miércoles, 28 de marzo de 2012

ABRAHAM SIGUE HACIENDO DE LAS SUYAS

    Génesis, capítulos 20 y 21.

  Después de la destrucción de Sodoma y Gomorra, Abraham continuó con su peregrinaje. Y al tiempo, decidió parar en Gerar.
  Sara tenía noventa años, pero seguía estando tan buena como comer dulce de leche con cuchara. Y Abraham seguía temiendo que lo cagaran matando para empomársela. Así que otra vez, antes de entrar a la ciudad:
   —Vieja, vos hacete pasar por mi hermana. ¿O.K.?
   —O.K., viejo.
   Y, otra vez, todos los hombres se la querían mandar a guardar; pero el que la termina tomando como mujer es el más poderoso: Abimelec, rey de Gerar.
   Y oootra vez, Dios se re calienta. Se le aparece en sueños a Abimelec una noche.
   —¡Te voy a hacer cagar fuego! ¡La mina que tomaste tiene marido! (1)
   Pero, por fortuna, Abimelec todavía no se la había garchado.
   —¡¿Y yo que culpa tengo?! ¡Si el chabón me dice «es mi hermana» y la mina me dice «es mi hermano»! ¡¿Cómo voy a adivinar?!
   —Sí, ya sé que lo hiciste sin querer, boludo. Por eso no permití que te la cogieras. Ahora devolvele la mina al chabón, porque es profeta y orará por ti para que vivas. Pero si no se la devolvés, ya sabés la que te espera… (2)
   Al día siguiente, Abimelec llamó a Abraham y le dijo:
  —¡¿Qué me hacés, boludo?! ¡¿Qué te hice yo para merecer esto?! ¡¿Eh?! (3)
   Y Abraham le explicó sus razones.
   De modo que Abimelec devolvió su mujer a Abraham. Y no solo eso, también le regaló ovejas, vacas y esclavos —como hiciera anteriormente el faraón de Egipto—.
   ¡Qué buen negocio era ser marido de Sara!
   Entonces oró Abraham a Dios para que sanara a las mujeres de la casa de Abimelec. Porque Dios las había vuelto estériles a todas como venganza contra Abimelec, por haber tomado a Sara como esposa.
   Pasó el tiempo. Cumplido el plazo prometido por Jehová, Sara quedó embarazada. Y parió un hijo al que Abraham llamó Isaac. Y cuando el niño fue destetado —me imagino que bien pronto; las tetas de la vieja debían estar resecas—, su padre organizó un gran banquete en su honor.
   Pero he aquí que, en el banquete, Sara descubre a Ismael —el hijo de Abraham y Agar, la esclava egipcia— burlándose. De qué se burlaba, la Biblia no nos lo dice. Yo supongo que Ismael —a los catorce años, en plena edad del pavo, y siendo el destete de la criatura el motivo del festejo— se burlaba, como yo, de las tetas de Sara.
  —¡Tuvieron que destetarlo porque la vieja las tiene tan caídas que el pendejo se confundía y le chupaba el ombligo! —decía, seguramente, Ismael mientras reía.
   La cosa es que Sara se re calienta, se pone la gorra y va a hablar con el marido.
   —Rajá a la mierda a esa chirusa y a su hijo— le exigió. (4)
   Abraham no accedió a echar de su casa a su propio hijo y se indignó con Sara por habérselo propuesto.
   Pero Dios le dijo a Abraham que le hiciera caso a Sara en todo lo que ella pidiera. (5) De manera que, al día siguiente, Abraham madrugó, les dio a la esclava y al pibe pan y un odre con agua, y los despidió.
  Otra vez Agar vagando por el desierto —a veces este libro es más reiterativo que una telenovela—; pero esta vez, su hijo no está en sus entrañas, sino que camina a su lado. Pronto se acaba el agua del odre, y Agar echa a Ismael debajo de un arbusto para no verlo morir. Se sienta apartada y llora.
   —Y ahora, ¿quién podrá ayudarnos?
  Obviamente, aparece un ángel. Tal vez el mismo que, catorce años antes, también en el desierto, la había exhortado a que se humillara ante su señora.
  —¿Qué tienes, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del muchacho en donde está. Levántate, alza al niño y sostenle con tu mano, porque yo haré de él una gran nación.
  Imagínense cómo estaba el pibe, después de días de caminar por el desierto casi sin comer, que su madre podía levantarlo con una sola mano.
   Y abrió Dios los ojos de ella de manera que vio un pozo de agua; y fue y llenó el odre de agua, y dio de beber al niño.
   Y fue Dios con el niño, y este se hizo hombre y fue padre de una gran nación.
   Porque es bien sabido por todos: Dios aprieta, pero no ahorca.

     (1) Génesis 20:3
     (2) Génesis 20:5-7
     (3) Génesis 20:9
     (4) Génesis 21:10
     (5) Génesis 21:12

martes, 20 de marzo de 2012

SEÑORA DE LAS CINCO DÉCADAS… Y MEDIA

Todos los sábados, a la salida del laburo, iba a visitar a mi hermana Silvana a la casa tomada en la que vivía con Ulises M. Por lo general, Ulises no estaba y nosotros nos íbamos a lo de Graciela M a tomar unos mates. Algunas veces, salíamos de paseo con ella, sus hijos y su nieta. Así fui entrando en confianza con la familia.

En uno de esos paseos, en una ocasión en que nos sentamos juntos en un colectivo, terminé hablando con Graciela sobre mis amores frustrados.


¿Cómo terminamos hablando de eso?


No lo recuerdo. Supongo que, simplemente, ella me preguntó si yo tenía novia.


¿Qué hay de raro en eso?


Nada. Una señora, madre de mi cuñado, preguntándome si tengo novia. ¿Cuántas preguntas puede hacerle una señora a un joven de diecinueve años al que recién está conociendo?


¿Qué edad tenés? ¿Estudiás? ¿Trabajás? ¿Tenés novia? ¿Creés en Dios? ¿Le tenés miedo a esto?


Una señora muy jovial y simpática. Macanuda, buena onda. Le respondí que no, que no tenía novia.


Me habrá preguntado por qué.


Le hablé de mi timidez. Había entrado en confianza con la señora. No le hablé de mi fimosis, era un tema sin resolver y aún era mi gran tabú; pero le hablé de mis problemas para relacionarme con las chicas. De mi falta de confianza en mí mismo. De mi dificultad a la hora de interpretar señales en el juego de la seducción. Y utilicé una alegoría que luego sería manoseada, reciclada, reutilizada por ella en muchas ocasiones: un hit remixado una y otra vez. Le dije que para la conquista amorosa yo era un miope esperando el colectivo. Que lo veía de lejos y dudaba. Que cuando reconocía el cartel y levantaba la mano, el colectivo ya se estaba yendo. Que a la distancia me daba cuenta de que, en el pasado, con algunas chicas habíamos tenido onda; pero que mi falta de confianza me había impedido estar seguro de esto en su momento y por eso había desaprovechado oportunidades. Todo esto le contaba a la señora. Faltaba un diván para que fuera una sesión de psicoanálisis. La señora no ejercía, pero era licenciada en psicología.


Hannibal Lecter también.


Es más, entré tanto en confianza con ella que terminé contándole que me gustaba una de sus hijas, Roxana M.


Esto fue cuando Roxana ya se había ido a vivir a Ushuaia huyendo de Walter N, el violento padre de su hija. Para esa época, poco antes o poco después, mi hermana se separa de Ulises y se va a vivir a La Pampa con mis viejos. Y Claudio G se muda de lo de Graciela a lo de su padre, en Martelli. Por todo esto, dejo de frecuentar San Martín. Porque lo que me había ligado hasta aquel entonces con ella, eran sus hijos.


Pasó el tiempo. Un día, en el trabajo, recibí una llamada telefónica.


—Guille, para vos.


—¿Quién es?


—Una señora.


—¿Mi vieja?


—Qué sé yo, boludo… Atendé…


—Hola…


—Hola, ¿Guillermo?


—Sí. ¿Quién habla?


—Graciela. La mamá de Ulises.


—¡Ah, hola!… ¿Cómo andás?


—Bien, bien… ¿Vos?


—Bien…


—Tanto tiempo…


La verdad es que unos meses sin ver a esta señora no me parecían mucho tiempo, pero dije:


—Sí, tanto tiempo…


—Te llamaba porque le escribí una carta a Silvana y te la quería dar para que se la hagas llegar.


—Si querés, te puedo dar la dirección…


Se rió.


—No, prefiero dártela a vos. Y de paso nos tomamos un café y charlamos un rato, ¿te parece?


—¡Dale!


—¿El martes te queda cómodo?


—Sí, dale, juntémonos el martes.


—Y de paso festejamos el día de la primavera.


—¡Claro!


Me reí.

martes, 13 de marzo de 2012

SODOMA, GOMORRA Y LOS HIJOS DE LOT

       Dedicado a Mateo.
       Génesis, capítulo 19.


   Tres ángeles se separan de Abraham para ir a destruir Sodoma. Solo dos llegan allí. Supongo que el tercero se desvía para hacer cagar a Gomorra.
   En la puerta de Sodoma, encuentran a Lot, sobrino de Abraham. Lot, que aún no tiene idea de para qué vienen los dos chabones a la ciudad, les ruega que paren en su casa. Que duerman y se laven las patas ahí. (1) Ellos declinan la invitación, le dicen que van a dormir en la plaza. Lot insiste. Les rompe tanto las bolas que, finalmente, ellos aceptan. (2)
  Ya en la casa, Lot los invita a morfar; pero antes de que puedan acostarse a dormir, todos los hombres de Sodoma —sí, todos, absolutamente todos, jóvenes y viejos— rodean la vivienda y dan voces a Lot.
   —¿Dónde están los varones que vinieron a ti esta noche? —le dicen—. Sácanoslos, y los conoceremos.
   El lector incauto tal vez piense «Claro, esta buena gente quiere conocer a los ángeles. Tomarse fotos con ellos, pedirles autógrafos, que les bendigan algún souvenir». Pero debemos recordar que, algunas veces, cuando en la Biblia dice conocer, debemos leer empernar. Así es como debemos interpretar esta escena: todos los hombres del lugar, del más grande al más pequeño, apiñados alrededor de la casa de Lot con la viva determinación de culearse a los ángeles —¿Y quién no quisiera? Debe ser un sueño—. Con la viva determinación de sodomizarlos, pues de aquí viene el término. Casi todo el mundo coincide en que este fue el pecado que terminó condenando a Sodoma, cuando la sentencia aún estaba en veremos y los ángeles habían sido enviados por Dios a la ciudad para comprobar si el porcentaje de hijos de puta que la habitaban justificaba su destrucción. Algunos creyentes pacatos discuten esto, sosteniendo que los sodomitas solo querían conocer literalmente a los forasteros, para evaluar si los admitían o no en la ciudad, y que el pecado determinante fue la falta de hospitalidad.
   Como sea, ir a una ciudad y que todos los habitantes te quieran hacer el orto juntos tampoco me parece muy hospitalario. Así que eso no se discute: los sodomitas no eran buenos anfitriones.
   Lot sale a la puerta.
   —Os ruego, hermanos míos, no hagáis esta maldad —le dice a la turba—. He aquí tengo dos hijas que no han conocido varón. Os las sacaré fuera, si os place, y haréis con ellas como bien os pareciere, con tal que no hagáis nada a estos varones. (3)
   ¡Mató la onda! ¡Eso es un padre, carajo!
   Obviamente, los depravados no agarran viaje. Quiero garcharme a un ángel, ¿no entendés? ¿Qué me chupa que tus hijas sean vírgenes?
   —¡Las bolas! —le dicen—. ¡Ahora te haremos más mal a ti que a ellos!
   Y se arrojan sobre Lot para trincárselo entre todos. Pero los ángeles intervienen. Meten a Lot adentro de la casa, cierran la puerta y enceguecen a los atacantes.
   —¿A quién más tienes aquí? —preguntan los ángeles a Lot—. Tu jermu, tus hijas, tus yernos, llevátelos a todos, porque se pudrió el rancho: vamos a hacer cagar fuego a esta ciudad. (4)
   Lot les cuenta esto a sus yernos —que eran prometidos de sus hijas, aún no se las habían garchado—, pero ellos se piensan que es una joda. (5)
    —Ja ja ja, qué hijo de puta este Lot… Siempre el mismo…
   Raya el alba y la familia todavía está en casa. Supongo que Lot sigue intentando convencer a sus yernos de que les habla en serio.
   —¡Dale, boludo! —le dicen los ángeles— ¡Dejá a esos perejiles! ¡Agarrá a tu jermu y a tus hijas y rajá de acá! ¡Si no, te vas a cagar muriendo vos también! (6)
    Pero no hay caso, el otro se tarda. Así que lo tienen que llevar afuera de la ciudad a la rastra.
   —¡Escapa por tu vida! —le dicen—. ¡No mires tras ti! ¡Escapa a la montaña, no sea que perezcas!
   Y Jehová hizo llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra. Y todos los habitantes de las ciudades murieron.
   Y cuando la familia se alejaba del lugar, la mujer de Lot miró tras de sí y se convirtió en pilar de sal, vaya uno a saber por qué. Supongo que para que pueda suceder lo que sucede después.
   Lot y sus hijas huyeron a la montaña y habitaron en una cueva.
   Un día, la hija mayor le dijo a la menor:
  —Nuestro padre es viejo, boluda, y nuestros novios se cagaron muriendo. Pongámoslo en pedo y garchemos con él, así conservaremos de nuestro padre descendencia. (7)
   No olvidemos lo importante que era el tema de la descendencia para la pobre gente de aquella época.
   E hicieron eso: esa noche pusieron en pedo a su padre y la hija mayor se lo garchó. Y él no supo cuándo ella se acostó ni cuándo se levantó.
   Y aconteció al día siguiente que dijo la mayor a la menor:
   —Anoche me garché al viejo. Pongámoslo en pedo esta noche también y garchátelo vos, así conservaremos de nuestro padre descendencia. (8)
   E hicieron beber vino a su padre aquella noche también, y la menor acostose con él. Y él no supo cuándo ella se acostó ni cuándo se levantó.
    Las dos hijas quedaron embarazadas.
   La mayor le puso a su hijo Moab, que significa del padre, la muy cínica.
    La menor le puso a su hijo Ben-ammí, que significa hijo de mi pueblo, haciendo referencia a la endogamia.
  El primero es padre de los moabitas, el segundo es padre de los amonitas. Ambos pueblos, enemigos de los hebreos.


       (1) Génesis 19:2
       (2) Génesis 19:3
       (3) Génesis 19:7, 8
       (4) Génesis 19:12, 13
       (5) Génesis 19:14
       (6) Génesis 19:15
       (7) Génesis 19:32
       (8) Génesis 19:34

martes, 6 de marzo de 2012

EL UMBRAL DE LA LOCURA

Pablo A era amigo de Juan Z. Creo que se habían conocido en la secundaria nocturna. Pablo A era un sujeto extraño, con problemas psicológicos, diagnosticado como psicótico. Había tenido antecedentes, pero los brotes importantes los empezó a tener a partir de la muerte de su abuelo. Afirmaba que su espíritu se le aparecía y se comunicaba con él. Alguien que conozco diría que seguramente esto era verdad. Y que Pablo no veía a su abuelo muerto porque estaba loco, sino al revés: que Pablo estaba loco porque veía a su abuelo muerto. Yo digo ¿quién sabe?… No tengo manera de probar eso ni lo contrario.

Sea como sea, Pablo era —y seguramente sigue siendo— un sujeto extraño. Tanto su aspecto como su comportamiento lo eran. No hay persona a quien le haya mostrado mi álbum de fotos que no se haya detenido en él diciendo: «¿Y este? Qué cara…».

Lo primero que impacta es el modo en que mira a la cámara. Uno ve esos ojos y escucha un viento huracanado detrás.

El segundo impacto lo produce el tamaño de la cabeza, lo largo de la cara, la quijada saliente. Tiene algo de Lovecraft, mezclado con César Banana Pueyrredón, mezclado con Bukowski. Y el pelo de Beethoven.

Con él y con Juan solíamos grabar unos simulacros de programas radiales en joda, algunos de los cuales aún conservo. Pablo tenía un sentido del humor infantil y reiterativo. Podía tararse repitiendo variantes del mismo chiste absurdo o escatológico durante horas. Pero si estaba con alguien que lo guiaba y le ponía límites, era capaz de hacer chistes muy graciosos.

También hacía música, por llamarla de algún modo. Autodidacta, componía sus propios temas. Los padres le habían regalado un sintetizador y se había fascinado con el sonido de órgano de iglesia. Le encantaban los cantos gregorianos y otras cosas por el estilo. Siempre que pienso en él, me lo imagino vestido como el Fantasma de la Ópera, tocando esas melodías desafinadas, tenebrosas y reiterativas en su sintetizador.

A veces le pedía a Juan que lo acompañara con el bajo y pasaban la tarde tocando y grabando esas sesiones. Juan se divertía y le gustaba darle una mano a su amigo, incentivándolo a que hiciera algo creativo. Algunos días se quedaban tocando hasta el anochecer, como en la ocasión que quiero relatar.

Se habían juntado en lo de Juan. Pablo había compuesto algunos temas nuevos, que sonaban iguales a todos los anteriores. A todos les ponía la base de batería electrónica del sintetizador, que sonaba a lata y que, combinada con el sonido de órgano de iglesia, daba como resultado un efecto muy extravagante. Cuando cantaba, lo hacía en un inglés inventado —salvo en un tema que se llamaba Cállate, hijo de perra, en el que repetía cállate hijo de perra, ya no me hables, ya no me escuches, eres un hijo de perra, y así, alternando— e invariablemente había un segmento reservado a uno de sus solos de órgano desbocado, en los que daba rienda suelta a toda su deformidad.

A pedido de Pablo, siempre tocaban con la luz apagada. El sol iba menguando hasta que, finalmente, la habitación solo quedaba iluminada por las luces de la pecera de Juan. Esa tarde, Pablo no hacía chistes. Lúgubre, tocaba con solemnidad. Cuando cayó el sol, le pidió a Juan que dejara el bajo. Le contó que ese día era el aniversario de la muerte de su abuelo y que había compuesto un réquiem en su honor. La sinfonía duró más de una hora. Los sonidos discordantes del órgano sin un esquema aparente. Pablo tocaba con los ojos cerrados. Los dedos crispados, sacudiendo la melena. Juan, que era muy respetuoso del duelo ajeno, no se animaba a interrumpirlo. Se tragó el concierto entero.

Cuando Pablo terminó, se trasladaron al comedor y cenaron en silencio. Ese fin de semana Augusto y Emilia se habían ido a la costa.

Después de la cena, tomaron unos mates. Pablo, como en tantas otras ocasiones, se puso a hablar de su abuelo. Del espíritu de su abuelo. De sus últimas apariciones. De las cosas que le contaba, que le aconsejaba, que le reclamaba. A Juan le duraba el efecto del réquiem a la luz de la pecera. No había sido buena idea invitar a Pablo esa noche.

Algo interrumpió el soliloquio de Pablo. Algo fuera de contexto, inexplicable. Bebés gritando. En el patio, en el techo. Multitudes.
   
El espanto cortó la respiración de Juan los segundos que tardó en darse cuenta de que los bebés eran gatos. Unos segundos en los que estuvo a punto de volverse loco.