La librería en la que trabajo tiene un
pasillo central que, bordeado por mesas y columnas con estanterías, va de la
puerta de entrada hasta la oficina de mi jefe.
La oficina está elevada respecto al resto
del local, se accede a ella subiendo una pequeña escalera, de cinco peldaños.
Esta altura basta para que mi jefe pueda
dominar el panorama de un vistazo, a través de una ventana espejada.
Estructurada así, la librería funciona como
una suerte de panóptico, aunque tiene algunas fisuras, algunos puntos ciegos.
Es regla impuesta por mi jefe que ningún
visitante debe traspasar la mitad del local sin haber sido interceptado por
alguno de nosotros.
Es tal la pasión con la que enuncia esta
regla que más que potenciales clientes, parece que tratáramos con enemigos.
Hay, cada tanto, clientes decididos que
ingresan al local sabiendo lo que quieren, y se dirigen raudos al sector
correspondiente. Dan ganas de enlazarles las patas con un par de boleadoras.
Otros nos agarran distraídos, ocupados en
alguna de las tantas tareas que hay que realizar en este lugar, y logran
atravesar nuestras defensas.
Hoy casi sucede.
Me agacho para sacar un papel de la
impresora, para cerrar la puerta del depósito, para guardar un libro en el
estante de reservados, ya no recuerdo. Cuando me levanto, Mónica, que está
facturando, me advierte:
—Hay alguien en el medio del local.
Abandono lo que estoy haciendo, me dirijo a
la zona de conflicto. Registro la nave como Ripley. Veo asomar un pie detrás
del sector de biografías. Rodeo el mueble, enfrento al invasor.
—¿Te ayudo? —pregunto.
Un tipo de cuarentipico. Bajito. Campera y
zapatillas que alguna vez fueron blancas, ahora amarronadas, amarillentas.
Pantalones cortos. Rodilleras. Barbado, de pelo largo. El rostro curtido y
sucio como si hubiese andado cuarenta años por el desierto. Y así es también
como huele.
En las manos tiene la autobiografía de
Gandhi. Hace correr las páginas para un lado, para el otro. No hojea, salvo que
pueda leer tan rápido como Cortocircuito. Pasa las páginas como si buscara
dónde dejó el señalador, ponele.
Me tiende el libro.
—¿Cuánto sale este? —pregunta, acelerado.
—Prestame —digo. Paso el lector de la
máquina del medio por el código de barras del libro—. Ciento quince.
Levanta las cejas, resopla.
—Mucho… ¿Y este?
Me tiende Las mujeres más solas del mundo, de Fernández Díaz.
—Noventa.
Le devuelvo el libro. No sé si mi jefe está
atento a lo que sucede en el salón, pero por las dudas me paro de manera tal
que con mi cuerpo oculto la escena de su mirada.
—¿Y cuánto serían los dos? —me pregunta el
pequeño nómade.
Ya olvidé los precios que le pasé. Estoy más
preocupado por llevarlo a alguno de los puntos ciegos del panóptico.
—Doscientos cincuenta.
Resopla otra vez.
—Mucho… ¿Y estos?
De un manotazo, agarra seis libros del
sector de religión, sin mirarlos siquiera. Aprovecho su movida para ganar
terreno e ir arrimándolo a la parte delantera del local. Me tiende los libros y
con un movimiento de la cabeza señala la computadora, a mis espaldas.
Hago un ademán indicando que esta vez no necesito la máquina para pasarle los
precios. Son libros pequeños, en la portada del de arriba hay un papa rezando.
Juan Pablo, Ratzinger, no lo puedo precisar. Mando fruta.
—Treinta cada uno.
—¿Cuánto sería todo?
—Seis libros, treinta cada uno, seis por tres
dieciocho, ciento ochenta pesos.
—Esperá, esperá —me dice con gesto de
fastidio, y hace una cuenta que no termino de entender—. Bueno, los llevo.
Me entrega los libros.
—¿Y estos?
Manotea cinco o seis más, del sector de
música. Se cuela por mi costado y regresa a la máquina del centro, volviendo a
ganar todo el terreno que le saqué y quedando otra vez expuesto al
francotirador que tenemos en la cabina del fondo. Apoya los libros junto al
teclado. Toma uno por uno y los somete al mismo tratamiento que al primero:
hojas para un lado, para el otro, para un lado, para el otro. Es su modo de
inspeccionar la mercadería.
No espera a que le dé los precios.
—Estos también.
—O.K. —le digo—.
Acompañame que te los facturo.
Caminamos hacia el
mostrador. Él sigue de largo. Atraviesa la puerta de entrada, se voltea, me
mira.
—¿Te los facturo,
entonces? —pregunto.
—¡Sí! —me dice con
fastidio, y enciende un pucho. Se queda parado afuera en actitud de espera.
Mis compañeros y
un par de clientas observan la situación perplejos y divertidos.
Paso detrás del
mostrador. Dejo a un lado los libros de música, facturo sólo los de religión.
Mónica me interroga con la mirada, conteniendo una sonrisa.
—Tal vez es un
millonario excéntrico —le digo.
Deja escapar una
risita.
—Yo te iba a decir
lo mismo —interviene una clienta—. ¿Quién te dice? Quizás te llevás una
sorpresa…
Dejo la factura
preparada en pantalla. Miro hacia fuera. El pequeño nómade ha desaparecido.
—Me dejó de garpe
—le digo a Mónica—. ¿Vos podés creer?
Pongo los seis
libros en la pila para acomodar.
—Ahí está —dice
Enrique, señalando la puerta—. Te está esperando.
Me asomo. Abro los
brazos.
—¡Desapareciste!
—le digo—. ¡Pensé que te habías ido!
Hace un gesto vago
con la mano.
—¿Te los llevás,
entonces?
—¡Sí! —me dice.
—Pasá que ya está.
Las clientas se
fueron. Mónica y Enrique se mantienen a cierta distancia. Quedamos él y yo
solos, uno a cada lado del mostrador.
—Ciento
veinticuatro con cincuenta —digo.
Asiente. Saca de
un bolsillo una billetera de cuero. La apoya sobre el mostrador. La manipula de
un modo extraño, como si fuera un artefacto que no sabe manejar. Me tiende una
tarjeta de crédito.
La tomo. Leo el
nombre. Eduardo no sé cuánto.
—¿Documento?
Asiente. Busca en
la billetera. Me tiende un documento.
Lo abro. La foto
no coincide.
—Vos no sos esta
persona.
Me mira fijo a los
ojos. Yo soy Gastón tanto, me dice, número de documento tal, aceptando que
intentó engañarme.
—¿Por qué me
pediste el documento? —pregunta desafiante.
—Porque así lo
exige la ley —respondo—. A toda persona que hace una compra con tarjeta se le
pide el documento para comprobar su identidad.
—¿Y por qué te
quedaste con el mío? —pregunta—. Y con el documento de mi hijo.
Levanto las cejas.
—Vos encerraste a
mi hijo en el Open Door —me dice—. ¿No te acordás?
No respondo.
Guarda la
billetera y se aleja hacia la puerta. Antes de franquearla, se voltea.
—¿No te acordás de
eso? —pregunta.
—No —digo,
sosteniéndole la mirada.
—Ya te voy a
agarrar a vos… —dice.
Sale a la calle, da dos pasos y se lo traga
la ciudad.