—Si no entendés algo, lo primero que tenés
que hacer es golpear, por las dudas —me dijo una vez Ulises M—. Eso es lo
que hago yo.
Año 98. La relación entre Ulises y Silvana,
mi hermana, recién comienza. La relación entre mi madre y Raúl está
terminando. Un vínculo que tarda mucho en acabarse, un proceso tan arduo como
quitarle una muela a un dogo.
Camet, en las afueras de Mar del Plata. La
casa a la que pretendimos mudarnos, pero en la que solo vivimos unos meses. Una
historia larga y aburrida que no viene al caso. Baste saber que para la época
de este relato ya no vivimos ahí; pero Raúl y mi vieja, ya separados, van a
la casa a terminar de arreglar algunos asuntos. Con ellos, viajan Vanina —mi
hermana más chica, hija de Raúl y mi madre—, Silvana y Ulises. Yo no voy con
ellos porque estoy trabajando en el negocio de mi tío hijo de puta. Ya les
hablaré de él.
Primer día, jornada pacífica. Tiempo lindo,
asado al aire libre, a cargo de Raúl.
El día siguiente no comienza tan bien.
Discusión matutina entre Raúl y mi vieja. Discusión es pelea. Pelea con
gritos e insultos. No es la primera. Podrían llenarse las páginas de una
biblia con los episodios de este tipo protagonizados por ellos desde el inicio
de su relación hasta el momento del relato. El elemento que hace la diferencia
entre esta discusión y otras anteriores es el animal que duerme, inquieto, en
la habitación de al lado.
Mi madre, vapuleada por Raúl, en su
desesperación, tiene el impulso de pedir ayuda a su yerno. Ustedes y yo sabemos
de sobra el único significado que este sujeto le da a la palabra ayuda. Mi madre no lo imagina. Oh,
todos hablamos castellano; pero qué diferentes usos les damos, a veces, a las
palabras. ¿Qué pretendía mi madre? ¿Qué intercedan por ella? ¿Contención
emocional? Algo así. A buen puerto fuiste por leña.
Mi madre irrumpe en la habitación de Ulises
y Silvana.
Los gritos y el llanto de mi madre
despiertan a Ulises de su sueño intranquilo.
Ulises no entiende.
Como no entiende, golpea.
Si no golpea a mi madre es porque alcanza a
captar la palabra Raúl. Eso
redefine el target.
El primer golpe no es muy fuerte, un
puñetazo en ayunas.
—¡¿Qué hacés, loco?! —exclama Raúl cuando
se recupera de la sorpresa. Se dirige al teléfono—. ¡Voy a llamar a la policía!
Esta vez, Ulises entiende.
Como entiende, golpea.
Este golpe es fuerte, hace sangrar.
Ulises ve la sangre y juzga que es
suficiente. Suelta a la presa.
Raúl toma su maletín y la mano de su hija
—diez años, testigo de toda esta violencia—, y huye.
Atraviesa el terreno extenso que separa la
casa de la tranquera que da a la calle. Ahí encuentra al vecino de al lado,
estirando las piernas, tomando aire fresco. Y decide pedirle ayuda.
A buen puerto fuiste por leña vos también.
Desde que Raúl instaló en nuestro patio
una antena de varios metros de alto para su emisora radial, este hombre es su
enemigo declarado. Ahora se limita a escuchar sus palabras en silencio, el
rostro impasible. Raúl mira hacia la casa. Ve acercarse a Ulises, a paso
mecánico, como Terminator, y pone pies en polvorosa.
Ulises saluda al vecino con un apretón de
manos firme y se presenta. Da su versión de los hechos, vaya uno a saber cuál.
—No te preocupes, pibe —dice el vecino—. Si
alguien me pregunta algo, digo que se golpeó la jeta con una tabla.
Nadie a quien le haya contado, en su
momento, que habían golpeado a Raúl se apenó. Yo tampoco. Hoy día veo esta
historia con otros ojos, como tantas de esa época y anteriores, llenas de
violencia.
A la hora de explicar qué razones había
tenido para golpear a Raúl, Ulises argumentaba con sencillez.
—Era un gil. Se la daba de asador y la carne estaba cruda.
—Era un gil. Se la daba de asador y la carne estaba cruda.