lunes, 30 de septiembre de 2013

NO ESTÁS SOLO

Cuando era chico, Ulises hablaba con un espíritu que vivía en su casa.

«Yo lo veía», me dice. «Era un viejo de barba larga. Lo podía dibujar y todo.»

El viejo estaba siempre debajo de la mesa del comedor. Ulises se metía debajo de la mesa y hablaba con él. Hizo esto de los seis años a los trece.

«Me voy a hacer cargo de vos hasta que conozcas a tu papá», le decía el viejo —el padre de Ulises se había marchado de la casa antes de que él naciera—. «Pero no puedo hacer nada para que tu mamá deje de pegarte.»

Pocos días después de que Ulises cumpliera los trece años, una vez que el viejo y él estaban conversando, Graciela irrumpió en el comedor insultándolo a gritos y le ordenó que saliera de debajo de la mesa.

«Hacele caso», dijo el viejo. «Salí.»

«Pero me va a pegar…», dijo Ulises.

«Salí y dale una cachetada.»

«¿Cómo le voy a levantar la mano a mi mamá?»

«Dale una cachetada y no te va a volver a pegar nunca más. Sé que te cuesta, pero lo tenés que hacer.»

Ulises salió de debajo de la mesa. Su madre se le tiró encima para pegarle. Ulises le metió un bife. Graciela retrocedió unos pasos y se quedó inmóvil. Más fuerte que el impacto del golpe fue la sorpresa.

«Si me volvés a tocar, te apuñalo», dijo Ulises.

Fue la última vez que su madre intentó golpearlo.

Ulises cargó algunas cosas en su mochila y partió, con la firme determinación de encontrar a su padre.

domingo, 15 de septiembre de 2013

SAÚL, DAVID Y CIEN PREPUCIOS COMO DOTE

Primer Libro de Samuel, capítulo 8 al 28.


El último de los jueces justos de Israel fue Samuel.

Mas aconteció que cuando Samuel era ya viejo, puso por jueces a sus hijos Joel y Abías.

Pero no anduvieron los hijos por los caminos de su padre, sino que declinaron tras el interés, y aceptaron sobornos, y pervirtieron el derecho.

A raíz de esto, los ancianos de Israel se congregaron y fueron a Samuel a pedirle que constituyera sobre ellos un rey para que los juzgara, como era usanza de otras naciones.

Jehová tomó esto como una afrenta, puesto que era él quien reinaba sobre Israel. Pidiendo un rey, el pueblo lo estaba desechando. No obstante, luego de advertir a los hebreos lo que implicaría tener un rey como otras naciones —ceder sus hijos como siervos y siervas, pagar tributo, etc.—, accedió a la demanda. (1)

Obviamente, el rey lo elegiría él. Y el primero a quien eligió fue Saúl. Pero Saúl se mandó dos cagadas y Jehová se arrepintió de haberlo elegido. (2) Como antes se había arrepentido de haber creado a la humanidad y de tantas otras cosas. Porque, repito, el Dios de los hebreos no era infalible: eso del Dios omnisciente, conocedor de dónde terminan todos los caminos, es un invento cristiano. Jehová se guiaba por corazonadas y muchas veces le pifiaba. Y todos sus errores los solía reparar de la misma forma: mediante la destrucción.

La primera cagada que se mandó Saúl fue ofrecer él mismo un holocausto a Jehová, siendo que, al no ser sacerdote, no tenía permiso para hacerlo.

El pueblo se había agrupado, con él al mando, para batallar contra los filisteos. Samuel, que sí era sacerdote, había dicho que se reuniría con ellos en el término de siete días. Cumplido ese plazo, Samuel aún no aparecía y el combate era inminente. El pueblo, atemorizado ante el despliegue de fuerzas de los filisteos, comenzaba a dispersarse. En estas circunstancias es que Saúl decide hacerse cargo él mismo del sacrificio de las reses en honor a Jehová, acto que ya sabemos era indispensable para ganar su favor —con el estómago vacío no te movía un dedo—. Con esto, pretendía infundir valor en el corazón de los hebreos. (3)

La segunda cagada que se mandó Saúl fue no matar a la totalidad de los prisioneros tras un combate contra los amalecitas ni destruir todos sus rebaños, tal cual había ordenado expresamente Jehová. (4)

Como verán, ninguna de las dos faltas de Saúl fue cometida por mala fe —lo mejor de los rebaños de los amalecitas no fue conservado por codicia, sino para ser sacrificado como ofrenda a Jehová—. (5)

¿Cuál fue el pecado, entonces?

El no haber obedecido ciegamente. El haber obrado con autonomía y usando la razón. Porque en lo que sí coinciden la religión judía y la cristiana —y, hasta donde yo sé, también el islamismo— es en que promulgan el sometimiento absoluto a la voluntad de Dios. (6)

Por estas faltas, pues, Jehová decide cambiar a Saúl por David. (7) Pero no destruye de inmediato al primero para poner al segundo en su lugar, escoge para esto un camino más sinuoso. Entrecruza las vidas de ambos de manera tal que entre ellos nace una amistad, (8) y luego le hace saber a Saúl que es David quién goza ahora de su favor y quién habrá de reemplazarlo, destronándolo. (9) Se forma así un triángulo entre ellos dos y Jehová, con Saúl oscilando entre el odio y la culpa, e intentando matar a David reiteradas veces para luego arrepentirse. (10)

Yo veo un paralelismo notable entre esta historia y la de Caín y Abel, aunque el desenlace sea distinto.

La historia de Saúl y David es la única de la Biblia que me gusta genuinamente y de algún modo me conmueve —las otras sólo me indignan y me divierten—. Para conocerla, les recomiendo que lean Saúl, la obra teatral de André Gide, donde él narra con maestría las relaciones tortuosas de este triángulo y las de otro: el triángulo gay formado por David, Saúl y su hijo Jonatán. (11)

Yo sólo he de narrarles un pequeño episodio en particular.

Luego del famoso combate en el que David derriba a Goliat con su honda, Saúl y David —junto con el resto de los combatientes— son recibidos por las mujeres de Israel que, bailando y tocando panderos, cantan:

¡Hirió Saúl sus miles; mas David, su diez miles!

A partir de aquí es que Saúl comienza a ponerse celoso de David, (12) y en poco tiempo esos celos mutan en odio y temor. (13)

Saúl desea que David muera.

Primero, en un rapto de locura, intenta matarlo arrojándole una lanza mientras David toca el arpa en su presencia (14) —tal era la función que David cumplía en la corte en un principio, antes de que se revelara su veta guerrera y se lo pusiera al mando de un grupo de soldados: tañer el arpa para apaciguar a su rey cada vez que a éste lo torturaban sus demonios internos—. (15)

Después, planea hacerlo morir a manos de los filisteos. A tal fin, le ofrece la mano de su hija Micol. (16) Cuando David declara no tener dinero para pagar la dote, Saúl le manda a decir:

No desea el rey dote alguna, sino cien prepucios de filisteos, para vengarse de sus enemigos. (17)

Con lo cual pareció a David cosa muy acertada ser yerno del rey (18) —por Dios, qué gente extraña estos hebreos…—.

David, pues, se pone en campaña para conseguir los prepucios, con la ayuda de sus hombres. Desafiando los pronósticos de Saúl, no sólo no pierde la vida en esta empresa, sino que retorna con el doble de lo pedido: es decir, con doscientos prepucios. (19)

Saúl cumple su palabra y cede la mano de su hija a David.

Lo que yo me pregunto es quién fue el desgraciado que tuvo que abrir la bolsa y contar uno por uno los anillitos de piel ensangrentados.


(1) 1º Samuel 8:7-22
(2) 1º Samuel 15:35
(3) 1º Samuel 13:4-14
(4) 1º Samuel 15:2, 3, 7-10
(5) 1º Samuel 15:13-15
(6) 1º Samuel 15:19-23
(7) 1º Samuel 16:1
(8) 1º Samuel 16:21, 22
(9) 1º Samuel 28:16, 17
(10) 1º Samuel 24:16-19; 26:21
(11) 1º Samuel 20:30; 2º Samuel 1:26
(12) 1º Samuel 18:6-9
(13) 1º Samuel 18:12
(14) 1º Samuel 18:10, 11
(15) 1º Samuel 16:14-16, 23
(16) 1º Samuel 18:20, 21
(17) 1º Samuel 18:25. Ojo: algunas traducciones pacatas tergiversan esto y dicen cien cabezas en vez de cien prepucios. Si la que tienes en tus manos es una de ellas, pide otra biblia a tu hermano, o googléalo, y verás que no miento.
(18) 1º Samuel 18:26
(19) 1º Samuel 18:27

domingo, 1 de septiembre de 2013

PIDE UN DESEO

El padre de Walter N era policía.

Cuando Walter era adolescente, cada vez que el padre juzgaba que se había portado mal, lo azotaba con el garrote reglamentario y lo encerraba por un día en el calabozo de la comisaría.

Falleció joven, antes de que su hijo cumpliera los dieciocho años.

Una década después, Ulises, Claudio y Walter están echados en el pasto, en la plaza de San Martín. Medio borrachos, medio drogados, adormecidos por el sol de la siesta. El silencio sólo es interrumpido, de cuando en cuando, por el zumbido de alguna mosca, hasta que Ulises habla.

—Si ahora mismo aparece un duende y nos dice que le pidamos un deseo, uno cada uno, ¿qué le piden?

Los otros dos no contestan.

—Lo que sea —sigue Ulises—. Lo que siempre desearon, por más que les parezca imposible. Pídanselo al duende y él lo hará realidad.

Tampoco obtiene respuesta. Los otros dos duermen con los ojos abiertos. Unas nubes cubren el sol. Se levanta una pequeña ráfaga de aire que hace revolotear algunas hojas alrededor de los tres compañeros. El sol vuelve a brillar, más intenso que antes. Cocina la piel. Una mosca se posa sobre la frente de Walter. Recorre el pómulo, la mejilla, el rostro de madera tallado a cuchillo, hasta llegar a los labios. Walter se lleva la mano a la boca. La mosca emprende vuelo. Hace un par de ochos en el aire y se posa en el mismo punto que acaba de abandonar.

—¡Ey! —dice Ulises.

Los otros dos se sobresaltan. No mucho, levemente.

—¿Qué? —pregunta Claudio, que parece más despierto.

—¡Tienen que pedirle un deseo al duende! —dice Ulises.

—Qué rompebolas… —dice Claudio.

—Yo le pediría garcharme a Flavia Palmiero —dice Ulises—. Desde chico que le tengo ganas. Desde que la veía en La Ola Verde.

Silencio de nuevo.

—¿Vos? —pregunta Ulises—. ¿Qué le pedirías?

—Garcharme a Carlitos Balá —dice Claudio—. De chico lo veía todas las tardes.

Ulises se ríe.

—Le das el chupete para el chupetómetro —dice.

Cuando termina de festejar su propio chiste, arremete otra vez.

—¿Vos, Walter? —pregunta—. ¿Qué le pedirías al duende?

Walter parece estar en otro lado, los ojos rojos clavados en la nada. Sin embargo, luego de unos segundos da su respuesta.

—Que mi viejo volviera —dice—. Aunque sea por un rato.

Incómodos, Claudio y Ulises cruzan miradas. Walter completa:

—Para cagarlo a trompadas.