Pocos lo saben: la cafeína en exceso puede producir alucinaciones. Ahora, ustedes están enterados y pueden investigar sobre el tema si no me creen.
Por mi parte, les contaré el modo en que yo lo descubrí, sufriéndolo en carne propia.
Fue en el año 96, una noche que me quedé dibujando hasta tarde. Un dibujo para una compañera de escuela que me gustaba. En aquel entonces, eso era lo único que sabía hacer para acercarme a las chicas que me atraían. Y nunca lograba lo que me proponía. Ya saben: la timidez, la fimosis. No importa, no es el punto de esta historia.
El asunto es que era tarde y por la mañana tenía que pasear perros. Pero quería entregarle el dibujo a mi amada al día siguiente sin falta. Para mantenerme despierto, a pesar del sueño, decidí tomarme varios cafés. Y acompañarlos con un par de cafiaspirinas, como solía hacer en época de exámenes —cosa que más tarde pagaría con una gastritis erosiva, oh irreflexiva juventud…—.
Así estuve dibujando toda la noche y me acosté como para dormir dos horas, agotado y con la sensación de que mi cuerpo saldría flotando.
Me fui adormeciendo; pero, antes de lograr conciliar el sueño, sentí que alguien tosía dentro de la habitación.
Asustado, abrí los ojos de par en par y miré a mi alrededor.
Nada.
Alucinaciones hipnagógicas, me dije. De esas que uno tiene a veces antes de dormirse, en ese estado incierto entre la vigilia y el sueño. Porque era un chico tímido y con fimosis que sabía algo de neuropsicología.
Después de relajarme, comencé a adormecerme de nuevo.
En aquel entonces, tenía un despertador eléctrico. De esos que tienen radio y números luminosos. Mientras me invadía el sueño, mirando la luz roja, pude ver cómo se materializaba un dedo. Solo, sin mano, sin persona: un dedo que flotaba hacia el reloj.
Me sobresalté. Busqué el dedo. Había desaparecido.
Ya no sería tan fácil que me relajara, se había instalado en mí una sensación espeluznante.
Por tercera vez, intenté dormir. Los balbuceos de un bebé me hicieron desistir definitivamente. ¿Por qué algo tan inocente, fuera de contexto, producirá tal espanto? Maldije a mi cabeza por la mala pasada que me estaba jugando y me levanté, resignado a salir a trabajar sin haber dormido.
Decidí pegarme una ducha para despabilarme. Las toallas se guardaban en un placard que había en el living-comedor. Fui a buscar una.
A mi izquierda, la puerta de casa. En la puerta, una ventana de vidrio esmerilado, con una reja que forma rombos. Clavado en esa reja, del lado de afuera, una imagen del Cristo, puesta ahí por Raúl. Una de esas imágenes en las que hace un gesto con las manos como diciendo «¿y a mí qué me piden?». Está impresa sobre una plancha de madera y se la ha recortado siguiendo el contorno de la figura, de modo tal que desde donde estoy puedo ver su silueta.
Agita los brazos con gesto de alarma, intentando llamar mi atención.
Lo veo al pasar, y cuando abro el placard y tomo la toalla, caigo en la cuenta de lo que he visto. Quedo en pausa unos segundos, con la toalla en la mano. La vista clavada al frente. Y, como haría el pato Lucas, volteo la cabeza de nuevo para comprobar si lo que he creído percibir es cierto.
Y mientras lo hago, pienso: si Jesús está moviendo las manitos, voy a volverme loco.
El viento sacude una rama del tilo, que se superpone con la figura.
Cristo, nunca lo hagas, nunca lo hagas.
Prometo portarme bien.