Llegó el martes. Tenía cita con la señora a las ocho de la noche. Habíamos quedado en encontrarnos en Chacarita, en los alrededores de la estación Lacroze. A metros del cementerio. Muy sugerente.
Llegué temprano. Había calculado cierto margen de seguridad por si me demoraba en el laburo. Esperé en las cercanías de los puestos de flores. Sentado en el piso, contra un poste, escuchando el walkman.
¿Qué estaba escuchando?
No lo recuerdo. Así que puedo musicalizar a gusto. Podría estar escuchando Pink Floyd, ponele. Pigs (Three Different Ones), del disco Animals. Imaginemos la escena con ese tema de fondo.
Ella llegó puntual. Tal vez unos minutos antes. Bajó del colectivo con una sonrisa de oreja a oreja. Me puse de pie, al tiempo que me sacaba los auriculares. Pero no quitemos la música. Dejemosla bajita. Incidental.
—¡Hola!
—¡Hola!
Mejilla con mejilla, beso al aire.
—¡Feliz día de la primavera! —me dijo. Miró alrededor. Señaló con ambas manos los puestos de flores—. ¡No me compraste ni un ramito! ¡Estuviste flojo, eh!…
Se rió.
Me reí. No me hice cargo. Para nada.
—¿Adónde vamos? —me preguntó.
—No sé… A donde quieras…
—¿Siempre sos tan decidido?
—Sí.
Me reí.
—Vamos caminando para allá —dijo—, ¿te parece?
—¡Dale!
Echamos a andar por Avenida Corrientes hacia el lado de Almagro. Graciela había venido vestida con ropa ajustada, que destacaba sus formas. Tenía el cuerpo firme. Como se suele decir de mujeres de su edad —cual si se hablara de pickles en salmuera—, se conservaba bien. La actividad física, el taekwondo, ayudaba mucho. Sólo su rostro exhibía señales del paso del tiempo: las arrugas que lo cruzaban y que le daban, aun cuando sonreía, una expresión de amargura. No solía pintarse mucho. Un toque en los labios y en los ojos, destacando la mirada penetrante, dándole un aire más sombrío. El cabello largo, lacio, negro. De bruja. De india. Era hija de un inmigrante italiano y una toba, o una mapuche, no lo recuerdo.
Había venido con ropa ajustada, repito. Pero eso no activó mis señales de alarma, ni mucho menos. Ella siempre se vestía así. Era lo que vulgarmente se denomina una pendevieja. Solía salir a bailar con sus hijas y arrebatarles las conquistas de boliche. Era una hembra devoradora que competía con sus crías. Y como tal, solía enfundarse con animal print. A veces una blusa, a veces un pantalón. La ropa interior, incluso. Porque era una fiera en busca de carne joven, de sangre caliente.
Esa noche no tenía nada de animal print, estoy casi seguro. Pero pongámosle un pantalón con pintas de leopardo, porque queda mejor con la escena. Y no olviden que de fondo sigue sonando Animals, de Pink Floyd. Ahora está sonando Sheep, ponele. Y al lado de la pantera voy caminando yo, el corderito. O, mejor aún, imagínenme como un cervatillo recién parido, las piernas temblorosas, cubierto de líquido amniótico, que apenas puede desplazarse. Un cachorro que aún no sabe nada sobre juegos de seducción. Un animalito aún sin olfato para captar la lascivia que flota en el aire en ese momento, rodeándolo, impregnándolo. ¡Pobre criatura de Dios!
Entramos a un bar cercano a la estación Gallardo. Charlamos. Nos pusimos al día con nuestras vidas. Me habló sobre Roxana y Jennifer, viviendo en Ushuaia, adaptándose al cambio. Sobre Walter N, otro predador, que husmeaba el aire buscando el rastro de su antigua hembra y su cría; le habían mentido, diciéndole que se habían mudado a Córdoba, a casa del padre de Roxana, un macho aún más dominante que Walter y a quien, un día, le había roto la cabeza a golpes de puño enfundado en manopla. Me habló del taekwondo —practicaba y daba clases—, de su trabajo en la municipalidad de San Martín. Por mi parte, probablemente hablé mucho de mi tío hijo de puta y del disgusto que me provocaba trabajar para él, ya que ese era un tema muy recurrente en mis conversaciones de esa época, pobre cervatillo.
Seguramente, me preguntó:
—¿Y las chicas?
—Igual que siempre —habré respondido, con tono entre melancólico e irónico. Le habré hablado de alguna amiga de la que estaba enamorado. Siempre me enamoraba de amigas. Pero no les avisaba, por supuesto.
Y ella me habrá escuchado con atención, asintiendo, con ternura en la mirada sombría. Y me habrá dedicado palabras de ánimo. Tal vez, incluso, me haya dicho:
—Si sos un chico muy lindo…
Pero mis señales de alarma permanecían, aún, desactivadas. ¿Qué tenía enfrente? Una señora, macanuda, buena onda, vestida de leopardo, la ropa ceñida al cuerpo, escote pronunciado, preocupándose por mí, tratando de infundirme esperanzas.
—¿Vamos a caminar? —me propuso.
—¡Dale! —dije.
Y salimos a pasear por la zona. Seguimos charlando. De bueyes perdidos, de literatura, de psicología. Agarramos por las calles de adentro. Llegamos a Parque Centenario.
Penumbra. De a poco, la música de Pink Floyd ha ido bajando hasta desaparecer, dejando como sonido predominante el canto de los grillos y nuestras voces, cada vez más calmas y pausadas, como por contagio de la atmósfera del lugar.
Nos sentamos en un banco, frente al lago artificial, y los silencios se hicieron más largos, mientras mirábamos el reflejo de la luna quebrándose sobre el agua. Y mis señales de alarma seguían desactivadas, pobre jovencito ingenuo.
Después de un silencio especialmente largo, Graciela comenzó a hablar. No recuerdo las primeras frases. Fueron pocas. Culminó diciendo que tenía ganas de estar conmigo. Y preguntándome si yo sentía lo mismo.
¿Estar conmigo? ¿De qué habla? Si estamos acá, juntos…, fue lo primero que pensé.
Pausa.
Diablos…
Alarma. Sirena de nave espacial averiada. Todo Parque Centenario iluminado por una luz roja que se enciende y se apaga. Lentamente, volteo la cabeza y la miro. Un montón de flechas luminosas la señalan. Muchas. La rodean como esas cosas que parecen espadas a la Virgen. Y arriba, enorme, parpadeando, un cartel de neón que reza:
¡EH! ¡TE ESTÁ TIRANDO ONDA, CERVATILLO!
Su mirada interrogante clavada en la mía.
Y mi respuesta:
—No…
Su cara se desarma. La voz se le quiebra. Me pregunta por qué.
Le digo que no sé. Que, simplemente, no siento lo mismo que ella.
—¿Es por la edad? —me pregunta.
—No… —le digo—. No sé… Es que no lo siento…
Lagrimea.
Se me hace un nudo en el estómago.
Me levanto.
—Vamos… —le digo—. Te acompaño…
Damos unos pasos en silencio. Miro hacia delante. No puedo sostenerle la mirada.
Se acerca a mi cuerpo con una risita de duende travieso. Me da un beso húmedo en la oreja. Se me erizan los pelos de la nuca. La separo de mi cuerpo.
Rompe en llanto. Se cubre el rostro con las manos.
Me quedo a su lado sin saber qué hacer. Apoyo mi mano tímida en su hombro.
—Perdoname…
Sigue llorando un rato. Después se seca las lágrimas.
—Vamos… —dice.
Volvimos en silencio. La acompañé hasta la parada de su colectivo. Antes de subir, me atravesó con sus ojos negros y me saludó con la mano.
—Chau…
No la volví a ver por varios meses.