Gabriel era gay. Tenía cincuenta años y un aire a Woody Allen, pero más demacrado. Vivía en el edificio de Graciela.
Un día subió a la terraza a tender la ropa y se cruzó con Ulises, que justo salía del cuartito de las escobas.
A la tercera vez que sucedió lo mismo, Gabriel comenzó a sospechar lo que Ulises hacía en el cuartito.
A la quinta, se animó a preguntar.
—Hola, mi nombre es Gabriel. Disculpá que te pregunte, no te quiero ofender. ¿Vos dormís ahí?
Ulises le explicó su situación. Le habló de la casa tomada, del desalojo, de la mala relación con su madre.
En aquel entonces, Gabriel vivía solo. Salir del armario le había valido el desprecio de la que fuera su mujer y madre de su hija, un pequeño monstruo de seis años que ejecutaba con igual destreza el violín y la ironía. Luego había tenido un par de parejas gay, pero la convivencia no había funcionado. Movido por la piedad, y por otro tipo de impulso, decidió invitar a Ulises a vivir en su departamento.
Como he contado en otro lado, Ulises se decía heterosexual; pero en un tiempo se cogía a un viejo por plata. Con Gabriel, como más tarde con Roberto, el intercambio sería sexo por alojamiento y comida.
Cuando Ulises entró en confianza —no es algo que le costara mucho: a los dos días, ponele—, tomó por costumbre llevar a sus amigotes a la casa.
Primero a Camilo, quien también se hizo acreedor de la misericordia de Gabriel.
—¿Ese chico duerme en un auto? Decile que venga a dormir acá, las veces que quiera.
Y así fue: Camilo pasaba algunas noches con ellos, en el departamento, sin necesidad de pagar con sexo el favor de su anfitrión.
Después se sumó Walter.
Walter había sido pareja de Roxana, hermana de Ulises, con quien había tenido una hija. Era un macho más feroz que Ulises. El alfa de la manada. La amistad con él consistía en sometérsele dócilmente.
Él no se quedaba a dormir, sólo pasaba de visita de vez en cuando.
Por extraño que parezca, Gabriel se enamoró de él. Bueno, no necesariamente les parecerá extraño a ustedes. A mí me parece extraño.
¿Por qué?
Porque yo nunca me enamoraría de Walter. Lo que me generaba era miedito. Si me lo hubiera cruzado en la calle por la noche, habría cambiado de vereda. Si me lo hubiera cruzado en un desierto, me habría enterrado a mí mismo en la arena para escapar de esos ojos fieros, inyectados en sangre.
Pero en fin, yo soy yo y Gabriel era Gabriel, y las cosas son así: hasta Barreda consigue pareja.
¿Qué nos lleva a relacionarnos con cierta gente y no con otra?
De pronto nos cruzamos con alguien, fortuitamente —¿fortuitamente?—, y nos vinculamos con él, y con su mundo. Y él se vincula con nosotros y con nuestro mundo. Y ambos mundos se vinculan, independientemente de él y de nosotros, incluso. Se da una multitud de interrelaciones, algunas de las cuales escapan a nuestra influencia. Cada componente que se vincula modifica y es modificado. Nada queda igual después de todo esto, para bien o para mal.
Pero más allá de lo fortuito del encuentro, y de que el encuentro haya sido o no fortuito, yo podría cruzarte y optar por no relacionarme con vos. O, simplemente, no registrar tu existencia.
Sin embargo, lo hago: te capto y decido vincularme.
¿Por qué?
Una tarde, Gabriel llegó al departamento y encontró todo revuelto. Alguien había vaciado el contenido de los cajones en el piso, evidentemente buscando objetos de valor. Acto seguido, se percató de que faltaban el televisor, la videocasetera y la computadora. Entonces, escuchó un ruido en la cocina y fue corriendo hacia ahí. Llegó a tiempo para ver una pierna que desaparecía a través de una claraboya que daba a la terraza. Nunca supo que esa pierna era de Camilo.
Días más tarde, Walter cayó borracho al departamento.
Gabriel estaba solo.
—¡Hola! ¿Cómo andás? Los chicos no están, pero pasá…
Walter lo violó.
Después se puso a romper los muebles y a saltar sobre la mesa mientras cantaba: «Oléee olé olé oléee… Puutooo, puutooo…».