A la memoria de Fígaro.
Nunca me acosté con una mujer que no tuviera un gato.
No es que yo haya buscado que así fuera ni que ese sea un requisito indispensable para acostarse conmigo —por favor, no quisiera que alguien lea esto y salga corriendo a la tienda de mascotas—, simplemente así se dio.
Sin embargo, en una época, cuando hablábamos con mi hermana Silvana sobre potenciales parejas, tomábamos como buen signo —medio en broma, medio en serio— el hecho de que al —o a la— pretendiente de turno le gustaran los gatos.
Entonces, era habitual que dijéramos:
—Le gustan los gatos: debe ser copado.
O copada, según el caso.
Aunque, por lo general, la que tenía pretendientes era ella. Ya saben: yo era un chico timorato —esta es una palabra tan espantosa que me gusta—, con problemas para relacionarse con las mujeres, etc., etc., etc.
Los gatos son como Perón y como el cine francés. La gente los ama o los odia, rara vez hay puntos medios. Sus enemigos suelen tacharlos de traicioneros y de poco afectivos. Y la mayoría de las veces, si no todas, argumentan esto comparándolos con los perros.
Los gatos son como Perón y como el cine francés. La gente los ama o los odia, rara vez hay puntos medios. Sus enemigos suelen tacharlos de traicioneros y de poco afectivos. Y la mayoría de las veces, si no todas, argumentan esto comparándolos con los perros.
Respecto a la primera de las acusaciones, he de decir que he recibido más ataques a traición por parte de perros que de gatos. Y he conocido a muchos de ambos.
Aunque pienso que tachar de traicionero a cualquier animal es una estupidez tremenda. Es interpretar su conducta como si fuera humana.
¿A qué llamamos traición en un animal?
Al hecho de que el animal haga algo que no nos esperamos. Que nos ataque sin previo aviso y sin razón alguna. Cuando siempre hay una razón para que un animal, incluido el hombre, haga lo que hace. Solo que muchas veces, tanto con hombres como con animales, no logramos captar esas razones. Porque el modo en que interpretamos la realidad es distinto al de ellos.
En cuanto al aviso previo, puede ser que el animal lo haya dado sin que nosotros, al igual que con sus razones, hayamos sabido interpretar el mensaje.
O puede que no. En ese caso, yo no hablaría de traición, sino de estrategia. Es lógico que oculte sus intenciones quien pretende atacar a su enemigo con éxito. Y este modo de actuar no es exclusivo de los gatos. También lo he visto en perros. Y en humanos, claro.
¿Acaso pretendemos que, antes de atacarnos, el animal nos arroje un guante al rostro o nos envíe una carta documento?
Todos estarán de acuerdo en que esto es absurdo. Ningún empleado de correo le daría bola a un gato que intentase enviar un telegrama.
Respecto a la acusación de que los gatos son poco afectivos, quien dice eso jamás ha convivido con ellos. Nunca ha llegado a su casa y ha sido recibido por una panza hacia arriba demandante de mimos. Ni ha sentido besos de lengua áspera en su nariz.
En Un ojo en el cielo, Philip Dick hace decir a uno de sus personajes sobre alguien que odia a los gatos:
—Actitudes como la suya son la causa de los campos de exterminio. Estar en contra de los gatos no dista mucho del antisemitismo.
Estoy de acuerdo con Philip Dick.
Parte del rechazo que suscitan los gatos en algunas personas se debe a que, a pesar de estar tan sometidos a nosotros como los perros, en el fondo de ellos hay algo que permanece indómito. No es algo que tenga que ver con la conducta —tanto perros como gatos cometen actos de rebeldía, como atentar contra nuestras pertenencias en represalia a lo que han considerado una afrenta—, sino algo que transmiten con su lenguaje corporal. Algo que se percibe en su modo de sostenernos la mirada. El perro rehúye la mirada penetrante o reacciona a ella con agresividad. El gato permanece imperturbable. Establece con nosotros un diálogo ocular a lo Clint Eastwood. Parece estar diciéndonos «No me doblego ante nadie».
Y aquí volvemos al tema de la traición, que según la RAE es la falta que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener. El gato nos dice: «No le debo lealtad a nadie. Todo lo que suceda entre nosotros será de común acuerdo. Y yo me reservaré el derecho a dejar sin efecto nuestros contratos cuando me dé la gana. Yo te diré cuándo tocarme y cuándo no. Yo te diré qué partes de mí podrás acariciar y cuáles no, y el modo en que habrás de hacerlo. Y en el medio podré cambiar de opinión y morderte la mano. Si considero que ya es suficiente, por ejemplo, o que estás manipulándome con torpeza. Te he advertido. El que avisa no traiciona».
Notarán que en los últimos párrafos he hecho lo mismo que antes he criticado: interpretar el comportamiento animal como si fuese humano. Y me encanta hacerlo. Pero, qué joder, la realidad es que la mirada del gato no necesariamente significa eso. Tal vez mira fijo y punto, sin que eso quiera decir absolutamente nada.
Leí una vez en una revista digital, cuyo nombre citaría si lo recordase, que una de las razones por las que perros y gatos suelen llevarse mal es esa diferencia en cuanto al lenguaje corporal. El perro interpreta la mirada sostenida como un desafío, o como una amenaza. Si el gato mira fijo no es más que por curiosidad; cuando amenaza, suma a la mirada otras señales corporales, como el lomo arqueado. Tal vez, el modo en que nosotros utilizamos la mirada sostenida y el modo en que la interpretamos sean más afines al lenguaje corporal del perro. Aunque, por supuesto, siempre hay excepciones. Yo soy una. A pesar de que en esencia soy un tipo más bien tímido, acostumbro mirar fijo a los ojos a tal punto que a veces incomodo a mis interlocutores, incluso a gente muy allegada a mí. No es algo que haga voluntariamente. Si bien puedo controlarlo cuando lo hago consciente, es una tendencia automática.
Esto me recuerda una anécdota.
En el año 98 había muchos conflictos entre Silvana y mi vieja. Vivíamos los tres juntos en un departamento. Mi vieja acababa de separarse de Raúl y aún no había vuelto a juntarse con mi viejo. Cuando mi hermana y mi vieja se peleaban, volaban objetos por los aires, había portazos y cosas así. Yo intentaba apaciguarlas. Una noche que el escándalo era especialmente ruidoso, un timbrazo interrumpió la función.
Nos miramos.
—¿Es el portero eléctrico o acá arriba? —preguntó mi vieja.
Otro timbre.
—Es acá —dije—. Debe ser algún vecino.
Permanecimos en silencio. Esperé, pensando que el visitante se cansaría y se iría. Pero no. Otro timbre. Otro timbre. Otro timbre. No parecía dispuesto a abandonar su posición. De modo que acudí a atenderlo.
Abrí la puerta. Era una mujer. Muy delgada, unos cuarenta y cinco años. Expresión severa.
—¿Sí? —dije.
—Soy la vecina de abajo —dijo—. Hasta hoy me venía aguantando, pero esto es intolerable.
Me llevé la mano al pecho.
—Le pido mil disculpas —dije.
—¿Disculpas? —dijo. Se quedó unos segundos en silencio, acusándome con la mirada—. Esto es espantoso. —Me miró de arriba abajo—. No pasa un día sin que suceda lo mismo. ¿Y vos me pedís disculpas? No tenés vergüenza.
No supe qué responder. Me quedé en silencio, esperando que se diera por satisfecha y se retirara.
Pero prosiguió.
—Esto tiene un nombre —dijo—, ¿sabés?
Levanté una ceja, interrogante.
—Esto se llama violencia doméstica —remató.
De pronto, me cayó la ficha.
Esta mujer cree que golpeo a mi familia.
Fue tal el impacto de esta revelación en mí que no atiné a otra cosa que a quedarme mudo, mirándola fijo.
Ella malinterpretó mi actitud.
—No me mires así —dijo. Levantó la voz— ¡No me amenacés! ¡No me amenacés!
Como verán, en esta situación yo era el gato.
Y mi vecina era una perra.