Volvemos a
mi pene, uno de los protagonistas de este blog. Oh, si ese pedazo de
carne, ese amasijo de venas, hablara… De momento, al menos, mientras no ocurra
un milagro, he de escribir yo por él.
Una vez
que conocí en persona a una de las seguidoras de Carne con Alambre, me
contó que el día anterior había hablado con otra.
—¿Qué
hacés mañana?
—Voy a
capital. Me encuentro con Guillermo.
—¿Qué
Guillermo?
—Altayrac.
—¿El del
blog del pene?
—El mismo.
Pero estoy
divagando —decir algo así como que comencé con el tronco y me fui por las ramas
sería algo demasiado burdo. No seré yo quién lo haga—. Volvemos a mi pene,
digo. Y a Graciela M. Y a cada uno de ellos en relación al otro. Esto de
hablar sobre mi pene como si fuera una persona me recuerda una anécdota.
Mariano M, un antiguo compañero de trabajo de quien alguna vez hablaré más,
contaba que su mujer se quejaba del sexo que tenían. Ella decía que sus
relaciones consistían en ellos dos, en la cama, haciendo todo para satisfacer a
un tercero: el pene.
Oh,
pequeño dictador…
Otra
vez me fui por las ramas —no, no haré ese chiste. No seré yo quién lo haga—. Mi
pene. Graciela. Esos dos elementos, cada uno en relación al otro. Eso es todo
lo que en este momento nos compete —y si no he hecho aquel chiste, mucho menos
haré este—.
Durante
la estadía de Graciela en Ushuaia, tuve la consulta con el segundo
urólogo. Este coincidió con el primero en que había que operar, y me
derivó al cirujano para que me examinara y concertara conmigo la fecha de la
intervención. A esa primera entrevista con el cirujano, me acompañó Graciela
—una de las principales interesadas en que todo saliera bien—.
Habíamos
quedado en que a la salida nos tomaríamos un café con un tostado. Camino a
Plaza Miserere —la entrevista había sido en el Dupuytren—, Graciela me preguntó
si tenía mucha hambre.
—No
—respondí—. Más o menos.
—Entonces,
vení —dijo ella.
Me tomó de
la mano, frenó en seco y, por arte de magia, hizo aparecer un telo. Esa fue mi
impresión. Evidentemente, cuando veníamos en sentido contrario, camino al
Dupuytren, ella lo había registrado. Yo, inocente cervatillo, no había
reparado en él.
—Pero no
puedo… —le dije.
—No
importa —dijo—. Podemos hacer otras cosas.
Ya dentro,
soltó mi mano. Pidió una habitación. Pagó ella. Primera vez que yo pisaba un
telo. No era muy diferente a como me lo figuraba.
Escalera.
Puerta. Adentro. Imaginen toda esta secuencia filmada como el video de Smack my bitch up, de The Prodigy. Yo
no había consumido nada —yo no me drogo, señora. Una sola vez tuve un viaje en ácido—, pero eso grafica bastante bien el vértigo que sentía en ese
momento.
Luces
tenues. De pie junto a la cama. Graciela me abraza, me besa. Me quita el buzo,
la remera. Acaricia mi cuerpo. Besos. Más besos. La boca, el cuello, el pecho.
Desnuda su torso. Aprieta su cuerpo contra el mío. Tantea mi cinturón. Lo
desprende. Sujeta con fuerza mi erección. Se sienta. Me chupa. No sabe cómo. Me
hace doler un poco. Me quejo. Sube de nuevo. Más besos. Termina de desvestirse.
Me abraza fuerte. Sin soltarme, se deja caer de espaldas en la cama. Me
arrastra. Estoy sobre ella. Acaricia mi espalda. Me rodea con las piernas. Beso
su cuello.
—Te amo
—dice.
Dejo de
respirar. Acaricio. Sigo besando.
—Te amo
—repite.
Me quedo
quieto. La cara pegada a su cuello. Ella también se detiene. Siento su cuerpo
latir bajo el mío.
—Decime
algo…
Tengo la
lengua pegada al paladar.
—¿Qué
sentís por mí?
Sigo sin
ver su rostro. El aire entra de golpe en mis pulmones. Pero mi voz se oye
débil.
—Cariño.
Atracción física. Pero no amor.
Silencio.
Después de unos segundos, pequeños temblores recorren su cuerpo. El llanto se
oye después.
Me separo
de ella. Se tapa la cara con un brazo. Me da la espalda. Poso mi mano en su
hombro. Pasan los minutos. Parecen horas. Tengo un nudo en el estómago, la
quijada tensa. De a poco, su cuerpo cesa de temblar.
—Mirá
—dice. Señala hacia arriba, nuestros cuerpos desnudos en el espejo del techo—.
Cualquiera que viera esa imagen pensaría que es otra cosa.
No
contesto.
Suena el
teléfono, terminó el turno. El aparato está del lado de Graciela. Ella no
atiende. El sonido estridente me taladra el cerebro.
Ella putea. Toma el tubo.
—¡Ya va!
—ladra—. ¡Pago lo que haya que pagar!
Cuelga de
un golpe.
Nos
vestimos. Se queda sentada en la cama. Yo estoy de pie, con ganas de salir
corriendo.
—Por favor
—me dice—, vení a casa esta noche…
—No… —digo,
sorprendido.
Lloriquea.
—Por
favor… Me siento mal…
—Yo
también me siento mal. Necesito estar solo.
—Tengo
miedo de estar sola esta noche…
Miro el
piso. Me quedo en silencio.
—Es un
favor que te estoy pidiendo… Es lo único que te pido…
—Bueno… —digo, sin levantar la vista.
Por la
mañana, me dio un collar hippie que había comprado en Ushuaia.
—Era un
regalito que iba a hacerte, una sorpresa… Quiero dártelo igual… Para que te
acuerdes de mí…
El collar
me parecía bastante feo. Asentí sin decir palabra.
—Dejame
que te lo ponga.
La dejé
hacer. Me abrazó, llorando.
Apenas
llegué al laburo, Noemí me preguntó, riendo:
—¿Qué es
esa cosa espantosa que te colgaste?
Guardé el collar en un cajón. Ahí se quedó
hasta que la empresa se fundió, a fines del 2001.