domingo, 28 de diciembre de 2014

IR A POR LANA Y SALIR AHORCADO

Ester, capítulo 6 al 9.


Aquella noche, el sueño huyó de Jerjes, por lo cual mandó que trajeran el libro de las crónicas reales y que lo leyeran en su presencia. De modo que sus siervos, como padres contando cuentos al hijo para que se duerma, fueron narrándole diferentes sucesos: que en tal año el rey ganó tanta guita, que en tal año conquistó tales tierras, que en tal año derrotó a Leónidas de Esparta, que en tal año se peleó con la reina… Y así hasta que llegaron al episodio de Mardoqueo salvando a Jerjes del atentado en su contra planeado por los centinelas de la puerta. (1)

—¿Y cómo se premió a este hombre? —preguntó Jerjes.

Los siervos se miraron entre sí, con cara de «ni idea…». Hojearon un cacho el libro buscando la respuesta —lo hojeaban entre varios porque era un libro grandote—.

—Parece que de ningún modo, señor —dijo uno—. Acá no dice nada… (2)

—¡¿Pero cómo?! —exclamó Jerjes—. ¡Hay que corregir esto inmediatamente!

Entre una historia y otra, ya había amanecido. Y Hamán llegaba al aposento real para pedir a Jerjes que Mardoqueo fuera colgado en la horca que había hecho preparar para él.

—¿Quién está ahí afuera? —preguntó Jerjes.

—Hamán, señor —respondieron los siervos.

Que entre —dijo Jerjes. Los siervos lo hicieron pasar—. ¡¿Cómo andás, amigo?! Te hago una pregunta. ¿Qué debe hacerse por el hombre que el rey se complace en honrar?

«Este me debe querer homenajear a mí», pensó el boludo de Hamán, (3) y respondió:

Para el hombre que el rey se complace en honrar, tráigase uno de los trajes que el rey viste, y el caballo en que monta el rey. Y dense el traje y el caballo en mano de uno de los príncipes más nobles del rey, para que vista así al hombre que el rey se complace en honrar, y le haga pasear a caballo por las calles de la ciudad, y pregone delante de él: ¡Así se debe hacer al hombre que el rey se complace en honrar!

—Genial —dijo Jerjes—, me encantó. Apurate, agarrá uno de mis trajes y mi caballo, y hace eso con el hebreo Mardoqueo, el que se sienta en la puerta del palacio. Que no falte un detalle, hacé tal cual dijiste. (4)

Así hizo, pues, Hamán. Y, luego de tamaña deshonra, se fue precipitadamente a su casa, lamentándose y con la cabeza cubierta.

Más tarde, Jerjes y Hamán fueron al segundo banquete de Ester. Y Jerjes volvió a preguntar:

¿Cuál es tu petición, oh reina Ester? Hasta la mitad del reino te será otorgada.

A lo cual respondió Ester:

¡Si he hallado gracia en tus ojos, oh rey, y si al rey le place, séanme concedidas mi vida y la de mi pueblo! ¡Porque hemos sido entregados, mi pueblo y yo, para que nos exterminen!

—¡¿Qué?! —dijo Jerjes—. ¡¿Quién fue el hijo de puta que hizo eso?!

—¡Hamán! —dijo Ester, señalándolo acusadora. (5)

Así fue como Hamán se enteró de la cagada que se había mandado. Ya que, hasta ese momento, Ester seguía ocultando su origen hebreo, a pedido de Mardoqueo.

Lleno de ira, Jerjes se levantó de la mesa y salió al jardín del palacio, intentando sosegarse un poco. Mientras tanto, viendo que su destino pendía de un hilo, Hamán rogó a Ester por su vida. Cuando Jerjes volvió al salón, Hamán, con el rostro bañado en llanto, se había dejado caer sobre el lecho en el que se reclinaba Ester.

—¡¿Y ahora el hijo de puta se quiere violar a mi mujer en mi propia casa?! —dijo Jerjes. (6)

Pónganse las pilas, guionistas bíblicos, este equívoco parece de película de Olmedo y Porcel.

Para colmo de males, en ese momento, entró al salón un eunuco re botón diciendo:

—¡Patroncito, patroncito! ¡Hamán preparó una horca para colgar a Mardoqueo, que tanto ayudó al patroncito! (7)

Ese fue el tiro de gracia.

¡Colgadle a él mismo en ella! —ordenó Jerjes.

Así lo hicieron y eso apaciguó la ira del rey.

Luego de esto, Jerjes entregó a Ester la hacienda de Hamán. Y Ester reveló su parentesco con Mardoqueo, por lo cual este fue recibido por Jerjes con todos los honores.

¿Final feliz?

Aún no. Porque los decretos sellados con el anillo del rey eran irrevocables. De modo que la orden de exterminar a los hebreos el día trece del mes de Adar seguía en pie, por más que le pesara al mismísimo rey.

¿Cómo podré yo ver el mal que alcanzará a mi pueblo? —se lamentaba Ester—. ¿Y cómo podré ver la destrucción de mi parentela?

—Vamos a hacer una cosa —dijo Jerjes—: ustedes redáctense lo que se les ocurra que pueda servirles de ayuda, y yo les doy mi anillo para que lo sellen. —Le quitó el anillo al muerto y lo lanzó hacia Mardoqueo—. ¡Atajá! Quedátelo, cualquier cosa te lo pido. (8)

Mardoqueo, pues, escribió que el rey había concedido a los hebreos que en cada ciudad se reuniesen y se pusiesen sobre la defensa de sus vidas, exterminando toda la fuerza armada del pueblo o provincia que les acometiese, junto con sus niños y sus mujeres, (9) el día trece del mes de Adar. Y se enviaron copias del edicto a todas las provincias del reino.

Finalmente, el día en que los enemigos de los hebreos esperaban tener el dominio sobre ellos, sucedió todo lo contrario: fueron los hebreos quienes tuvieron el dominio sobre sus enemigos. Y mataron de ellos a setenta y cinco mil quinientos. (10)

Por la noche, entre arrumacos, Ester le pidió a Jerjes permiso para seguir masacrando a sus adversarios al día siguiente.

¿Cómo negarle algo a la luz de sus ojos?

—Lo que vos quieras, preciosa… —dijo Jerjes. (11)

—¡Gracias! —dijo Ester—. ¡Sos un amor!


(1) Ester 6:2
(2) Ester 6:3
(3) Ester 6:6
(4) Ester 6:10
(5) Ester 7:5, 6
(6) Ester 7:8
(7) Ester 7:9
(8) Ester 8:2, 8
(9) Ester 8:11
(10) Ester 9:6, 16
(11) Ester 9:12-15

domingo, 14 de diciembre de 2014

MALENTENDIDO

Cuando sus hijos eran chicos, Alejandro tenía un videoclub. A veces, llevaba a los pibes al local. Si se ausentaba por un rato, para hacer algún trámite o alguna compra, les daba instrucciones de que no abrieran a nadie y los dejaba viendo una película infantil. Un día, al regresar, notó que las películas pornográficas estaban un tanto desordenadas, como si alguien las hubiese manipulado durante su ausencia. Al tiempo, ocurrió lo mismo y Alejandro comenzó a sospechar que sus hijos aprovechaban sus salidas para ver pornografía.

Queriendo confirmarlo, decidió tenderles una trampa: les dijo que estaría afuera una hora, se fumó un pucho en la esquina y volvió minutos después.

Abrió la puerta de golpe. Encaró derecho para el fondo. Oyó los gritos susurrados de sus hijos y ruido de cosas que caían. Cuando llegó a la trastienda, los dos mayores —de ocho y nueve— lo esquivaron y salieron corriendo.

—¡Ey! —dijo Alejandro—. ¡Vengan para acá, pendejos de mierda!

Pero los pibes alcanzaron la puerta y huyeron del local.

A Martín —de cuatro años—, en cambio, Alejandro lo encontró paradito junto a la videocasetera, muy tranquilo. A sus pies, descansaba la caja de la porno que sus hermanos no habían llegado a sacar del aparato.

—¡Estaban mirando una película porno! —interpeló Alejandro, algo desconcertado por la actitud impasible del niño.

—¡No, papá! —dijo Martín, con una expresión de sorpresa tan genuina que dejó a su padre más desorientado aún.

—Ah, ¿no? —dijo Alejandro. Levantó del piso la caja del video y la mostró a su hijo—. ¿Y esto qué es?

—Es una película de una señora que le chupa el pito a su marido…