En estos años de convivencia conmigo mismo como única compañía, he adquirido una costumbre peculiar. Al leer algún libro que me gusta mucho, insulto en voz alta al autor o a la autora de tales páginas. Cuanto más admirable la proeza narrativa, el clima logrado en una escena, el giro inesperado en la trama, la profunda reflexión suscitada en mí por sus palabras, más vehemente y soez es mi improperio. En la soledad de mi living lo hago a voz en cuello, casi tan enardecido como aquellos que se apasionan mirando un partido de fútbol. En el transporte público, en bares, en parques, logro contenerme un poco y lo hago con disimulo.
No se me malinterprete: lo que me mueve al insulto no es la envidia, sino la admiración más profunda. ¿Por qué lleno de agravios a estos autores, entonces, en vez de vitorearlos? Ni yo mismo lo sé. Mis palabrotas se me antojan las de marinos, o cowboys, que en novelas o películas se insultan entre sí en señal de camaradería.
Recientemente, mi condición se ha agravado y se ha hecho extensiva a mis soliloquios sobre amistades y afectos. Lavando los platos o pasando la aspiradora, recuerdo un gesto de ternura, un comentario ingenioso, una muestra de cariño de algún allegado mío y exclamo, por ejemplo: «¡Qué pedazo de mierda!».
De no ser por estas líneas que hoy escribo, esto no trascendería mi intimidad; pero me he sentido impelido a dejar constancia de tal peculiaridad mía por temor a que, con el correr de los años, llegando a esa edad en que los frenos inhibitorios suelen tornarse más laxos, algún insulto proferido con todo el amor de mi alma sea malinterpretado.