lunes, 26 de diciembre de 2011

PALABRA DE DIOS: ADÁN Y EVA

     Génesis, capítulo 1 al 3.

   En el principio, creó Dios los cielos y la tierra. La historia es conocida.
   Dios creó la Tierra, pero no la creó de un tirón: la creó por partes.
   Primero la tierra, sola y a oscuras.
   Después le agregó luz.
   Después separó las aguas de lo seco.
   Después hizo brotar las plantas y los árboles.
  Después de eso, recién después, creó el sol y la luna, que son como lámparas grandes que flotan alrededor de la Tierra, y creó las estrellas. No entiendo cómo había luz el primer día si aún no habían sido creados estos elementos; pero no importa, sigamos.
  Después creó los peces y las aves. Y los bendijo. Sed fecundos y multiplicaos, les dijo, y henchid las aguas en los mares —cómo me gusta decir henchid; y multiplíquense las aves sobre la tierra.
   A garchar que comienza el mundo.
   Después creó los animales terrestres.
   Y recién después de eso, creó al hombre.
   Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza, dijo Dios. No sabemos bien a quién se lo dijo. Pero en esta primera parte, Dios habla mucho con ese Otro, el co-creador.
  Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en sus narices aliento de vida.
   Un hombre. Uno solo. Y lo puso en el jardín de Edén.
   Este jardín estaba lleno de toda suerte de árboles gratos a la vista y buenos para comer. Además del árbol de la vida, y del árbol del conocimiento del bien y del mal.
  De todo árbol del jardín podrás libremente comer, le dijo Dios al hombre (que hasta dentro de un capítulo, no comienza a llamarse Adán —o Adam, según la versión—), mas del árbol del conocimiento del bien y del mal, no comerás; porque en el día que comieres de él, de seguro morirás.
  Respecto a esto último, mi viejo siempre contaba un chiste pelotudo. Decía que Adán se apellidaba Pérez, porque Dios le había dicho: «Si comes de ese árbol, Pérez serás».
  Después, Dios le fue trayendo los animales a Adán, uno por uno, para que este les pusiera nombres. (1)
   —A ver, Adán… ¿Este cómo se llama?
   —Eeeh… Vaca.
   —¿Y este?
   —Eemmmhh… Perro.
   —¿Y este?
   —¿Quedan muchos, viejo? ¿No podemos hacer otra cosa?
  Una vez que Adán le hubo puesto nombre a tooodos los animales del mundo, Dios dijo: No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda idónea para él. Durmió a Adán y le sacó una costilla. De esa costilla, hizo una mujer. Y le trajo esa mujer a Adán, como antes le había traído a los animales.
   Esta vez, hueso es de mis huesos y carne de mi carne, dijo Adán. Esta será llamada Hembra, porque del hombre fue ella tomada.
   Después Dios se fue. A hacer sus cosas, con el Otro, el co-creador.
  Y en un momento en que la Hembra —que no se llama Eva hasta dentro de diecinueve versículos— estaba sola, la encaró la serpiente, que era ladina.
   —Che —le dijo—, ¿así que el viejo no les deja comer de ningún árbol?
  —No —dijo ella—, sí que nos deja. Podemos comer de todos los árboles menos de uno que está en el medio del jardín; porque Dios dice que si comemos de ese, nos vamos a cagar muriendo.
   La serpiente se rió.
  —¿Eso les dijo? Los está verseando, boluda… No se van a morir un carajo. Lo que pasa es que el viejo hijo de puta sabe que si comen de ese árbol, vuestros ojos serán abiertos, y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal.
  Todos sabemos lo que sucedió entonces. La Hembra comió del árbol prohibido, y dio de comer también a su marido. Y ambos se hicieron conocedores del bien y del mal. De lo primero que se dieron cuenta, fue de que estaban en bolas. (2) Y como estar en bolas es malo, ahí nomás cosieron unas hojas de higuera y se hicieron calzones.
  Después escucharon la voz de Dios, que se paseaba en el jardín al fresco del día —y que venía hablando con el Otro, claro—, y corrieron a esconderse entre los árboles.
   Dios llamó a Adán.
   —¿Dónde estás?
   —Acá… —dijo Adán—. No, lo que pasa es que escuché que venías y me agarró cagazo, porque estaba en pelotas…
  —¿Quién te dijo que estabas en pelotas? Vos no habrás comido del árbol del cual te mandé que no comieses
   —La mujer que pusiste aquí conmigo me dio del árbol, y comí.
   La manda al frente sin dudarlo. Háganselo a Julia, como en 1984.
  —¿Qué es esto que has hecho? —le preguntó, entonces, Dios a la Hembra.
   —La serpiente me engañó, y comí —respondió ella.
   Dios los castiga por orden de culpabilidad.
   Primero, a la serpiente.
   —Por cuanto has hecho esto, maldita seas más que toda bestia, y más que todo animal del campo; sobre tu vientre andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida.
  De lo cual podemos deducir que, antes, la serpiente tenía patitas. O flotaba.
   Segundo, a la mujer. La célebre maldición:
  —Haré que sean muchos los trabajos de tus preñeces; con dolor parirás a tus hijos; y a tu marido estará sujeta tu voluntad, y él será tu señor.
   Me gustaría saber qué opina de esto último Gabriela, de Por H o por B, amiga de la casa, que en su blog ha hecho recientemente unos  análisis de cuentos tradicionales infantiles y del papel que desempeña la mujer en los mismos.
   Y por último, Dios castiga al hombre.
   —Por cuanto escuchaste la voz de tu mujer, y comiste del árbol del que te mandé, diciendo, no comerás de él, maldita sea la tierra por tu causa; con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida, y te producirá espinos y abrojos, y comerás de las plantas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado; porque polvo eres, y al polvo tornarás.
  A este tipo —y a esta mina— le debemos nuestra jornada de —con suerte— ocho o nueve horas diarias de trabajo. Porque antes de la cagada que se mandó, bastaba con estirar la mano para alimentarse.
  Y ahora viene una parte muy importante, de la que habla Bakunin en Dios y el Estado.
  He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, le dice Dios al co-creador, conociendo el bien y el mal; ahora pues, no sea que extienda la mano y tome también del árbol de la vida, y coma y viva para siempre.
   Dios no quiere que el hombre se convierta en su par, quiere mantenerlo subyugado. Por eso, lo expulsa del jardín de Edén, y, para guardar su entrada y evitar que el hombre acceda al árbol de la vida, coloca unos querubines y una espada de fuego que daba vueltas por todos lados, vigilando. (3)
   Una espada de fuego sola. Sin mano que la empuñe.
   Re de fantasía heroica.

     (1) Génesis 2:19
     (2) Génesis 3:7
     (3) Génesis 3:24

lunes, 19 de diciembre de 2011

NO LES MIENTAS A TUS HIJOS

   Oído al pasar.
   Saliendo del laburo. A media cuadra. Un muchacho con una sola pierna suele pedir monedas a los autos en la esquina.
   Delante de mí va una nena, de cinco o seis años, de la mano del padre.
  —Pa, ¿cuándo va a comprarse una pierna de plástico ese chico? —pregunta.
   El padre duda. Después de unos segundos, responde:
   —El año que viene.
   No les mientas a tus hijos.

domingo, 11 de diciembre de 2011

¿OTRA VEZ, GUILLERMO?…

   Día de ayer. Tren de la Costa, estación Libertador. Baño público.
 Estoy escuchando God of thunder, de White Zombie, en el MP3 mientras meo. Me lavo las manos. Hago caras frente al espejo. Termina el tema. Apago el reproductor.
   Una voz me habla desde el fondo del baño.
   —¿Tenés hora?
   Dios, cambiá el modus operandi, hijo de puta…
  Una paredcita separa los lavabos de los mingitorios y retretes. Retrocedo un paso para ver a mi interlocutor, sabiendo de antemano de quién se trata.
 Guillermo asoma la mitad del cuerpo desde adentro de uno de los sanitarios.
   Contacto visual. Repite.
   —¿Tenés hora?
   —¿Otra vez, Guillermo?… —le pregunto.
  Parece que no me escucha. O es uno de esos muñecos a los que les apretás la panza y dicen lo mismo una y otra vez. Se señala la muñeca.
   —¿Tenés hora?
   —¿Otra vez, Guillermo?… —repito.
   Cae.
   —¿Te conozco?
   ¿Te olvidaste de mí? Pensé que ya éramos amigos.
   —Comprate un reloj, Guillermo —le digo, y me río.
   Sonríe. Me da la impresión de que cada vez le faltan más dientes. Mira hacia un costado como pidiéndole explicaciones a la cámara. Creo que él también escucha las risas grabadas.
   Salgo del baño. Voy al patio de comidas. Me pido un té con leche y un tostado. Comienzo a escribir esto en mi cuaderno. «Creo que él también escucha las risas grabadas» me parece un buen remate. Pero no sé si esto terminará acá, porque pienso pasar por el baño antes de irme. Depende de vos, Guillemo. Esto lo estamos escribiendo juntos.
   De nuevo a los mingitorios. Asomando del sanitario, media cabeza y un ojo. Alimaña descarnada de la noche. Gollum urbano.
   Meo.
   —Perdón, eh… —dice levantando la mano en son de paz.
   El mismo diálogo de la última vez. Estoy pensando que es un muñeco con cuatro botones en la panza —¿Tenés hora?, ¿Te conozco?, Perdón y ¿Le tenés miedo a esto?— cuando me sorprende con una nueva línea.
   —Si querés, me das una patada en los huevos y listo, eh…
   Vaya que eres un enfermito, muchacho…
   Río.
   Me lavo las manos. Me alejo. Vuelvo a escuchar su voz.
   —¿Te parece grande?
   Ahora la encuesta es otra.

domingo, 4 de diciembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Capítulo Final)

   —Hola. ¿Augusto?
   —Hola, Guillermo. ¿Cómo estás?
   —Bien…
   —Vos siempre estás bien…
  Me quedé. Me pareció que estaba bromeando, pero no entendía el sentido del chiste. Prosiguió.
   —A esta altura nos conocemos de sobra. Vos a mí y yo a vos.
  No bromeaba. El tono era grave. Yo seguía sin entender qué estaba sucediendo. No me dio tiempo a preguntar nada.
   —Te lo digo en serio: no quiero que nos molestes más. Ni a mí ni a mi familia —dijo, y me cortó.
   Seguí unos segundos con el tubo en la mano, sin terminar de caer.
   Esa noche, lo fui a buscar a Juan a la salida de la escuela nocturna en la que él estudiaba. Me dio vuelta la cara. Me quedé parado viendo cómo se tomaba el colectivo sin haberme dirigido una palabra. Aguzando el oído, casi llegaba a escuchar la musiquita de La dimensión desconocida.
   Llamé un par de veces más. Atendió Augusto. Corté.
   Até cabos y saqué la conclusión de que este tipo creía que era yo el que se metía en su casa utilizando técnicas de control mental, para succionarles energía a él y a su familia. La idea me parecía totalmente descabellada, pero otra cosa no se me ocurría. Y recordaba lo raro que Augusto se había comportado la última vez que nos habíamos visto.
   Le conté mi teoría a un amigo, Mariano M.
   Me miró extrañadísimo.
   —Boludo, ¿no pensará que te drogás y que sos una mala influencia para el hijo?
   Consideré la idea.
   —No creo…
   —O que sos puto y te lo querés levantar…
   —Que en vez de chuparle la energía a la familia, le chupo la pija al hijo. Te entiendo, lo tuyo parece más creíble; pero me parece que es lo que digo yo.
   No sólo dejó de hablarme la familia, sino también la gente que yo había conocido a través de ellos. Así: de un día para el otro. Todo un círculo de personas.
   ¿Por qué no fui a tocarles el timbre para pedirles explicaciones?
   Timidez. Supongo.
   Tampoco me parece que sea muy prudente tocarle el timbre a un tipo que cree que sos un vampiro energético y tiene una pistola en la guantera.
   Les mandé una carta a modo de despedida. Una carta medio lastimera, como era mi estilo en esa época. Obviamente, no recibí respuesta.
  Pasó el tiempo. ¿Cuánto? Meses, un año. Un día sonó el portero eléctrico en casa y atendió mi hermana. Puso cara de extrañeza.
   —Es Juan —me dijo.
   —¿Juan?
   Bajé a recibirlo. Me saludó como si no hubiese sucedido nada. Como si hubiésemos estado distanciados un tiempo, pero por motivos razonables. Nos contamos, superficialmente, qué había sido de nuestras vidas, a quién habíamos visto, a quién no. Nos burlamos de Germán P. Después me informó el objeto de su visita.
   —Te vengo a devolver los libros Elige tu propia aventura que le habías prestado a mi hermana. ¿Te acordás?
   —No, no me acordaba. No hacía falta, boludo… Yo ya no los leo.
   —Tomá, boludo, es lo que corresponde: son tuyos.
   —Como quieras…
   Comenzó a despedirse.
   —Bueno, Guille, hablamos…
   —Dale… Llamame vos, porque yo no sé si llamarte…
   Se quedó unos segundos en silencio.
   —A veces creo que me estoy volviendo loco… —Me tendió la mano. Se la estreché—. Te llamo.
   Otra vez. ¿Por qué no le pregunté abiertamente?
   Timidez. Miedo a confrontar.
    Pero el tiempo pasó y me hice más duro.
  Me corté la chotame cogí a una viejaconviví con alienados, me mordió un perro, me operé un pulmón, me atravesé un dedo con una reja. Cuando volví a cruzarme con Juan Z, a comienzos de este año, yo ya no era el mismo tipo.
   Aunque parezca increíble, con él me pasó lo mismo que con Guillermo el exhibicionista: me lo volví a encontrar justo cuando comenzaba a escribir el borrador de esta historia. Este blog tiene la propiedad de resucitar muertos.
  Fue en el patio de comidas del Coto de Libertador, en Olivos. Lo reconocí al instante, estaba prácticamente igual. Tal vez un poco más parecido al padre que cuando éramos chicos. Mi primer impulso fue ir a encararlo. Estaba atravesando una etapa de cambios en mi vida, en la que le di cierre a un montón de cuestiones pendientes, y no pensaba desaprovechar esta oportunidad. Pero había una chica con él y no me pareció adecuado abordarlo en esas circunstancias.
   Igualmente, después de hacer mi pedido, me instalé en una mesa desde la que podía observarlo con comodidad. Tomé mi té, me puse a leer. Cada tanto lo miraba. Después me enfrasqué en la lectura y dejé de prestarle atención. Hasta que se hizo la hora de seguir mi camino. Levanté la vista. La chica estaba sola. Probablemente, Juan había ido al baño. Y yo tenía ganas de mear. Bien, bien, bien, me dije, el destino así lo quiere.
   No parecía sorprendido de encontrarme. Evidentemente, él también me había visto en el patio de comidas. Otra vez me saludó como si nada y nos pusimos al día con nuestras vidas. Habían pasado doce años desde la última vez que nos habíamos visto. Él había estado viviendo en Ecuador, enseñando computación a chicos de una escuela de frontera. Me pareció muy lindo que se hubiese dedicado a eso. Allá había conocido a su pareja, la chica que lo estaba esperando en la mesa, y los dos se habían venido a vivir a Buenos Aires hacía apenas unas semanas. Hablamos de cómo se estaban adaptando al ritmo de la ciudad, al cambio de clima. Le conté algunas cosas mías. Y la charla empezó a volverse intrascendente. Otra vez a quién viste, a quién no. Pero en esta ocasión no me iba a ir sin obtener lo que me proponía, o al menos intentarlo.
   —¿Tu viejo sigue con el tema de los bajos astrales?
  Ya estaba incómodo antes. Mi pregunta lo incomodó más aún. Se rió nervioso.
  —No… ¿Te acordás?… No, ya no anda en eso… Mi vieja y mi hermana hacen reiki, pero de los bajos astrales ya no se habla más.
   Había metido una cuña para abrir el camino. Ahora, al asalto directo.
   —¿Tuvo algo que ver con el tema de los bajos astrales el que tu viejo me cortara el teléfono aquella vez y ustedes se distanciaran de mí como se distanciaron?
   Creo que no se esperaba algo tan frontal. Seguía riéndose de nervios. Se movía mucho. Un pasito para un lado, un pasito para el otro. El bailecito, como le decía un director de teatro con el que trabajé, cuando en el escenario los actores se movían de más por inseguridad.
   —¿Eh?… No… Nada que ver… No fue por eso… No me acuerdo… ¿Mi viejo te cortó?
   —Sí.
   Reproduje la conversación de aquella vez.
   —¿Eso dijo?
  —Sí. ¿Yo era muy pesado, Juan? ¿Iba demasiado a tu casa? ¿Molestaba?
   —No… —Mencionó a un conocido—. Fulano sí, por ejemplo. En las vacaciones se instalaba en casa y no lo sacabas más. Hasta que un día le tuve que decir. Pero vos no… Nada que ver…
 Listo. Descartada la hipótesis más razonable. Él podría haberla aprovechado de excusa. Pero no lo hizo.
   —¿Y entonces?
   —No me acuerdo…
   Bien. El sujeto se niega a colaborar. Vamos a tener que golpear más fuerte.
   —¿Y el día que caíste de la nada en casa para devolverme los Elige tu propia aventura que le había prestado a tu hermana? ¿Te acordás?
   —Sí… Creo que sí…
   —Ese día me dijiste que a veces creías que te estabas volviendo loco.
   —¿Eso te dije?
   —Sí, me dijiste eso.
   Reproduje el diálogo. Tengo una caja negra en la cabeza.
   Se rió.
   —Sí… No sé… No me acuerdo… Tal vez lo dije por mi viejo… No sé…
   O.K. ¿Más duro? Mirá que tengo un Plutón fuerte, Juan, y puedo ser más escorpiano que un escorpiano.
   —¿Vos te acordás de que tu viejo se metió al río con el agua hasta el pecho y se puso el arma en la boca?
   Se rió.
   —¿Eh?
   —Y decía que había sido manipulado por bajos astrales. Me lo contó a mí, pero creo que a vos te lo había contado también. ¿No?
   —Sí… Creo que sí…
  —Me parece que tu viejo se estaba sugestionando demasiado con el tema, y por una charla que tuvimos una vez, de vampirismo energético, llegué a la conclusión de que me cerró la puerta de su casa porque creía que yo les chupaba energía. Salvo que fuera porque era muy cargoso y los visitaba demasiado seguido.
   —No sé, Guille… Te juro que no me acuerdo… Pasó mucha agua bajo el puente.
   Diablos, vaya que eres un hueso duro de roer…
   Era evidente que no iba a sacar nada en limpio. Le quité la lámpara de la cara y lo desaté de la silla.
   —Bueno, ya no importa, Juan. Es como decís vos: ya pasó mucha agua bajo el puente. Solo que hubiese querido saber de qué se trataba. Pero da igual.
  Volví a los temas intrascendentes. Le señalé que se había elegido un lugar muy ruidoso para merendar. Lleno de máquinas de videojuegos, el único lugar de la Tierra en el que siguen existiendo.
   —Hay que volver a adaptarse a tanto ruido después de haber vivido allá, ¿no?
   Esta vez no prometimos llamarnos.
  Nos estrechamos la mano, nos palmeamos el hombro, nos deseamos suerte.
   Que el agua nos lleve. Estamos en paz.