lunes, 24 de septiembre de 2012

DIOS TIENE UN PROGRAMA EN UTILÍSIMA

    Éxodo, capítulo 24 al 31.

  Luego de que Dios le hubo transmitido los mandamientos y las otras leyes, Moisés bajó del monte Sinaí y se reencontró con los suyos. Y refirió al pueblo todas las palabras de Jehová, y todas sus leyes. Y respondió todo el pueblo a una voz: «¡Nosotros haremos todo cuanto Jehová ha dicho!».
  Y Moisés escribió todas las palabras de Jehová en un libro, y los hebreos mataron muchas vacas en honor a Jehová. Y Moisés tomó la mitad de la sangre y la puso en tazones, y la otra mitad la roció sobre el altar. (1) Y la sangre que había en los tazones, la roció sobre el pueblo. (2)
   ¡Entre el desgarro de vestiduras y esto, no hay ropa que dure!
   Después, Dios le chifló a Moisés y le pidió que suba al monte de nuevo. (3) Y estuvo Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches.
   ¿Haciendo qué?
   Recibiendo instrucciones de cómo construir un santuario para Jehová.
   —Conforme a todo lo que yo te muestro, el diseño de la habitación y el diseño de todos los utensilios, así lo harás.
  Porque Jehová es un dios que le da mucha importancia a este tipo de cuestiones. Los que acusan a la Iglesia, con su Vaticano repleto de oro, de no ser consecuente con lo que se promulga en las Sagradas Escrituras no han leído entero en Viejo Testamento. Se han quedado con la historia del flaco ese que andaba en harapos diciéndole a la gente que abandonara sus bienes materiales. Pero ese personaje aparece recién en la última temporada, y los guionistas son otros.
   Por empezar, Dios quiere mucho oro. Un arca de madera para guardar las tablas de la ley, cubierta de oro. (4) Las varas para transportar el arca, cubiertas de oro. (5) Arriba del arca, dos angelitos de oro. (6) Una mesa de oro, platos de oro, cucharas de oro, copas de oro, tazas de oro, un candelabro de oro. (7)
  Además, a la hora de describir el diseño de los elementos, es un obsesivo.
   —Harás un candelabro de oro puro —dice—. Su tronco y sus brazos, sus copas, sus globitos y sus flores serán de lo mismo. Y habrá seis brazos saliendo de sus dos lados: tres brazos del candelabro de un lado de él y tres brazos del candelabro del otro lado de él. Y tendrá en cada brazo una serie de tres copas en forma de flores de almendro, cada una con un globito y una flor. Mas en el tronco del candelabro habrá una serie de cuatro copas en forma de flores de almendro, con sus globitos y sus flores. De manera que habrá un globito debajo de dos de los brazos que salen del tronco, y un globito debajo de otros dos de los brazos que salen de él, y un globito debajo de los dos brazos restantes que salen de él, conforme al número de los seis brazos que salen del candelabro. (8)
   O:
   —Harás también sobre el pectoral cadenillas, a maneras de trenzas, de hechura ensortijada, de oro puro. Y harás sobre el pectoral dos anillos de oro y fijarás las dos cadenillas de oro ensortijadas a los dos anillos, en los extremos del pectoral. Y los otros dos extremos de las dos cadenillas ensortijadas los pondrás sobre los dos engastes y los fijarás sobre las hombreras del efod, por su parte delantera. Y harás otros dos anillos de oro y los pondrás sobre los dos extremos inferiores del pectoral, en el borde que está hacia el revés del efod, por el lado de adentro. También harás dos anillos de oro y los fijarás sobre las dos hombreras del efod, hacia abajo, por la parte delantera de ellas, cerca de su enlace, por encima del cinto del efod de labor primorosa. Y atarán el pectoral por medio de sus anillos a los anillos del efod, con un cordón de Jacinto, para que permanezca sobre el cinto del efod de labor primorosa; y no se ha de separar el pectoral del efod. (9)
   A mí no me joden. Seguro que Moisés llevaba encima una birome y una libretita. Si no, no hay manera de que haya podido acordarse de todas estas pelotudeces.
   Dios no deja nada librado al azar. Detalla, incluso, como han de ser los calzones de sus sacerdotes.
   —Harás también para ellos calzoncillos de lino blanco, para cubrir su desnudez. Alcanzarán desde los lomos hasta los muslos. Y los llevarán Aarón y sus hijos siempre que entren en el Tabernáculo de Reunión o cuando se lleguen al altar para ministrar en el Santuario, para que no lleven iniquidad y así mueran. (10)
   Y dio a Moisés, al acabar de hablar con él en el monte Sinaí, las dos Tablas del Testimonio. Tablas de piedra, escritas con el dedo de Dios.

      (1) Éxodo 24:5, 6
      (2) Éxodo 24:8
      (3) Éxodo 24:12
      (4) Éxodo 25:10, 11
      (5) Éxodo 25:13
      (6) Éxodo 25:18
      (7) Éxodo 25:23-29, 31
      (8) Éxodo 25:31-35
      (9) Éxodo 28:22-28
      (10) Éxodo 28:42, 43

miércoles, 12 de septiembre de 2012

CIVILIZACIÓN O BARBARIE

   Pizzería Banchero, calle Corrientes, hace dos meses.
  Dana Eva —amiga mía, cordobesa, conocida a través de este blog—, Belén —amiga suya— y yo. Cenando, después de haber disfrutado de una tarde de risas y charla animada. Nos levantamos, nos disponemos a salir. Pero antes de que lleguemos a la puerta, algo rompe la armonía de la velada.
   Desde atrás, alguien me hace a un lado con violencia. Esas cosas raras de la cabeza, por más que tengo frente a mí la espalda de Dana Eva, por unos instantes pienso que la que me empuja es ella. La mujer, unos cuarenta años, alcanza a Dana Eva, la sujeta del pelo y tira con fuerza hacia atrás. Belén ve la mano de la mujer y cree que es mía. Qué confianza…, piensa. ¡Eso debe doler! La mujer insulta. La conoce, pienso. Le tiene bronca por algo. Le va a gritar «¡puta de mierda, te cogiste a mi marido!», o algo así. Pero no puede ser…, me digo. Ella vive lejos… «¡Ay!», exclama Dana Eva, y se voltea. Mira a la mujer con sorpresa, los ojos grandes más grandes que nunca. «¡¿Qué te hice?!», le pregunta. «¡Me pasaste por encima con la mochila!», responde la mujer. Da media vuelta y vuelve a su mesa.
   Quedamos perplejos, parados, todavía en el interior del local. La gente, mozos y clientes, nos mira. «¿Qué pasó?», nos pregunta alguien. «Dice que la empujé con la mochila…», responde Dana Eva, la sonrisa nerviosa, los ojos aún enormes. Comentarios poco comprometidos de varias personas. Están de nuestra parte, pero con moderación.
   El corazón me late fuerte y tengo una roca instalada en el estómago. A lo largo de mi vida, he tenido esta sensación varias veces, y no me gusta. No quiero sentirla. ¿Dejamos esto así o hacemos algo?, pienso en preguntarle a Dana Eva. Aborto la pregunta. Mi cabeza, acelerada, piensa varias cosas a la vez. Propone, evalúa, descarta, propone, evalúa, descarta. Busco a la mujer con la mirada. Una de sus compañeras nos mira y se ríe. Mi cabeza se ensancha, se vuelve del tamaño de una habitación. Un ambiente del tamaño del ambiente en el que estamos, superpuesto a este. Yo estoy en el centro de ese lugar, el mío, he quedado separado del resto. Donde estoy, no hay sonido, sólo el latido de mis sienes. Veo una mesa sin ocupantes, una botella, un vaso con agua. Y lo que experimento está a medio camino entre la reacción por impulso y el acto premeditado. La mujer se comportó salvajemente. Yo decido dar el paso desde civilización a barbarie. Pero, a su vez, esa decisión es fruto de un impulso. Un impulso que decido no refrenar. Una columna me tapa la visión. Doy un paso al costado para mirar si hay algún macho sentado a la mesa. Negativo: son todas hembras, unas seis o siete. Tomo el vaso. Me dirijo hacia ellas. Identifico a la que busco. Pienso que me va a ver venir y se va a poner en guardia, pero no me reconoce. Llevo el vaso pegado al muslo, mi cuerpo lo oculta de su visión. Llego junto a ella y le arrojo el agua a la cara.
   Doy media vuelta. Me alejo. La escucho gritar. Me salpican unas gotas de algo. Intenta vengar mi afrenta con el mismo gesto, pero no le sale. Pienso que en cualquier momento sentiré sus manos encima. No se atreve. Llego a la puerta.
   Afuera, Belén abraza a Dana Eva, consolándola. Salieron antes que yo, no vieron lo que acaba de suceder.
   —Vamos —les digo.
   —¿Qué le dijiste? —me pregunta Dana Eva.
  —Nada —respondo. Miro hacia un lado, hacia el otro. Busco el obelisco. Tardo en ubicarme. Estoy como drogado. Señalo la 9 de Julio—. Vamos.
  Mi pulso sigue acelerado. La sensación en el estómago persiste. Se disipará unas cuadras más adelante.
   Miro a Dana Eva. Le sonrío.
   —¡Buenos Aires te da la bienvenida!

domingo, 2 de septiembre de 2012

ALGO SOBRE LAS LEYES DE LOS HEBREOS

     Génesis, capítulo 40 al 50.
     Éxodo, capítulo 1 al 23.

   Estábamos en que a José lo pusieron preso por pelotudo.
   Tecla de avance rápido.
  Vamos a pasar velozmente algunas cosas que, más o menos, conocemos todos.
  En la cárcel, José conoce al copero y al panadero del faraón, que estaban presos por haber delinquido contra su señor. José les interpreta unos sueños. Al copero le dice que el faraón lo perdonará. Al panadero, que el faraón lo va a hacer cagar fuego. En ambos casos, acierta.
  Dos años después, el faraón tiene un sueño que los sabios de su corte no saben interpretar: el famoso sueño de las siete vacas flacas que se morfan a las siete vacas gordas. Y el copero se acuerda de José.
 —En la cárcel había un chaboncito hebreo que la tenía re clara interpretando sueños —dice, y el faraón lo manda a buscar. (1)
  José interpreta. Las siete vacas gordas simbolizan siete años de gran abundancia para Egipto. Las siete vacas flacas, siete años de hambre que vendrán después.
   —Vos hacé una cosa, faraón —dice—. Los siete primeros años, guardá morfi para usarlo los otros siete. ¡Y listo!
   El faraón, encantado con José, lo nombra su mano derecha para que se haga cargo de la administración de los víveres del país durante los próximos catorce años.
  Durante los segundos siete años, el hambre no arrecia sólo en Egipto, sino en toda la tierra. De modo que viene gente de todas partes a comprarles morfi a los egipcios. Y el que se encarga de atenderlos, es José.
  Y entre toda la gente que viene a comprar, un día aparecen sus hermanos. Ellos no lo reconocen —esas maravillas que solo ocurren en los cuentos de hadas—; pero él a ellos, sí. Aprovechando esto, José se burla de ellos y los hace sufrir un cacho, (2) pero luego no se aguanta y, llorando, les confiesa su identidad. Todos se abrazan, se perdonan, se reconcilian. Sabiendo que José está vivo, Jacob también viaja a Egipto a reencontrarse con su hijo. Lloran, se abrazan. Toda la familia se instala en Egipto y goza del favor del faraón, ya que José es su siervo favorito.
   Pasa el tiempo. Jacob, José y sus hermanos van muriendo hasta que no queda ninguno. Solo sus descendientes, que son muchos. Tantos, que el nuevo faraón —que no conoció a José ni le guarda gratitud— teme que alguna vez este pueblo que alberga en su tierra se subleve contra él. Por eso, decide someterlo obligándolo a hacer trabajos forzados de extrema dureza. (3) Y como los hebreos siguen multiplicándose en abundancia, el faraón ordena que se mate a todos sus niños varones apenas nazcan, que solo se conserve con vida a las niñas.
   Bueno, todos sabemos que Moisés se salva de esta porque su vieja lo pone en un moisés y lo tira al río. Y en el río, lo descubre la hija del faraón, que se está bañando, se compadece de él y lo adopta.
   Después, Moisés crece. Y un día que anda por el desierto apacentando las ovejas de su suegro, se encuentra con Dios, que toma la forma de una zarza ardiente que habla —ni en El Señor de los Anillos pasa algo así—.
   —¡Moisés! ¡Moisés! —dice la zarza.
   —Heme aquí —dice Moisés.
   —Así como me ves, yo soy el Dios de tu padre —dice la zarza—, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. He visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he escuchado su clamor. Y he descendido para libertarle de la mano de los egipcios, y para hacerle subir de aquella tierra a una tierra buena y espaciosa. Ahora pues ven, y te enviaré al faraón, para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel, de Egipto.
  —¡Nadie me va a creer que hablé con una zarza que es Dios! —dice Moisés—. ¡No me van a dar pelota! (4)
   Entonces, Dios le enseña unos trucos de magia para que la gente le crea. (5)
   Así y todo, le cuesta un huevo convencer al faraón de que deje salir a los hebreos de Egipto. Hacen falta las diez plagas que Dios le va mandando, una a una, para lograr que, finalmente, dé el brazo a torcer. Esto sucede porque Dios influye en el faraón para volverlo testarudo y, así, poder mandarse la parte.
  —Yo he hecho obstinado su corazón —dice—, para manifestar estas mis señales en medio de ellos; y para que puedas contar en oídos de tu hijo, y del hijo de tu hijo, cómo yo hice maravillas en Egipto. (6)
  Después de que los hebreos salen, Dios manipula al faraón para que persiga a los hebreos, y así poder matar a los egipcios en una soberbia exhibición de poder.
  —He aquí que yo endureceré el corazón de los egipcios para que vayan tras ellos —dice—. Y me glorificaré en el faraón y en todo su ejército, y en sus carros y en su gente de a caballo. (7)
   Después, Dios amenaza al pueblo de Israel.
   —Si oyeres atentamente la voz de Jehová, tu Dios, e hicieres lo que es recto a sus ojos, y prestares oídos a sus mandamientos, y guardares todos sus estatutos, entonces no enviaré sobre ti ninguna enfermedad de las que envié sobre los egipcios. (8)
  Porque al torturar y asesinar a los egipcios, Dios mata a dos pájaros de un tiro, ya que tamaña exhibición de poder le sirve también para mantener subyugados a los hebreos mediante el miedo.
  Después, comienza el peregrinaje del pueblo de Israel por el desierto, llueve el maná del cielo, etc., hasta que llegan al monte Sinaí. Moisés sube al monte, donde Jehová le transmite los diez mandamientos. Y no solo los diez mandamientos, sino también una serie de leyes, menos conocidas que aquellos, algunas de las cuales quiero destacar.

 - El que hiriere a un hombre de modo que muera será muerto irremisiblemente. Salvo que lo hubiese hecho por accidente. En ese caso, se lo albergaba en una ciudad en la que se lo protegía de las posibles represalias de los familiares del muerto. (9)

  - El que pegare a su padre o a su madre será muerto irremisiblemente. (10)

   - El que hurtare a una persona y la vendiere, o aun si fuere hallada en su poder, será muerto irremisiblemente. (11)     

 - El que maldijere a su padre o a su madre será muerto irremisiblemente. (12)

   - Cuando alguno hiriere a su esclavo o a su esclava con palo, de modo que muera bajo su mano, el muerto será vengado irremisiblemente. Mas si sobreviviere por un día o dos, no será vengado, por cuanto era de su propiedad. (13)

  - Si alguno hiriere el ojo de su esclavo o el ojo de su esclava, y lo destruyere, le dejará ir libre a causa de su ojo. Asimismo, si hiciere saltar un diente a su esclavo o un diente a su esclava, le dejará ir libre a causa de su diente. (14)

   - Cuando un buey acorneare a hombre o a mujer, de modo que muera, será apedreado irremisiblemente aquel buey, y no será comida su carne; mas el dueño del buey quedará absuelto. Pero si el buey hubiere sido acorneador anteriormente, y se le hubiere notificado al dueño, y él no lo hubiere encerrado, a él también lo hacían cagar. (15)

   - Si un ladrón fuere hallado forzando una casa de noche, y fuere herido de modo que muera, el que le hirió no será reo de homicidio —allá lejos y en aquel entonces, también hubieras zafado, Etchecopar—. Pero si esto ocurría de día, sí era culpable de homicidio. (16)

  - Si un ladrón no tenía con qué devolver lo que había robado, era tomado como esclavo. (17)

   - A la hechicera no le permitirás vivir. (18)

   - Todo aquel que se ayuntare con bestia será muerto irremisiblemente. (19)

  - Aquel que ofreciere sacrificio a dios alguno, excepto tan solo a Jehová, será enteramente destruido. (20)  

   - Irá mi Ángel delante de tu faz. Y te llevará al amorreo, y al heteo, y al perezeo, y al cananeo, y al heveo, y al jebuseo. Y yo los destruiré.
  No te postrarás ante sus dioses, ni les darás culto. Y no harás conforme a sus obras. Al contrario, destruirás completamente los dioses de ellos, y desmenuzarás sus columnas.
    No hagas pacto con ellos ni con sus dioses.
   Ellos no han de habitar en tu tierra, no sea que te hagan pecar contra mí, sirviendo a sus dioses; porque esto sería causa de tu ruina. (21)

  Como verán —y como ya dije anteriormente—, eso de que Dios es Amor y de que todos somos iguales ante sus ojos, lo inventaron más tarde los cristianos, para captar prosélitos.
  Hay algunas leyes más en Levítico, Números y Deuteronomio. Las veremos en unos meses. Espero que, hasta entonces, por no conocerlas, no infrinjan alguna sin saberlo.
   Dios se apiade de los seguidores de este blog.
   Amén.

     (1) Génesis 41:12, 13
     (2) Génesis 42:9, 17, 24
     (3) Éxodo 1:10-14
     (4) Éxodo 4:1
     (5) Éxodo 4:2-8
     (6) Éxodo 10:1, 2
     (7) Éxodo 14:17, 18
     (8) Éxodo 15:26
     (9) Éxodo 21:12-14; Números 35:10-15; Deuteronomio 4:41-43; 19:1-6
     (10) Éxodo 21:15
     (11) Éxodo 21:16
     (12) Éxodo 21:17
     (13) Éxodo 21:20, 21
     (14) Éxodo 21:26, 27
     (15) Éxodo 21:28, 29
     (16) Éxodo 22:2, 3
     (17) Éxodo  22:3
     (18) Éxodo 22:18
     (19) Éxodo 22:19
     (20) Éxodo 22:20
     (21) Éxodo 23:23, 24, 32, 33

domingo, 26 de agosto de 2012

NO AMOR

Volvemos a mi pene, uno de los protagonistas de este blog. Oh, si ese pedazo de carne, ese amasijo de venas, hablara… De momento, al menos, mientras no ocurra un milagro, he de escribir yo por él.

Una vez que conocí en persona a una de las seguidoras de Carne con Alambre, me contó que el día anterior había hablado con otra.

—¿Qué hacés mañana?

—Voy a capital. Me encuentro con Guillermo.

—¿Qué Guillermo?

—Altayrac.

—¿El del blog del pene?

—El mismo.

Pero estoy divagando —decir algo así como que comencé con el tronco y me fui por las ramas sería algo demasiado burdo. No seré yo quién lo haga—. Volvemos a mi pene, digo. Y a Graciela M. Y a cada uno de ellos en relación al otro. Esto de hablar sobre mi pene como si fuera una persona me recuerda una anécdota. Mariano M, un antiguo compañero de trabajo de quien alguna vez hablaré más, contaba que su mujer se quejaba del sexo que tenían. Ella decía que sus relaciones consistían en ellos dos, en la cama, haciendo todo para satisfacer a un tercero: el pene.

Oh, pequeño dictador…

Otra vez me fui por las ramas —no, no haré ese chiste. No seré yo quién lo haga—. Mi pene. Graciela. Esos dos elementos, cada uno en relación al otro. Eso es todo lo que en este momento nos compete —y si no he hecho aquel chiste, mucho menos haré este—.

Durante la estadía de Graciela en Ushuaia, tuve la consulta con el segundo urólogo. Este coincidió con el primero en que había que operar, y me derivó al cirujano para que me examinara y concertara conmigo la fecha de la intervención. A esa primera entrevista con el cirujano, me acompañó Graciela —una de las principales interesadas en que todo saliera bien—.

Habíamos quedado en que a la salida nos tomaríamos un café con un tostado. Camino a Plaza Miserere —la entrevista había sido en el Dupuytren—, Graciela me preguntó si tenía mucha hambre.

—No —respondí—. Más o menos.

—Entonces, vení —dijo ella.

Me tomó de la mano, frenó en seco y, por arte de magia, hizo aparecer un telo. Esa fue mi impresión. Evidentemente, cuando veníamos en sentido contrario, camino al Dupuytren, ella lo había registrado. Yo, inocente cervatillo, no había reparado en él.

—Pero no puedo… —le dije.

—No importa —dijo—. Podemos hacer otras cosas.

Ya dentro, soltó mi mano. Pidió una habitación. Pagó ella. Primera vez que yo pisaba un telo. No era muy diferente a como me lo figuraba.

Escalera. Puerta. Adentro. Imaginen toda esta secuencia filmada como el video de Smack my bitch up, de The Prodigy. Yo no había consumido nada —yo no me drogo, señora. Una sola vez tuve un viaje en ácido—, pero eso grafica bastante bien el vértigo que sentía en ese momento.

Luces tenues. De pie junto a la cama. Graciela me abraza, me besa. Me quita el buzo, la remera. Acaricia mi cuerpo. Besos. Más besos. La boca, el cuello, el pecho. Desnuda su torso. Aprieta su cuerpo contra el mío. Tantea mi cinturón. Lo desprende. Sujeta con fuerza mi erección. Se sienta. Me chupa. No sabe cómo. Me hace doler un poco. Me quejo. Sube de nuevo. Más besos. Termina de desvestirse. Me abraza fuerte. Sin soltarme, se deja caer de espaldas en la cama. Me arrastra. Estoy sobre ella. Acaricia mi espalda. Me rodea con las piernas. Beso su cuello.

—Te amo —dice.

Dejo de respirar. Acaricio. Sigo besando.

—Te amo —repite.

Me quedo quieto. La cara pegada a su cuello. Ella también se detiene. Siento su cuerpo latir bajo el mío.

—Decime algo…

Tengo la lengua pegada al paladar.

—¿Qué sentís por mí?

Sigo sin ver su rostro. El aire entra de golpe en mis pulmones. Pero mi voz se oye débil.

—Cariño. Atracción física. Pero no amor.

Silencio. Después de unos segundos, pequeños temblores recorren su cuerpo. El llanto se oye después.

Me separo de ella. Se tapa la cara con un brazo. Me da la espalda. Poso mi mano en su hombro. Pasan los minutos. Parecen horas. Tengo un nudo en el estómago, la quijada tensa. De a poco, su cuerpo cesa de temblar.

—Mirá —dice. Señala hacia arriba, nuestros cuerpos desnudos en el espejo del techo—. Cualquiera que viera esa imagen pensaría que es otra cosa.

No contesto.

Suena el teléfono, terminó el turno. El aparato está del lado de Graciela. Ella no atiende. El sonido estridente me taladra el cerebro.

Ella putea. Toma el tubo.

—¡Ya va! —ladra—. ¡Pago lo que haya que pagar!

Cuelga de un golpe.

Nos vestimos. Se queda sentada en la cama. Yo estoy de pie, con ganas de salir corriendo.

—Por favor —me dice—, vení a casa esta noche…

—No… —digo, sorprendido.

Lloriquea.

—Por favor… Me siento mal…

—Yo también me siento mal. Necesito estar solo.

—Tengo miedo de estar sola esta noche…

Miro el piso. Me quedo en silencio.

—Es un favor que te estoy pidiendo… Es lo único que te pido…

—Bueno… —digo, sin levantar la vista.





Por la mañana, me dio un collar hippie que había comprado en Ushuaia.

—Era un regalito que iba a hacerte, una sorpresa… Quiero dártelo igual… Para que te acuerdes de mí…

El collar me parecía bastante feo. Asentí sin decir palabra.

—Dejame que te lo ponga.

La dejé hacer. Me abrazó, llorando.

Apenas llegué al laburo, Noemí me preguntó, riendo:

—¿Qué es esa cosa espantosa que te colgaste?

Guardé el collar en un cajón. Ahí se quedó hasta que la empresa se fundió, a fines del 2001.

lunes, 20 de agosto de 2012

PALABRA DE DIOS: JOSÉ SE NIEGA A GARCHAR

      Génesis, capítulo 39.

   José había sido vendido por sus hermanos a unos mercaderes ismaelitas. A su vez, los mercaderes ismaelitas lo vendieron, en Egipto, al capitán de la guardia del faraón: Putifar —un nombre que parece verbo, de significado obvio—.
   José servía en la casa de Putifar (y no es que trabajara en un prostíbulo —Dios, a veces me sorprende lo ocurrente que soy—). Y como Jehová era con él, a José le iba bien en todo cuanto hacía. Putifar lo notó e hizo a José administrador de su casa, y cuanto tenía lo puso en su mano. A partir de eso, Jehová bendijo la casa del egipcio por causa de José, de modo que Putifar prosperó.
   Pero he aquí —decir he aquí está casi tan bueno como decir henchid— que José era de bella figura y de hermoso semblante. Había salido a la abuela y a la bisabuela, y, como ellas, era irresistible para el sexo opuesto. Aconteció, pues, que la mujer de su señor puso sus ojos en él, y dijo:
   —¡Acuéstate conmigo!
   —¡No! —dijo José—. ¡¿Cómo le voy a hacer eso a Putifar?! (1)
  Y la mina le insistía todo el tiempo. Hasta que un día, aprovechando que estaban solos en la casa, lo agarró de la ropa.
   —¡Acuéstate conmigo! —le dijo.
  Forcejearon, José se zafó dejando su ropa en las manos de ella. ¡Y huyo de la casa en pelotas! (2)
  La mina aprovechó esta situación para calumniarlo. Llamó a los hombres de la casa.
   —¡El siervo hebreo me quiso violar! —dijo—. ¡Y cuando grité pidiendo auxilio, se escapó en pelotas! (3)
  La muy turra guardó la ropa de José hasta que Putifar volvió. Y se la mostró, diciendo:
   —¡El siervo hebreo que nos trajiste quiso juguetear conmigo! (4)
   Al oír esto, Putifar se re calentó y echó a José en la cárcel.
   Lo tenía merecido por tarado. ¡¿Cómo te vas a ir corriendo en bolas?!
   Será de Dios

     (1) Génesis 39:8, 9
     (2) Génesis 39:12
     (3) Génesis 39:13-15
     (4) Génesis 39:17

lunes, 13 de agosto de 2012

PASADO

Graciela M es hija de un inmigrante italiano y una indígena. Toba o mapuche, ya no lo sé. Su madre muere al parirla, o muy poco después. El recuerdo más viejo que tiene es el de estar hamacándose, sola, a los cinco o seis años, mientras canta una canción que le enseñó su padre. La canción es en italiano y habla sobre la mia mamma. La pequeña Graciela la canta llorando. Su padre se la enseñó para que nunca olvide a su mamá. Y es efectivo.

Hay cosas que ya no recuerdo. En algún momento, su padre muere también. No sé cuándo. Y en algún momento, aún jovencita, Graciela se pone en pareja con un hombre mucho más grande que ella. Esto ocurre en Arrecifes. Ella nació ahí o terminó viviendo en ese lugar por razones que desconozco, no lo sé.

Con ese hombre, Graciela tiene a sus cuatro primeros hijos. Dos varones y dos mujeres. Sólo conozco al mayor.

Graciela se llevaba muy mal con la familia de su marido. Una vez, estando ella embarazada, una de sus cuñadas la faja en medio de la calle. Graciela termina en el piso, cubriéndose el vientre con los brazos para protegerlo de las patadas de su atacante.

Debido a varias crisis psicológicas que tiene, tiempo después de haber nacido su último hijo —el último de esa tanda—, su marido decide internarla en un psiquiátrico. En ese lugar, un enfermero la viola.

Mientras está internada, su marido la abandona y comienza una relación con otra mujer.

Cuando Graciela sale del psiquiátrico, se va a vivir a San Martín y sus hijos quedan con el padre, en Arrecifes. No sé en qué circunstancias sucede esto. Sólo sé que, salvo el mayor —Ignacio B, que la busca y se reencuentra con ella mucho tiempo después—, ninguno de esos hijos quiso volver a verla.

En San Martín, se instala en el departamento en el que vive cuando yo la conozco. Propiedad del marido, supongo que él se lo cedió por culpa.

Ahí, Graciela conoce al que será el padre de Ulises y Pamela. Un hombre alcohólico y golpeador. Un día, le sugiere a Graciela que se acueste con unos amigos de él a cambio de dinero. Ella se niega, pero esa noche él cae al departamento con los dos hombres y ellos la violan.

Después de este, viene Daniel, el padre de Roxana. Otro golpeador.

Y después, Néstor, el padre de Claudio. Un tipo con bastantes defectos, pero que no es violento.

El primer hombre es mucho mayor que ella. El segundo y el tercero tienen su misma edad. Néstor tiene unos quince años menos. El rango de edad va bajando. No creo que esto sea casual. Después de Néstor, comienza a salir con pendejos. Primero con un alumno de taekwondo. Después conmigo.

Todo esto, Graciela me lo contó la vez siguiente que nos vimos, cuando regresó de su viaje a Ushuaia. Fue por la tarde, en la plaza de Chacarita. A la noche fuimos a su departamento. Transamos, charlamos, nos reímos. En un momento, pareció quedarse dormida. No quise molestarla, me quedé acostado a su lado. Al rato, despertó sobresaltada, llorando. Le pregunté qué le pasaba.

—Nada —me dijo—. Tuve un sueño.

—¿Qué soñaste? —le pregunté.

—No importa… Abrazame.

domingo, 5 de agosto de 2012

JUDÁ SE GARCHA A SU NUERA

      Génesis, capítulo 38.

   Judá se casó con Sua, y tuvo con ella tres hijos: Er, Onán y Sela.
   Y tomó mujer para Er, su primogénito, la cual se llamaba Tamar.
   Pero Er era malo a los ojos de Jehová, y Jehová lo mató (1) —toda esa sanata de que Dios es Amor, la inventaron los cristianos muchos años después—.
   Entonces, Judá dijo a Onán, su segundo hijo:
   —Cumple tu deber de cuñado: cógete a la mujer de tu hermano. (2)
  Porque era costumbre entre los hebreos de esa época que al quedar viuda una mujer sin haber tenido hijos, su cuñado se la empernara para dejarla embarazada y así dar linaje a su hermano. El hijo nacido de esta unión era considerado descendencia del difunto. (3)
  Este es el famoso Onán, de cuyo nombre viene la palabra onanismo. Pero es un error pensar que el pecado de Onán era masturbarse. El pecado de Onán era que cuando se garchaba a su cuñada, como no quería dar linaje a su hermano, acababa afuera. Se ayudaba con la mano, claro, pero ese no era el punto. (4)
   Hay que tener en cuenta que, si Tamar tenía hijos, la herencia de Judá, en el futuro, habría de dividirse en tres partes. Caso contrario, la herencia se dividiría entre Onán y Sela, los dos hermanos sobrevivientes. Es probable que esa haya sido la razón por la que Onán vertía en tierra: quería cobrar una tajada mayor.
  Era malo a los ojos de jehová lo que hacía, de modo que le mató a él también.
  —Hagamos una cosa —dijo, entonces, Judá a Tamar—: aguantá hasta que mi pibe más chico crezca y tenga edad como para empomarte. ¿O.K.? (5)
   —O.K. —dijo Tamar.
  Pero el tiempo pasó y, cuando Sela tuvo edad suficiente, Judá se re colgó y no lo envió a Tamar para que se la garchara.
   Despechada por esto, Tamar urdió un plan. Se sacó la ropa de viuda, se tapó la jeta con un velo y se sentó junto a un camino por el que sabía que pasaría Judá. Y cuando Judá la vio, la confundió con una puta. (6)
   —¡Ea pues, ruégote me dejes que te coja! —le dijo.
   —¿Qué me darás a cambio? —preguntó ella.
   —Cuando llegue a casa, te mando un cabrito —dijo él.
   —¿Me vas a dejar algo de garantía hasta que me lo mandes?
   —¿Qué querés que te deje?
   —Tu sello, tu cordoncillo y el báculo que traes en la mano.
   —O.K. —dijo él. Se la garchó y le dejó las cosas.
  Más tarde, mandó a un amigo con el cabrito para recuperar sus pertenencias. Pero el tipo no encontró a nadie.
  —¿Dónde está la puta que paraba acá? —preguntó a los hombres del lugar.
   —Acá no paraba ninguna puta —respondieron ellos. (7)
  Así que el tipo se volvió con el cabrito y sin haber recobrado los objetos.
 Pasaron tres meses y llegó a Judá la noticia de que Tamar estaba embarazada.
  —Tu nuera ha estado fornicando —le dijeron—. Y he aquí también que está preñada de sus fornicaciones.
   —¡Sacadla para que sea quemada! —dijo Judá.
  Tomaron, pues, a Tamar para llevarla a la hoguera. Pero ella envió a decir a su suegro:
   —Del varón cuyas son estas cosas, yo estoy preñada. Ruégote veas de quién son.
   Judá reconoció sus pertenencias.
  —Déjenla —dijo—. La mina tiene razón. Yo estuve flojo: le había prometido a mi hijo y se me re pasó. (8)
   Tamar parió mellizos. Y he aquí otra historia de sustituciones. En medio del parto, uno de los pibes asomó una manito por la concha. La partera le ató un piolín para identificar al primogénito. Pero el pibe retiró la mano y el que salió primero fue el otro.
   —¿Cómo te rompiste paso? —le dijo su madre. Y lo llamó Farés, que significa irrupción. (9)

      (1) Génesis 38:7
      (2) Génesis 38:8
      (3) Deuteronomio 25:5, 6 
      (4) Génesis 38:9
      (5) Génesis 38:11
      (6) Génesis 38:14, 15
      (7) Génesis 38:21
      (8) Génesis 38:26
      (9) Génesis 38:28, 29