domingo, 3 de marzo de 2013

JESÚS MUEVE LAS MANITOS

Pocos lo saben: la cafeína en exceso puede producir alucinaciones. Ahora, ustedes están enterados y pueden investigar sobre el tema si no me creen.

Por mi parte, les contaré el modo en que yo lo descubrí, sufriéndolo en carne propia.

Fue en el año 96, una noche que me quedé dibujando hasta tarde. Un dibujo para una compañera de escuela que me gustaba. En aquel entonces, eso era lo único que sabía hacer para acercarme a las chicas que me atraían. Y nunca lograba lo que me proponía. Ya saben: la timidez, la fimosis. No importa, no es el punto de esta historia.

El asunto es que era tarde y por la mañana tenía que pasear perros. Pero quería entregarle el dibujo a mi amada al día siguiente sin falta. Para mantenerme despierto, a pesar del sueño, decidí tomarme varios cafés. Y acompañarlos con un par de cafiaspirinas, como solía hacer en época de exámenes —cosa que más tarde pagaría con una gastritis erosiva, oh irreflexiva juventud…—.

Así estuve dibujando toda la noche y me acosté como para dormir dos horas, agotado y con la sensación de que mi cuerpo saldría flotando.

Me fui adormeciendo; pero, antes de lograr conciliar el sueño, sentí que alguien tosía dentro de la habitación.

Asustado, abrí los ojos de par en par y miré a mi alrededor.

Nada.

Alucinaciones hipnagógicas, me dije. De esas que uno tiene a veces antes de dormirse, en ese estado incierto entre la vigilia y el sueño. Porque era un chico tímido y con fimosis que sabía algo de neuropsicología.

Después de relajarme, comencé a adormecerme de nuevo.

En aquel entonces, tenía un despertador eléctrico. De esos que tienen radio y números luminosos. Mientras me invadía el sueño, mirando la luz roja, pude ver cómo se materializaba un dedo. Solo, sin mano, sin persona: un dedo que flotaba hacia el reloj.

Me sobresalté. Busqué el dedo. Había desaparecido.

Ya no sería tan fácil que me relajara, se había instalado en mí una sensación espeluznante.

Por tercera vez, intenté dormir. Los balbuceos de un bebé me hicieron desistir definitivamente. ¿Por qué algo tan inocente, fuera de contexto, producirá tal espanto? Maldije a mi cabeza por la mala pasada que me estaba jugando y me levanté, resignado a salir a trabajar sin haber dormido.

Decidí pegarme una ducha para despabilarme. Las toallas se guardaban en un placard que había en el living-comedor. Fui a buscar una.

A mi izquierda, la puerta de casa. En la puerta, una ventana de vidrio esmerilado, con una reja que forma rombos. Clavado en esa reja, del lado de afuera, una imagen del Cristo, puesta ahí por Raúl. Una de esas imágenes en las que hace un gesto con las manos como diciendo «¿y a mí qué me piden?». Está impresa sobre una plancha de madera y se la ha recortado siguiendo el contorno de la figura, de modo tal que desde donde estoy puedo ver su silueta.

Agita los brazos con gesto de alarma, intentando llamar mi atención.

Lo veo al pasar, y cuando abro el placard y tomo la toalla, caigo en la cuenta de lo que he visto. Quedo en pausa unos segundos, con la toalla en la mano. La vista clavada al frente. Y, como haría el pato Lucas, volteo la cabeza de nuevo para comprobar si lo que he creído percibir es cierto.

Y mientras lo hago, pienso: si Jesús está moviendo las manitos, voy a volverme loco.

El viento sacude una rama del tilo, que se superpone con la figura.

Cristo, nunca lo hagas, nunca lo hagas.

Prometo portarme bien.

domingo, 17 de febrero de 2013

SEGUNDA VUELTA

Completamos la segunda vuelta: hoy, este blog de Acuario cumple dos años.

Nacido en una época de crisis múltiple en la que me vi forzado a replantear varias áreas de mi vida, cumplió cierta función terapéutica y, pasada la tormenta, se instaló como un elemento muy importante de esta nueva etapa.

Las grandes crisis son hidras de Lerna, con numerosas cabezas, pero todas ligadas a un mismo cuerpo. Una de las facetas de la mía fue en el área vocacional. Toda mi vida había estado seguro de que quería dibujar. Sin embargo, ahora esta convicción perdía solidez, como tantas otras que hasta entonces apuntalaban el que era mi modo de vivir y eran la brújula que marcaba la dirección de mis pasos.

En el caso del dibujo, me planteaba —y aún me pregunto— si realmente seguía mi vocación o si me estaba haciendo cargo del sueño frustrado de mi padre.

Hice un test vocacional, pero no me fue de mucha ayuda. No me sentía del todo identificado con ninguna de las carreras que salieron como resultado, a pesar de que, en mayor o menor medida, las cuatro eran afines a mis gustos e intereses. Reflexioné mucho sobre el tema. Traté de captar qué era lo que realmente me gustaba hacer. No las actividades en sí, sino lo que había más allá de ellas: las necesidades que satisfacía al realizarlas. Llegué a la conclusión de que podía dividir mis aficiones en dos grupos: las que satisfacían una necesidad de conocimiento profundo de lo humano —como la psicología y la astrología— y las que satisfacían una necesidad de comunicación —como el dibujo, la escritura y el teatro—. Cuando hablo de comunicación no me refiero al mero intercambio de información, sino a la expresión de ideas, sentimientos e imágenes de lo profundo de la psiquis.

Mi vocación está hecha de esas dos cosas: afán de conocimiento y de comunicación. Ambas están íntimamente relacionadas. En conjunto funcionan como una respiración: la primera equivale a inhalar y la segunda a exhalar. De modo que las actividades que en un principio dividí en dos grupos se interrelacionan. Con el tiempo, estas actividades pueden cambiar; pero siempre serán esos los móviles de mis elecciones posteriores.

Es probable que más adelante me vuelva a conectar con el dibujo. Y planeo comenzar la carrera de filosofía a mediados del año que viene. Actualmente, mi única actividad aparte de la lectura —y de la que me proporciona dinero, que se relaciona con esta y me da acceso a mucho material— es escribir para este blog. La razón por la cual este espacio es tan importante para mí es que, en cierta medida, satisface ambas necesidades. Claramente la de comunicación; pero también la de conocimiento, siendo que genera un intercambio constante que ensancha mi horizonte de experiencia. Cada vez que ustedes hacen un comentario en alguna de mis entradas, cada vez que yo visito los blogs de ustedes y en cada encuentro personal, que invariablemente deriva en una charla de horas.

En esta segunda vuelta, conocí personalmente a —por orden de aparición—:

Café, que cocina un delicioso pastel de carne con pasas de uva.

Lila Biscia, que camina en círculos el poema hasta agotarlo.

Dana Eva, que ya cumplió con los mates pero aún me debe las empanadas.

Y Ramita, camarada de Virgo.

Virtualmente, se sumaron —también por orden de aparición—: el misterioso Eusebio Q —que surgió de la nada y partió antes de lo prometido—, Hugo —antiguo pirata, Robin Hood de la red, perseguido por el FBI, ahora con un blog muerto y otro dormido—, Alejandro Cossavella —que canta en esperanto, viaja en el tiempo y hace reproches infundados—, Dany —que hace refritos a pedido—, ma —que escribe tan intenso que duele—, Dan —que le vendió zapatos a Cenicienta y su familia—, Yoni Bigud —que se ausentó tanto tiempo que lo creí muerto por un gordo tartamudo—, Lola —que tiene un ojo diestro para captar momentos especiales, y la habilidad y la sensibilidad para plasmarlos en textos que son pequeñas postales deliciosas de esta loca loca ciudad—, Lorena —que escribe tan lindo y espaciado que deja con ganas—, Monetre —¡que sueña mucho!—, Bigote Falso —con quien formaremos una organización para derribar el imperio capitalista de Farmacity, saquearemos sus comercios, castigaremos a sus cajeras inescrupulosas y con el dinero recaudado fabricaremos patinetas voladoras—, CorazónLunático —que tiene convulsiones en el laburo—, Hundred —que tiene un fetiche sexual con la Coca-Cola—, Viejex —que con toda educación insulta viejas—, Juanita is dead —con quien formaremos una liga de gente que no sabe andar sobre dos ruedas y recaudaremos dinero que invertiremos en taxis— y Nachox —que está resfriado y no quiere SOPA—.

Me siguen acompañando —ya son amigos de la casa—: El Señor Potoca —que cree que Dios es verde—, José Gabriel —que cree que Dios es un caballo—, losty —que tenía una abuela muy parecida a la mía—, Panqueca —cuyo blog aletargado es uno de los primeros que descubrí, gracias a Puig, y desde aquel entonces uno de mis preferidos—, Gabriela —a quien admiro y tomo como ejemplo—, Mateo —que volverá de Malasia con algunos dedos menos—, Paris_In_Flames —¡que tiene alitas en la espalda!—, Boris —inconstante y díscolo: punk, si no fuera porque Ricky Espinosa fue el último—, Karina —que vuelve a virulear después de varios meses de ausencia—, Lunática —que camina dormida—, Diana Bz —que dibuja muy lindo—, Israel —que escribe muy esporádicamente desde que lo encerraron en el penal de Ushuaia por arrojar a su suegro desde un acantilado—, Valeria —que tiene un montón de amigos cuadrúpedos—, Rosi ta —que me lee vía Facebook— y Natalia —que me lee vía impresora y tiene una carpetota llena de este blog hecho carne—.

Y una mención especial para Tenshi Virago, quien me tiró la idea de comenzar con este blog. 

Por todos ustedes alzo esta copa, llena de grog del mejor.

Gracias por tantas alegrías.

¡Salud!

domingo, 10 de febrero de 2013

EL DÍA QUE LE PEGUÉ A UNA MUJER

A Graciela le molestaba que yo le diera la espalda cuando dormíamos. Pero yo dormía más cómodo en esa posición. Nunca llegamos a ponernos de acuerdo respecto a este particular. Es decir, yo siempre dormí como me resultaba más cómodo y ella siempre me lo reprochó.

Le parecía poco romántico, poco afectivo de mi parte.

—¿No podés abrazarme? —demandaba.

—Me es incómodo —decía yo—. No voy a poder dormir.

—Qué egoísta que sos… —decía ella.

—¡No soy egoísta! —me quejaba—. ¡No voy a poder dormir!

Y ella me hacía el muro del silencio.

Yo esperaba un rato, me daba vuelta y me dormía.

Pero esto no terminaba ahí. Una vez que yo conciliaba el sueño, ella comenzaba a hablarme de nuevo.

Si señor: así como lo leen.

¿Cómo lo sé?

Porque de a ratos eso me despertaba. Y me dejaba en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Y en ese estado sentía su letanía, monótona y lastimera, como un mantra repetido hasta el hartazgo.

—Date vuelta… Dale… Por favor… Guillermo… Guillermo… Dale, date vuelta… Guille… Por favor… Dale… Date vuelta… Por favor…

Presumo que en algunas ocasiones seguía así durante horas, porque llegaba a despertarme hasta tres o cuatro veces a lo largo de la noche.

¿Por qué hacía esto?

Creo que pretendía comunicarse con mi inconsciente, para lograr su objetivo. Una suerte de hipnosis.

Pero sus intentos eran vanos.

¿Qué hacía yo relacionándome con una persona así?

Bueno, ya saben: loca ella, loco yo, corriendo en pelotas por Avenida Corrientes, con un melón en la cabeza y una banderita de taxi libre clavada en el orto. Looocooo, looocooo, tatá-tatá-tararará… ¡Vení! ¡Volá! ¡Vení! ¡Volá!…

¿En qué estaba?

Ah, sí…

Una de esas noches en que Graciela me hablaba, hablaba y hablaba, terminó infiltrándose en mi sueño.

La escena, igual a la del mundo real. Excepto por el detalle de que, en el sueño, la luz está encendida. Graciela, apoyada en un codo, se inclina sobre mí. Me habla, me habla, me habla… Y en eso, saca de entre las sábanas un cuchillo. Grandote, de cocina. Se dispone a asestarme un golpe mortal entre los omóplatos.

Reacciono.

Me apoyo sobre la mano derecha. De un solo movimiento, alzo mi torso y giro. Le estampo la mano izquierda, abierta, en el medio de la cara. Acto seguido, me desplomo sobre la cama, otra vez de espaldas a ella.

En ese momento, me doy cuenta de que estoy despierto. Y de que el cachetazo que acabo de dar fue real. Me quedo quieto, los ojos abiertos como platos, clavados en la pared. Por unos segundos, ella permanece muda. Después susurra:

—Guillermo… ¿Estás despierto?

No contesto. Cierro los ojos. Ella no insiste.

Cuando logro aquietarme, caigo en un sopor profundo. El resto de la noche transcurre en un silencio absoluto.

Al otro día, Graciela no mencionó el incidente. Esa misma tarde, fue de visita a lo de Claudio y su novia. A ellos sí les habló al respecto.

Les dijo que yo era un psicópata.

Nunca más volvió a hablarme durante el sueño.

domingo, 3 de febrero de 2013

lunes, 28 de enero de 2013

DUÉRMETE, NIÑO

  La casa en la que Ulises y sus compañeros vivían como ocupas pertenecía a un hombre que había fallecido. Este hombre tenía muchos hijos que se llevaban mal entre sí. Fue gracias a esto que se tardó tanto en decidir qué hacer con la propiedad. Pero finalmente, un día, Ulises y sus compañeros fueron desalojados.
  A pesar de que el lugar quedaba a tres cuadras del departamento de Graciela, por alguna razón Ulises no se fue a vivir con su madre. No sé si no quiso hacerlo o si ella rechazó su pedido, ya no lo recuerdo. Se mudó al edificio, sí, pero al cuartito de las escobas.
  Era un espacio bastante amplio, para lo que suelen ser este tipo de cuartos, y hacía tiempo que no se guardaban elementos de limpieza en él. Estaba cerca de la terraza y ahí había un enchufe, de modo que, tirando un alargue, se podía disponer de electricidad. Con un colchón y un velador, Ulises lo transformó en su dormitorio.
  Algunas noches lo compartía con Camilo C, amigo y compañero de fechorías, que también vivía en la casa tomada antes del desalojo.
   Sucedió una vez que Ulises no lograba conciliar el sueño.
   —Camilo… —llamó en la oscuridad.
   —Mmh… —respondió Camilo.
   —Camilo… ¿Estás despierto?
   —¿Mmh? Sí… No…
   —Che, Camilo, ¿no me la chupás?
   —¡¿Eh?!
   Ahora Camilo estaba tan despierto como Ulises. O más.
   —Que si no me chupás la pija —repitió Ulises.
   —¡¿Vos estás en pedo?!
   —Dale, boludo, y otro día te la chupo yo.
   —¡Estás del cráneo, chabón!
   Ulises encendió la luz. Se señaló la erección desnuda.
   —¡Mirá cómo la tengo, boludo! —dijo—. ¡Así no puedo dormir!
   Después de esa noche, Camilo se mudó al auto de un amigo.

domingo, 13 de enero de 2013

DIOS SE CEBA Y MATA A QUINCE MIL MÁS

      Números, capítulo 16.

    ¡Jehová, Dios compasivo y clemente; que perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado, pero que de ningún modo tendrá por inocente al rebelde!
Éxodo 34:6, 7


  Un día, Coré, Datán y Abiram osaron cuestionar la supremacía de Moisés y Aarón, levantándose contra ellos junto a doscientos cincuenta hombres. (1)
   —¡Mucho os arrogáis, ya que toda la Congregación, cada individuo de ella, es santo, y Jehová está en medio de ellos! —dijeron—. ¿Por qué, pues, os ensalzáis sobre la Asamblea de Jehová?
   Alguien había hecho creer a estos pobres giles que todos somos iguales a los ojos de Dios.
  Cuando Moisés oyó esto, melodramático, cayó sobre su rostro. (2) Y dijo:
   —Esperad hasta mañana. Entonces, Jehová mismo hará saber quién sea el santo. Haced esto: tomad cada cual su incensario y poned incienso en ellos, y traedlos delante de Jehová, doscientos cincuenta incensarios. (3)
   Así hicieron al día siguiente, apostándose a la entrada del Tabernáculo de Reunión, juntamente con Moisés y Aarón.
    Y Jehová habló a Moisés y a Aarón, diciendo:
  —¡Separaos de en medio de la Congregación, para que yo los consuma en un momento!
    Mas ellos cayeron sobre sus rostros y dijeron:
   —Oh Dios, el Dios de los espíritus de toda carne, ¿ha de ser que pecando un solo hombre, tú estalles en ira contra toda la Congregación? (4)
   Porque a aquel Dios, aún adolescente, sus criaturas debían enseñarle el concepto de justicia.
    Dijo entonces Jehová a Moisés:
   —Habla a la Congregación y diles: ¡Retiraos de en derredor de las habitaciones de Coré, Datán y Abiram!
    Y habló Moisés a la Congregación:
   —Ruégoos que os alejéis de las tiendas de esos hombres malos y no toquéis ninguna cosa de lo suyo, para que no seáis arrebatados con ellos en todos sus pecados.
    Así hizo la Congregación y Moisés dijo:
   —En esto conoceréis que Jehová me ha enviado a hacer todas estas obras y que no las he inventado de mi propio corazón. Si de la muerte común de todos los hombres murieren estos, no me ha enviado Jehová. Pero si Jehová hiciere una cosa nueva, no sé, qué se yo, que la tierra abriere con violencia su boca y los tragare a ellos con todo lo que les pertenece, ponele, y descendieren vivos al abismo, entonces entenderéis que estos hombres han tratado con desprecio a Jehová. (5)
  Y aconteció que, como acabase de hablar todas estas palabras, partióse el suelo que estaba debajo de ellos; y, abriendo su boca, la tierra tragólos a ellos con sus familias y con todo lo que tenían. (6)
   Y de la presencia de Jehová salió fuego que devoró a los doscientos cincuenta perejiles que habían ofrendado el incienso siguiendo las instrucciones de Moisés. (7)
   Pero esto no terminó acá, ya que al día siguiente continuó la revuelta.
  —¡Vosotros habéis muerto al pueblo de Jehová! —acusó toda la Congregación a Moisés y a Aarón.
   Y Jehová apareció en toda su gloria.
  —¡Retiraos de en medio de esta Congregación, para que yo la consuma en un momento! (8)
    —¡Uh, se re calentó! —le dijo Moisés a Aarón—. ¡Agarrá tu incensario y ponete en medio de estos boludos que ya se están empezando a morir! ¡Apurate! (9) 
  Aarón tomó, pues, su incensario y corrió a salvar al pueblo. Colocándose entre los muertos y los vivos, con el fueguito encendido, logró apaciguar a ese crío hiperdesarrollado, caprichoso y colérico, que los hebreos tenían por dios. (10)
   Y fueron los muertos por la plaga catorce mil setecientos, sin contar los que murieron por el asunto de Coré, Datán y Abiram. (11)

      (1) Números 16:1, 2
      (2) Números 16:4
      (3) Números 16:5, 6, 17
      (4) Números 16:21, 22
      (5) Números 16:28-30
      (6) Números 16:31-33
      (7) Números 16:35
      (8) Números 16:45
      (9) Números 16:46
      (10) Números 16:47, 48
      (11) Números 16:49

domingo, 6 de enero de 2013

INTRUSO EN EL SECTOR NUEVE

La librería en la que trabajo tiene un pasillo central que, bordeado por mesas y columnas con estanterías, va de la puerta de entrada hasta la oficina de mi jefe.

La oficina está elevada respecto al resto del local, se accede a ella subiendo una pequeña escalera, de cinco peldaños.

Esta altura basta para que mi jefe pueda dominar el panorama de un vistazo, a través de una ventana espejada.

Estructurada así, la librería funciona como una suerte de panóptico, aunque tiene algunas fisuras, algunos puntos ciegos.

Es regla impuesta por mi jefe que ningún visitante debe traspasar la mitad del local sin haber sido interceptado por alguno de nosotros.

Es tal la pasión con la que enuncia esta regla que más que potenciales clientes, parece que tratáramos con enemigos.

Hay, cada tanto, clientes decididos que ingresan al local sabiendo lo que quieren, y se dirigen raudos al sector correspondiente. Dan ganas de enlazarles las patas con un par de boleadoras.

Otros nos agarran distraídos, ocupados en alguna de las tantas tareas que hay que realizar en este lugar, y logran atravesar nuestras defensas.

Hoy casi sucede.

Me agacho para sacar un papel de la impresora, para cerrar la puerta del depósito, para guardar un libro en el estante de reservados, ya no recuerdo. Cuando me levanto, Mónica, que está facturando, me advierte:

—Hay alguien en el medio del local.

Abandono lo que estoy haciendo, me dirijo a la zona de conflicto. Registro la nave como Ripley. Veo asomar un pie detrás del sector de biografías. Rodeo el mueble, enfrento al invasor.

—¿Te ayudo? —pregunto.

Un tipo de cuarentipico. Bajito. Campera y zapatillas que alguna vez fueron blancas, ahora amarronadas, amarillentas. Pantalones cortos. Rodilleras. Barbado, de pelo largo. El rostro curtido y sucio como si hubiese andado cuarenta años por el desierto. Y así es también como huele.

En las manos tiene la autobiografía de Gandhi. Hace correr las páginas para un lado, para el otro. No hojea, salvo que pueda leer tan rápido como Cortocircuito. Pasa las páginas como si buscara dónde dejó el señalador, ponele.

Me tiende el libro.

—¿Cuánto sale este? —pregunta, acelerado.

—Prestame —digo. Paso el lector de la máquina del medio por el código de barras del libro—. Ciento quince.

Levanta las cejas, resopla.

—Mucho… ¿Y este?

Me tiende Las mujeres más solas del mundo, de Fernández Díaz.

—Noventa.

Le devuelvo el libro. No sé si mi jefe está atento a lo que sucede en el salón, pero por las dudas me paro de manera tal que con mi cuerpo oculto la escena de su mirada.

—¿Y cuánto serían los dos? —me pregunta el pequeño nómade.

Ya olvidé los precios que le pasé. Estoy más preocupado por llevarlo a alguno de los puntos ciegos del panóptico.

—Doscientos cincuenta.

Resopla otra vez.

—Mucho… ¿Y estos?

De un manotazo, agarra seis libros del sector de religión, sin mirarlos siquiera. Aprovecho su movida para ganar terreno e ir arrimándolo a la parte delantera del local. Me tiende los libros y con un movimiento de la cabeza señala la computadora, a mis espaldas.

Hago un ademán indicando que esta vez no necesito la máquina para pasarle los precios. Son libros pequeños, en la portada del de arriba hay un papa rezando. Juan Pablo, Ratzinger, no lo puedo precisar. Mando fruta.

—Treinta cada uno.

—¿Cuánto sería todo?

—Seis libros, treinta cada uno, seis por tres dieciocho, ciento ochenta pesos.

—Esperá, esperá —me dice con gesto de fastidio, y hace una cuenta que no termino de entender—. Bueno, los llevo.

Me entrega los libros.

—¿Y estos?

Manotea cinco o seis más, del sector de música. Se cuela por mi costado y regresa a la máquina del centro, volviendo a ganar todo el terreno que le saqué y quedando otra vez expuesto al francotirador que tenemos en la cabina del fondo. Apoya los libros junto al teclado. Toma uno por uno y los somete al mismo tratamiento que al primero: hojas para un lado, para el otro, para un lado, para el otro. Es su modo de inspeccionar la mercadería.

No espera a que le dé los precios.

—Estos también.

—O.K. —le digo—. Acompañame que te los facturo.

Caminamos hacia el mostrador. Él sigue de largo. Atraviesa la puerta de entrada, se voltea, me mira.

—¿Te los facturo, entonces? —pregunto.

—¡Sí! —me dice con fastidio, y enciende un pucho. Se queda parado afuera en actitud de espera.

Mis compañeros y un par de clientas observan la situación perplejos y divertidos.

Paso detrás del mostrador. Dejo a un lado los libros de música, facturo sólo los de religión. Mónica me interroga con la mirada, conteniendo una sonrisa.

—Tal vez es un millonario excéntrico —le digo.

Deja escapar una risita.

—Yo te iba a decir lo mismo —interviene una clienta—. ¿Quién te dice? Quizás te llevás una sorpresa…

Dejo la factura preparada en pantalla. Miro hacia fuera. El pequeño nómade ha desaparecido.

—Me dejó de garpe —le digo a Mónica—. ¿Vos podés creer?

Pongo los seis libros en la pila para acomodar.

—Ahí está —dice Enrique, señalando la puerta—. Te está esperando.

Me asomo. Abro los brazos.

—¡Desapareciste! —le digo—. ¡Pensé que te habías ido!

Hace un gesto vago con la mano.

—¿Te los llevás, entonces?

—¡Sí! —me dice.

—Pasá que ya está.

Las clientas se fueron. Mónica y Enrique se mantienen a cierta distancia. Quedamos él y yo solos, uno a cada lado del mostrador.

—Ciento veinticuatro con cincuenta —digo.

Asiente. Saca de un bolsillo una billetera de cuero. La apoya sobre el mostrador. La manipula de un modo extraño, como si fuera un artefacto que no sabe manejar. Me tiende una tarjeta de crédito.

La tomo. Leo el nombre. Eduardo no sé cuánto.

—¿Documento?

Asiente. Busca en la billetera. Me tiende un documento.

Lo abro. La foto no coincide.

—Vos no sos esta persona.

Me mira fijo a los ojos. Yo soy Gastón tanto, me dice, número de documento tal, aceptando que intentó engañarme.

—¿Por qué me pediste el documento? —pregunta desafiante.

—Porque así lo exige la ley —respondo—. A toda persona que hace una compra con tarjeta se le pide el documento para comprobar su identidad.

—¿Y por qué te quedaste con el mío? —pregunta—. Y con el documento de mi hijo.

Levanto las cejas.

—Vos encerraste a mi hijo en el Open Door —me dice—. ¿No te acordás?

No respondo.

Guarda la billetera y se aleja hacia la puerta. Antes de franquearla, se voltea.

—¿No te acordás de eso? —pregunta.

—No —digo, sosteniéndole la mirada.

—Ya te voy a agarrar a vos… —dice.

Sale a la calle, da dos pasos y se lo traga la ciudad.