo logro. Sencillamente, he olvidado qué auto era —de qué marca, de qué color—.
   Cuando llego a Puente Saavedra, me doy por vencido. Me detengo y en una esquina me encuentro con una vieja. No recuerdo si tengo algún diálogo con ella, estoy casi seguro de que no. Ella me abraza y me consuela. Me da un beso en la mejilla, me acaricia los hombros, luego se va. La veo alejarse despacio por la calle que bordea la General Paz, como yendo hacia el río. A unos metros se detiene.
   Así se queda unos segundos: quieta, en silencio, de espaldas a mí. Y deja escapar una risa cascada.
   Entonces me doy cuenta de que es el Diablo.
   El Diablo me besó y estoy perdido.

   El segundo es de Claudio G, el muchacho que me presentó a los pibes de Martelli. Lo tuvo en mi casa, cuando yo vivía en Munro. En mi habitación había dos camas. Una había sido la de Leonel M —otro amigo de quien volveré a hablar en algún momento— antes de que él se fuera a vivir con su novia a Banfield. En esa cama dormía Claudio G cuando venía de visita. Y ahí está acostado, tanto en la realidad como en el sueño, porque es uno de esos sueños traicioneros que te hacen creer que estás despierto.
   Claudio G cree estar despierto hasta que se percata de que la luz está encendida. Como recuerda que estaba apagada al momento de dormirnos, deduce que está en un sueño. Intenta levantarse y no lo logra. Está paralizado, pegado a la cama. Concentra toda su voluntad, pero sus músculos no responden. Me mira. Yo estoy acostado de canto, dándole la espalda. Intenta pedirme ayuda. No logra ni abrir la boca.
   Sin voltearme, sin moverme siquiera, le pregunto con voz burlona:
   —¿No te podés mover?

viernes, 8 de julio de 2011

GENTE EXTRAÑA QUE HE CONOCIDO: MAYCO

   Mayco era otro compañero mío de la primaria. Su madre también era umbandista, como la de Jorge D. No es que yo fuera a un colegio de umbandistas o algo por el estilo; eran dos casos aislados. Es más: Mayco y Jorge D nunca se conocieron. El primero se fue antes de que ingresara el segundo.
   Leonel M y yo nos hicimos amigos de Mayco y empezamos a ir seguido a su casa. Merendábamos y jugábamos con unos muñequitos de Mazinger de papel que nos fabricábamos dibujando los personajes y recortándolos.
   Mayco cumplió años. Asistimos al festejo y al día siguiente volvimos a la casa. Había una porción de la torta del día anterior sobre uno de los muebles del living.
   —¿Y esa porción de torta? —pregunté.
  —¡No la toques! —dijo Mayco con cara de pánico —. Es para el fantasma.
   Con Leonel M nos miramos sin decir una palabra.
   Otro día la vimos a la madre, al pasar junto a su habitación, con la cara embadurnada de algo que parecía una máscara de belleza y vestida con una túnica azul. Cruzada sobre la cama había una vara de madera y en el centro, un montículo de cenizas.
   Un tratamiento para el cutis un tanto extraño…
 Para que Mayco no se portara mal, la madre le decía que constantemente era vigilado por unos seres que tenían el aspecto de minúsculos globos luminosos flotantes. En el caso de que uno de estos seres advirtiera un mal comportamiento por parte de Mayco, avisaría de inmediato a unos hombres de piel azul que se materializarían en el lugar del hecho y golpearían al niño con unas cadenas que portaban para tal fin.
   Pavada de fantasía… No me digan que esto no tiene más onda que toda esa bazofia del cuco y el hombre de la bolsa. Psicopedagogía pura. Eso se llama fomentar la imaginación de los chicos.

lunes, 4 de julio de 2011

DOS CHINOS VIVOS, UNO MUERTO

   Esta es una historia taoísta:

   Un chino, al que se le acaba de morir el hijo, se está cagando de la risa junto a unas cañas de bambú.
   Otro chino que pasa, al verlo, le pregunta indignado:
   —¡¿De qué ríes, chino desalmado e hijo de puta?! ¡Tu hijo acaba de morir! ¡¿Es que no lo querías?!
   Y el primer chino contesta:
   —Antes de que mi hijo naciera, cuando aún no existía, yo estaba bien. ¿Por qué habría de sentirme mal ahora que se ha ido, si las cosas están igual que al principio?

   ¿No captás la esencia del relato?
   Yo tampoco.
   Vos y yo no somos chinos.

viernes, 1 de julio de 2011

GENTE EXTRAÑA: LOS PIBES DE MARTELLI

Conocí a los pibes de Martelli a través de Claudio G, amigo mío y también un sujeto bastante extraño de quien tal vez hable en otro momento.

Los pibes de Martelli eran tres: Federico A, Pablo S y Hernán V. Ninguno de ellos sobrepasaba la veintena. Yo apenas la sobrepasaba.



 
Federico A tenía problemas con sus padres. Por sus malas conductas, ellos solían castigarlo prohibiéndole salir de joda los fines de semana. En señal de protesta, una noche, Federico decidió desarmar su cama. No destenderla. Desarmarla. Utilizando las herramientas de su padre. No la cama de sus padres, sino la suya propia. Una protesta bastante estúpida, convengamos, y que no trajo resultado alguno. O no, al menos, el que él esperaba: que sus padres le permitieran salir de joda esa noche.

—¡Papá! ¡Mamá! —llamó Federico.

—¿Qué querés? —preguntaron sus padres.

—¡Vengan que les quiero mostrar algo! —respondió Federico.

Los padres lo encontraron de brazos cruzados, el porte triunfal, de pie junto a su obra terminada: un conjunto de piezas de madera desperdigadas por la habitación.

Resultado: padre y madre se miraron entre sí y volvieron a mirar a su hijo. Se encogieron de hombros y volvieron a sus aposentos.

Federico, frustrado y humillado por el fracaso de su plan, intentó volver a armar su cama sin éxito. No sólo no salió esa noche, sino que tuvo que dormir sobre el colchón, en el suelo. Esa noche y otras más, hasta que su padre se dignó a armar la cama de nuevo.

La última vez que lo vi a Federico, él estaba trabajando en el Banco Francés. Me reconoció y, amablemente, me cambió más monedas que al resto de la gente de la cola.

Después no lo vi más. Tal vez lo despidieron por desarmar la caja registradora para reclamar un aumento de salario.




Pablo S tenía una pierna un poco más corta que la otra. Y el pie de esa pierna, un poco más chico y con un dedo menos. Pablo S tenía problemas a la hora de comprar zapatillas, porque calzaba distinto en cada pie.

El mercado del calzado es insensible a este tipo de cuestiones. Sólo le interesa lucrar, como a cualquier mercado en este sistema capitalista. Las únicas soluciones que las zapaterías ofrecían a Pablo eran que le agregara un poco de algodón a la punta de la zapatilla del pie más chico —elemento que no estaba incluido en el precio del calzado— o que se consiguiera un amigo que tuviera el mismo problema que él pero al revés —o sea: que el pie que él tenía chico, lo tuviera grande y viceversa—, cosa igual o más difícil que encontrar a su alma gemela.

Cansado de llevar algodón en la punta de su pie izquierdo, Pablo ideó un plan desesperado. Iría a una de esas fábricas llenas de góndolas de zapatillas y —escoltado por alguno de los otros pibes de Martelli que le hiciera de campana— desarmaría un par, metiendo dos zapatillas de número distinto en la misma caja.

El plan funcionó, logró engañar al personal de la fábrica. Y lo siguió haciendo hasta la última vez que lo vi.

Hace un tiempo me enteré de que hoy día está casado y tiene dos hijos. Quien me lo contó no supo informarme sobre el tamaño de los pies de esos niños. No sé si hoy día irán todos juntos, en familia, a desarmar pares de calzado en la misma fábrica de zapatillas.




Hernán V también tenía problemas con sus padres, pero un poco más graves que los que tenía Federico A con los suyos. Una vez, encerrado en su habitación, había escuchado a su padre decir a su madre:

—Tendríamos que haberlo matado en cuanto nació.

Desde ese día, Hernán tuvo miedo de que su padre lo asesinara. Realmente, no creo que su padre fuera capaz de eso; pero Hernán solía tener ataques de pánico desde que se zarpó de dosis en un viaje de ácido. En aquella ocasión, había sentido que el suelo le quemaba los pies y se había quedado durante horas colgado de un alambrado.

Hernán no vivía en Martelli; vivía en Capital, unas cuadras pasando el límite, que es la General Paz. Según él cuenta, una noche, cruzando el puente que pasa sobre la avenida, se le apareció un duende exigiéndole que le dejara la tuca del porro que estaba fumando —a modo de peaje— si quería llegar con vida a su casa. Tal vez fuera el famoso Yacaré Huatí de Jorge D. Tal vez fuera un enano drogadicto asesino a sueldo contratado por el padre de Hernán. Pero yo, sinceramente, creo que era una alucinación.

Sea como haya sido, Hernán, desde esa ocasión, siempre que cruzaba el puente a la noche dejaba una tuca en el piso como tributo.

Lo último que supe de él es que se puso de novio y se fue a vivir al Bolsón. «¡Lugar jodido para alguien que le tiene miedo a los duendes!», fue lo primero que me dije. Después pensé: «Allá está lleno de marihuana también, según dicen. Al pobre de Hernán no le faltará hierba para pagar tributo. Podrá vivir el resto de sus días en paz».