Año 2000. Claudio G ya no vivía con su madre, pero la visitaba seguido. En una de esas ocasiones, conoció a Natalia D, que vivía en uno de los departamentos de planta baja. Pegaron onda y al tiempo se pusieron de novios.
Pronto comenzaron a tener problemas con un vecino del edificio, un muchacho de treinta años que vivía con su pareja en el segundo piso. El tipo se quejaba de que ellos se ponían a transar en la escalera y dificultaban el paso. Cada vez que volvía de la oficina, se los cruzaba. Ellos, en pleno éxtasis romántico, hacían oídos sordos a las quejas y seguían con su rutina amatoria. El tipo acumulaba presión.
Un día se quejó de otra cosa. La agarró a ella sola en los pasillos y la acusó de haberle robado ropa a su mujer. Ropa que había estado tendida en la terraza, secándose, y había desaparecido.
Natalia D le contó el episodio a Claudio G. Claudio G se indignó sobremanera. Y decidió intimidar al vecino.
En aquel entonces, Claudio G era flaquito, aún no se había vuelto adicto al ejercicio muscular. Y era, y sigue siendo, de estatura media tirando a baja. Solía agarrarse a trompadas, y era un luchador encarnizado; pero si sólo se trataba de intimidar, su contextura no lo ayudaba. Como la idea era sólo intimidar, sin dar golpe alguno, creyó oportuno pedirle ayuda a su hermano. Ulises M era más alto que él, más grande de edad y un poco más fornido. Y tenía más experiencia en eso de andar intimidando gente. Teniéndolo de escolta, la tarea iba a ser más fácil.
No fue necesario pedírselo dos veces. A Ulises M, este tipo de asuntos lo entusiasmaban como los juguetes a un niño. Unas horas después del pedido, ya estaba en la puerta del edificio, listo para la faena.
—¿Qué piso es?
—El segundo —respondió Claudio.
—Vamos.
—Acordate, vos dejame hablar a mí. Y si el chabón no se retoba, vos no haces nada, eh…
—Sí, sí…
Ulises tomó la delantera. Subía los escalones de a dos.
—¿Qué departamento?
—El D.
Ulises se rió.
—Uh, justo abajo del de mamá…
Fue el primero en llegar frente a la puerta. Y apenas llegó, tocó el timbre. Se dio vuelta y sonrió. Los ojos verdes relampaguearon.
—Si pregunta quién es, voy a decir que soy el cartero —dijo.
No hizo falta. Antes de que Claudio pudiese repetirle a su hermano que se quedara al margen, la puerta se entreabrió. Y Ulises terminó de abrirla de una patada. El dueño de casa recibió el impacto y retrocedió tambaleando. Ulises avanzó de una zancada. Se metió la mano en la camisa, sacó un revólver y, antes de que el otro pudiera recuperar el equilibrio, lo golpeó con el cañón en la cara, derribándolo.
Claudio paralizado en la entrada. Nada de esto estaba en los planes. Menos que menos el arma. Luego de un segundo de reprocharse a sí mismo el no haber previsto que algo así sucedería, entró al departamento y cerró la puerta tras de sí. El baile había comenzado, no quedaba otra que bailar.
Se quedó quieto. El corazón retumbándole en el pecho y en las sienes. Los ojos en el departamento, los oídos en el pasillo. La imagen congelada. El tipo en el piso. Descalzo, sin remera. Una mano sobre el pómulo, la otra mostrando la palma, en señal de sumisión. Como un animal. Su hermano, otro animal, apuntándole con el arma a la cabeza.
La mujer irrumpe en escena, gritando. Se interpone entre su pareja y el revólver. Está en corpiño y bombacha. Por esas cosas raras de la cabeza, Claudio piensa: Natalia le robó la ropa.
—¡¿Qué hacés en mi casa, hijo de puta?! —grita la mina.
Ulises no responde. Habla a través de ella, como si no existiera.
—¿Vos te hacés el pulenta, gil?
Se pasa el arma a la mano izquierda y con la derecha intenta golpear al tipo por arriba del hombro de la mujer. El tipo ya está de pie, medio encorvado. La mujer, erguida, como si quisiera detener a Ulises con los pechos. Los tres hacen un bailecito extraño. Ella siempre en el medio. Ulises se cambia el arma de mano y tira golpes por arriba de los hombros de ella, ahora el derecho, ahora el izquierdo, pero sin tocarla. El tipo esquiva, haciéndose chiquito. Giran hacia un lado, giran hacia el otro, en bloque. No hay música. Las bravatas de Ulises, los gritos de la mujer.
—¡Te escondés detrás de tu mina, maricón!
—¡Andate, hijo de puta!
—¡Mirala! ¡Tiene más huevos que vos, cagón!
El lunes, Claudio me llamó al laburo.
—Te tengo que pedir algo extraño. Necesito que la busques a Natalia y la traigas a lo de mi viejo.
Me reí.
—¿Qué es? ¿Un paquete?
—No, boludo… Lo que pasa es que en la casa no tienen teléfono y no tengo manera de comunicarme con ella.
—¿Y por qué no la buscás vos?
—Hubo un problema, después te explico… Por unos meses no voy a poder pintar por el edificio.