domingo, 18 de agosto de 2013

HUMILLAD A NUESTRAS MUJERES

Jueces, capítulo 19 al 21.


Después de la muerte de Sansón, salteamos dos capítulos aburridos y llegamos a otra historia muy interesante.

Hubo una vez cierto levita (1) que, viajando junto con su mujer desde Bet-lehem hacia la serranía de Efraín, decidió pasar la noche en Gabaa, ciudad de la tribu de Benjamín.

Como nadie les dio cobijo, los viajeros acamparon en la plaza de la ciudad.

Mas he aquí que un anciano que volvía de trabajar en el campo los encontró allí y los invitó a su casa, a comer y a dormir.

Estaban morfando lo más tranquilos —los dos viajeros, el anfitrión y su hija—, cuando unos hombres de la ciudad rodearon la casa, golpearon la puerta y dieron voces al anciano diciendo:

¡Saca fuera al hombre que tienes ahí, y le conoceremos! (2)

Algún lector incauto puede interpretar que esta gente pretendía conocer al levita en el sentido que nosotros damos a la palabra; pero, como ya he aclarado en otras ocasiones, cuando en la Biblia dice conocer, a menudo debemos leer empernar.

A quienes siguen este blog desde hace tiempo, esta historia les recordará a otra. Ya he dicho que el librito este es medio reiterativo. Pero esta vez el desenlace será distinto: no habrá ángeles que acudan a encandilar a los malhechores.

Salió, pues, el dueño de la casa, y dijo:

No, hermanos míos, no hagáis esta maldad, os lo ruego. He aquí a mi hija, virgen, y la concubina de él; a estas os sacaré, si os place, y humilladlas, haciendo con ellas como bien os pareciere. Mas no hagáis a este hombre cosa tan nefanda. (3)

Pero los hombres no quisieron escucharle, ellos querían hacerle el orto al forastero.

Entonces, el levita asió a su concubina y la arrojó afuera de la casa. Si bien no era el plan inicial, los tipos no iban a rechazar a la mujer teniéndola ahí servida, hubiese sido una picardía, de modo que la conocieron y se saciaron de ella toda aquella noche, y la soltaron al romper el alba. (4)

La mujer se arrastró como pudo hasta la puerta de la casa y allí la encontró su señor cuando salía para seguir su viaje.

¡Levántate y vámonos!dijo él, mas no hubo quien respondiese. Cargó, pues, el cadáver sobre el asno y siguió su camino. (5)

Ya en su casa, cogió un cuchillo y dividió el cuerpo en doce trozos que envió por todo el territorio de Israel, a modo de mensaje. (6) Con el calor que hacía por esos pagos, no quisiera estar en las sandalias del cartero que debió soportar el hedor de esos paquetes mientras andaba por el desierto.

Ante esto, la gente del pueblo se sorprendió y se indignó sobremanera.

¡Nunca se ha hecho ni jamás se ha visto cosa semejante, desde el día en que los hijos de Israel subieron de Egipto hasta el día de hoy! —decían.

Y decidieron reunirse para investigar quién era el culpable y castigarlo.

De manera que se presentaron los jefes de todo el pueblo, de todas las tribus de Israel, en la Asamblea del pueblo de Dios, que constaba de cuatrocientos mil hombres.

Dijeron, pues, los hijos de Israel:

Decid cómo fue hecha esta maldad.

Respondió entonces el levita, que se encontraba entre la concurrencia:

A Gabaa llegué yo con mi concubina, para pasar allí la noche. Mas levantándose contra mí los vecinos, cercaron la casa en la cual me hospedaba. A mí intentaron matarme, y a mi concubina la humillaron, de modo que murió. Por tanto, eché mano de mi concubina y la corté en trozos, y la envié por todo el país de la herencia de Israel, por cuanto se había cometido lascivia execrable y villanía en Israel. He aquí que todos vosotros sois hijos de Israel; dad aquí vuestro parecer y consejo. (7)

Nótese cómo nuestro héroe omite el detalle de que él entregó su mujer a los violadores.

Levantose, pues, todo el pueblo como un solo hombre, diciendo:

Subiremos contra Gabaa de Benjamín, para hacerles conforme a toda la villanía que se ha cometido en Israel.

De esto, yo interpreto que planeaban conocerlos.

Como primera medida, enviaron mensajeros a todas las parentelas de Benjamín, pidiendo que los culpables del hecho deleznable fueran entregados para ser muertos, previo conocimiento. Mas no quisieron los hijos de Benjamín escuchar la voz de sus hermanos; antes bien los hijos de Benjamín de las demás ciudades se reunieron en Gabaa, para salir en guerra contra los hijos de Israel.

Por tres veces, los hijos de Israel consultaron a Dios si debían combatir contra la gente de Benjamín.

En las tres ocasiones la respuesta fue afirmativa, porque Dios aprueba y promueve la matanza entre hermanos. (8)

Benjamín salió vencedor en los dos primeros combates, mas en el tercero fue derrotado. Sus ciudades fueron quemadas y su gente herida a filo de espada. (9) Solo sobrevivieron seiscientos hombres. (10) Hombres en el sentido de gente con pitito, no en el sentido de gente en general. Todos hombres. Ninguna mujer.

Pues bien, resulta que al enterarse del crimen cometido por la gente de Gabaa, los hombres de Israel habían jurado que ninguno de ellos daría su hija a benjamita por mujer. Por tanto, la tribu de Benjamín parecía condenada a la extinción.

Del mismo modo que el levita se quejaba de que hubiesen violado y matado a su mujer, siendo que él mismo la había entregado a sus agresores, ahora la gente de Israel lamentaba la suerte de los benjamitas después de haber aniquilado a sus mujeres.

¿Por qué, oh Jehová, ha acontecido esto, que hoy se eche de menos una tribu en Israel? —clamaban llorando. (11)

Pensaron, entonces, qué podían hacer para ayudar a los benjamitas. Las mujeres debían ser hebreas, eso se sobrentiende. En ningún momento se discute la posibilidad de secuestrar mujeres de otros pueblos: el mestizaje hubiese equivalido a la extinción. De manera que había que buscar una vuelta de tuerca para obtener la solución sin transgredir el juramento. (12)

Todo contrato tiene su letra pequeña, los juramentos a Jehová no escapan a esta regla. Se había dicho que nadie entregaría su hija a un benjamita por propia voluntad. Aquí tenemos una pequeña fisura. También hemos visto con anterioridad que un segundo juramento puede contrarrestar parcialmente al primero.

Al momento de convocar a todas las tribus para tratar el asunto de la mujer descuartizada, los hebreos habían hecho un gran juramento contra las ciudades que no enviasen representantes a la asamblea.

¡Que mueran irremisiblemente! —se había dicho. (13)

Entonces dijeron los hijos de Israel:

¿Quién hay de entre todas las tribus de Israel que no haya subido a la Asamblea de Jehová?

Revisaron las planillas de inscripción, y he aquí que no había venido al campamento hombre alguno de parte de Jabés-galaad. Por lo cual, la Congregación envió allí doce mil soldados para que matasen a todos los hombres, incluidos los niños, y a toda mujer que hubiese tenido conocimiento carnal de varón. Pero a las vírgenes las conservarían con vida para darlas a los benjamitas. (14)

Se ve que las minas de Jabés-galaad eran más bien putonas, porque las vírgenes que se lograron recolectar mediante esta jugada no eran suficientes para cubrir las necesidades de Benjamín. (15)

¿Qué haremos a fin de conseguir mujeres para los que restan? —se preguntaban los ancianos de la Congregación.

Hasta que a alguien se le ocurrió una idea.

Se acercaba la fecha de una fiesta que la gente de Silo hacía todos los años en honor a Jehová. En esta fiesta, las minas salían de la ciudad para bailar en el campo.

Se dijo, pues, a los benjamitas:

Poneos de emboscada en las viñas y estad alerta. Cuando salieren las hijas de Silo, tomad cada cual una para sí y asunto arreglado. (16)

Así lo hicieron los hijos de Benjamín, y Jehová no se enojó con nadie. No se podía culpar a la gente de Silo por faltar a su juramento, puesto que sus mujeres habían sido secuestradas. (17)

De modo que todos vivieron felices y comieron codornices.

Y los platos los lavaron las mujeres, claro.


(1) Descendiente de Leví.
(2) Jueces 19:22
(3) Jueces 19:23
(4) Jueces 19:25
(5) Jueces 19:27, 28
(6) Jueces 19:29
(7) Jueces 20:4-7
(8) Jueces 20:18, 23, 26-28
(9) Jueces 20:48
(10) Jueces 20:47
(11) Jueces 21:23
(12) Jueces 21:7
(13) Jueces 21:5
(14) Jueces 21:8-12
(15) Jueces 21:14
(16) Jueces 21:19-21
(17) Jueces 21:22

domingo, 11 de agosto de 2013

MARCAS EN LA PIEL

En el brazo derecho tiene una cara diabólica, de ojos rojos y orejas puntiagudas, tocada con una galera, que fuma y lanza unos dados. No se ve mano alguna; simplemente, los dados flotan sobre el humo que el engendro del infierno expulsa por la nariz.

En el brazo izquierdo, un dragón de estilo oriental. Vuela sobre una nube negra, típico truco de tatuador para cubrir el escracho que está debajo: un dibujo feo que le había hecho Ulises con una aguja, re tumba.

En la cara interna del antebrazo izquierdo, una cruz. Al derecho o invertida, según cómo la mires.

En la cara externa de los antebrazos, los más recientes. Dos palabras. En el derecho, solve. En el izquierdo, coagula. Son las que tiene escritas en los brazos el Baphomet de Eliphas Lévi, aunque él no lo supiera, al menos conscientemente, a la hora de tatuárselas. Hablan, creo yo, de la capacidad que ha tenido para renacer en distintos momentos de su vida.

En el pecho, un viejo dibujo mío. El rostro de una mujer. También de orejas puntiagudas. Tiene algo de élfico o de vampírico. Mira con aire altivo. No me pidió permiso para tatuárselo, fue una sorpresa. Aún hoy, alguna tarde de verano mientras tomamos unos tes en cueros, cuando por un segundo vuelvo a prestarle atención a pesar de que ya forme parte del paisaje rutinario, me resulta extraño ver ese rostro salido de mi mano que me mira desde su cuerpo.

 Por último, en cada muslo una fecha.


                                                       13/04/98                                 14/04/98


Tatuadas por él mismo.

Enigmáticas.

¿Qué sucedió esos días?

El trece de abril del 98, Erasmo se enteró de que la chica de la que estaba enamorado, compañera suya de colegio, se había puesto de novia con otro.

Volvió a su casa —en aquel entonces vivía con su padre— y se cortó las venas con una hoja de afeitar.

O al menos creyó que se las cortaba.

Se hundió la hoja en el antebrazo, comenzó a perder sangre y se desmayó.

Quedó tendido en el piso del departamento.

Cuando volvió en sí, su padre aún no había regresado del trabajo. Mareado, tardó en recordar lo que había pasado. Permaneció tendido, revolviendo en esa jalea espesa en que se había convertido su memoria, hasta que logró dar con lo que buscaba. Entonces, abrió los ojos y se acercó el antebrazo a la cara. La sangre coagulada impedía apreciar la gravedad de la herida.

Se incorporó con esfuerzo. Se quedó sentado en el piso hasta que la cabeza dejó de darle vueltas. Luego fue al baño y se enjuagó el brazo. Ya casi no sangraba. Con dos dedos, con mucho cuidado, separó los bordes de la herida. Se veían las venas, intactas. El corte no había sido lo suficientemente profundo.

Sintió que era una señal. Al día siguiente, se tatuó las fechas en las piernas. La primera, de su muerte. La segunda, de su renacimiento. Y decidió dejar de usar su segundo nombre para hacerse llamar por el primero: Claudio.

Así me lo contó al poco tiempo de habernos conocido.

Años más tarde, más en confianza, me contó otra versión. El hecho era el mismo, pero variaba el móvil.

El trece de abril del 98, un lunes, un compañero de clase de Erasmo contó que el día anterior su madre había cocinado un pastel de carne delicioso.

—La mía nos hizo unos canelones que estaban para chupar el plato —dijo otro.

Otra madre había cocinado matambre de pollo.

Otra, ñoquis caseros con salsa bolognesa.

Otra, unas empanadas de las que solamente ella sabía la receta.

—Faaa… —dijo uno—. Qué copado cuando tu vieja se pone las pilas y cocina algo rico… Qué buenos que son los domingos…

Varios aprobaron este comentario.

—¿Y la tuya? —preguntó alguien—. ¿Qué te cocina?

Erasmo tardó unos segundos en contestar. Todas las miradas se clavaron en él.

—Galletitas con queso —dijo, con una mueca de ironía.

El grupo largó una carcajada.

—Siempre el mismo vos, eh…

En su casa, lo recibió el silencio al que creía estar acostumbrado. Se dispuso a preparar algo para el almuerzo. No sabía cocinar mucho más que fideos, de modo que fue eso lo que hizo. Se sentó en la cocina a esperar que el agua estuviese a punto. El sonido del hervor lo sacó de su ensimismamiento. Advirtió que estaba en penumbras, unas nubes espesas habían cubierto el sol. Pensó en encender la luz, pero no encontró razones para hacerlo. Los fideos se pasaron, como siempre. Se los quedó mirando, una masa húmeda en el colador.

—No voy a comer esto —dijo.

Fue al baño. Abrió el botiquín. Tomó la máquina de afeitar de su padre y retiró la hoja.

domingo, 28 de julio de 2013

MUCHA FUERZA Y POCOS SESOS

Jueces, capítulo 16.


Como hemos visto, el odio engendra más odio y quien se venga corre el riesgo de entrar en una cadena interminable de represalias.

Dejamos a Sansón con una quijada de asno en la mano y rodeado de mil cadáveres, cantando feliz de la vida como en una película de Disney, sin saber que sus días están contados.

Después de esto, los filisteos comenzaron tareas de inteligencia para averiguar cuál era el origen de la fuerza sobrehumana de Sansón y cómo neutralizarla. Y qué mejor táctica para develar el secreto de un hombre que preguntárselo a su mujer, siempre dispuesta a traicionarlo —mujer mala, fea, caca—.

Muerta la filistea, Sansón anduvo un poco de putas (1) y luego se enganchó con cierta mujer del Valle de Sorec, la cual se llamaba Dalila.

Los príncipes de los filisteos, pues, vinieron a ella y le ofrecieron guita a cambio de que les consiguiera la información que ellos buscaban. (2)

Por lo cual, Dalila dijo a Sansón, con mucho disimulo:

Ruégote me declares en qué consiste tu fuerza tan grande y de qué manera podrás ser amarrado, para poderte dominar.

Y Sansón le respondió:

Si me ataren con siete cuerdas de arco frescas, que aún no se hayan secado, seré débil y vendré a ser como cualquiera de los hombres.

Claro que esto era mentira: ustedes y yo sabemos cuál era la kryptonita de Sansón.

Cuestión que los príncipes de los filisteos le trajeron las siete cuerdas de arco frescas a Dalila y ella las usó para atar a Sansón mientras dormía. Y varios filisteos entraron en la habitación.

Entonces, ella dijo:

¡Sansón, los filisteos te acometen!

Y él rompió las cuerdas como se rompe un hilo de estopa cuando toca el fuego, y, aunque la Biblia no lo menciona, supongo que cagó a tortazos a los filisteos.

He aquí que me has mentido —dijo Dalila—. Ahora bien, ruégote me declares con qué podrás ser atado.

Y Sansón le mandó fruta otra vez.

Si me ataren fuertemente con sogas nuevas —dijo—, que nunca se hayan usado, seré débil y vendré a ser como cualquiera de los hombres.

Bueno, ya entendieron la mecánica de la historia, parecida a la de algunos cuentos infantiles, así que resumamos.

Esa noche pasó lo mismo que la anterior. Y, otra vez, Dalila reprochó a Sansón su mentira y le pidió la información. Y oootra vez Sansón le mintió. Y oootra vez los filisteos entraron a la habitación y la ligaron. Una historia bastante estúpida. Bastante estúpida ella que pregunta tan frontalmente, y bastante estúpido él que finalmente cede.

Y aconteció que como ella le acosaba con sus palabras todos los días y le apremiaba, por fin se impacientó su alma hasta desear morir. (3)

O.K., puedo imaginarme que la mina era insoportable:

—Dale, Sansón, decime… Por favor… ¡Qué malo que sos, eh! Y después me decís que me amás… ¡Si me amaras, me lo contarías! Dale… Porfi porfi porfi…

Así durante horas. Más o menos como Graciela pidiéndome que me dé vuelta mientras duermo. ¿Pero tengo que creer que él era tan boludo como para darle la información, siendo que por tres noches consecutivas los filisteos se habían emboscado en la habitación? ¿Tengo que interpretar que sabía que los filisteos lo matarían pero se entregaba a ellos porque tenía las pelotas llenas de que la mina le insistiera, por eso de «se impacientó su alma hasta desear morir»? Pero si así fuera, no se sorprendería cuando no logra escapar de sus ligaduras. Y así sucede:

Ella, entonces, le dijo —después de cortarle las trenzas y atarlo—: ¡Sansón, los filisteos te acometen! Y él, despertando de su sueño, dijo: Saldré como las demás veces, y sacudiré mis vínculos. Mas no sabía que Jehová se había apartado de él. (4)

Un boludo importante.

El resto de la historia es bien conocida: los filisteos lo capturan, le arrancan los ojos y lo usan de bufón en una fiesta, en una casa enorme. Sansón reza, recupera su fuerza, se apoya en unas columnas, las derriba y la casa se derrumba aplastando a todos los filisteos y a él mismo.

De modo que fueron más los que mató muriendo, que los que había muerto en su vida.

Lo que se dice un final feliz.


(1) Jueces 16:1
(2) Jueces 16:5
(3) Jueces 16:16
(4) Jueces 16:20

domingo, 14 de julio de 2013

EL HORROR

Cansado de las escenas de celos, los planteos enfermizos, las demandas continuas, decidí separarme de Graciela. Desde el inicio de esta etapa de la relación hasta esta ruptura —que no sería la definitiva— habían pasado poco más de tres meses, aunque, primero por la novedad y más tarde por el hastío, a mí me parecían años.

No recuerdo qué había ocurrido la noche anterior, pero fue la gota que rebalsó el vaso: una escena de celos con la hija, con la nieta, con alguien de una vida pasada… Esa mañana desperté aplastado. Había tomado la decisión en sueños, ahora me esperaba la tarea ardua de llevarla a la práctica.

Contrastando, Graciela amaneció mimosa. Le encantaban los matinales. A tal punto que más de una vez me desperté y ya estábamos garchando —corrientes psicológicas identifican el tener sexo con gente dormida con el abuso sexual y la necrofilia (*) —. En esta ocasión, todo su manoseo caía en saco roto: no hubiese logrado levantarme ni el Cristo.

Al ver que no reaccionaba, sus caricias fueron menguando.

—¿Es por lo de anoche? —preguntó finalmente.

Me quedé en silencio, ahí tirado, como en estado catatónico. Tampoco hacía falta que hablara: ella lo haría por los dos.

—Perdoname, soy una boluda… —dijo—. Vos sabés cómo soy…

—…

—Sé que no tengo derecho a ponerme celosa, pero a veces no lo puedo controlar.

—…

—Sé que las cosas fueron claras desde un principio, que no somos novios ni nada, pero yo te amo, ¿entendés?

—…

—Y sé que vos no. Y sé que esto que estoy viviendo no es más que un pequeño oasis en medio del desierto de angustia y soledad que es mi vida.

—…

—Sé que tarde o temprano te vas a ir, más temprano que tarde, seguramente con una mujer más joven que yo, que te sepa dar lo que yo no. Eso que vos tanto necesitás y que yo nunca supe qué es, porque yo te doy toda mi vida, me entrego en cuerpo y alma, pero se ve que eso no te alcanza.

—…

—Entonces me da miedo, ¿entendés? Miedo de que la dueña de tu corazón esté a la vuelta de la esquina. Y de que esta luz que encendiste en mi vida esté a punto de apagarse, sumiéndome en la oscuridad total.

Nos quedamos en silencio. Y en medio de ese silencio, de pronto, entendió. Se llevó una mano crispada al pecho y, con tono de mártir de telenovela, exclamó:

—Es ahora… Te estás yendo. Me estás dejando. No te animás a decírmelo.

Se volteó. Trató de captar mi mirada.

—Es así, ¿no? —preguntó.

No contesté. Me pareció que «es así, ¿no?» tenía las mismas letras que «asesino». Reacomodé las letras en mi cabeza para corroborarlo.

—¡¿Por qué?! ¡¿Conociste a alguien?!

—No.

—¡¿Entonces por qué?! ¡¿Por qué, por qué?!

Abrí la boca. Antes de emitir sonido, traté de elegir las palabras lo mejor posible.

—Siento que me pedís más de lo que te puedo dar —dije—. Siento que la diferencia entre lo que vos y yo sentimos, contrario a los que pensamos en un principio, sí tiene importancia, y es lo que genera situaciones como la de ayer.

—Soy una boluda. Perdoname. Te juro que no va a volver a pasar.

—Siento que esta relación nos hace mal a los dos, tanto a mí como a vos, porque situaciones como la de ayer nos hacen sufrir a ambos.

—Te pido que no hables por mí. Que me dejes decidir a mí lo que es mejor para mi vida.

—Hablo por mí, entonces.

Otra vez se llevó la mano al pecho, como si quisiera quitarse una estaca que yo acabara de clavarle.

—Te pido que lo pienses mejor —dijo—. Dame otra oportunidad. No quise hacerte sufrir. Perdoname. No va a volver a pasar.

—…

Entendió el significado de mi silencio y rompió en llanto. Tan a mares como las lágrimas, le salían las palabras. Habló de lo sola que estaba, de lo mal que se sentía, de lo dura que había sido su vida, de lo sombrío que era el futuro que le esperaba si yo me iba.

Así como salían de su boca, las palabras entraban en mi cuerpo. A través de cada poro. Anegando mi interior. Hasta quebrar aquello que contenía mi propio llanto, liberándolo. De pronto, todo era horrible. La vida de ella, la mía. Las de sus hijos, las de mis padres, las de mis hermanas. Ya no escuchaba su voz. En mi mente se proyectaban, como diapositivas, imágenes de lo feo que todos nosotros habíamos vivido, interminables. Y eran la revelación oscura de que así sería siempre, porque así era la vida.

Cuando mi llanto aflojaba, otra imagen venía a reavivarlo. Ella ya no lloraba. No hacía falta, yo lloraba por los dos. Y ella podía darse el gusto de consolarme. Como a un niño. Meciéndome entre sus brazos. Estrechándome contra su pecho. Asfixiándome.

Así estuve por largo rato. Veinte minutos, calculo. Aunque ella dijo que perdí la noción del tiempo y estuve llorando una hora.

Luego volví al estado catatónico del principio. El último lugar de la Tierra en el que quería estar era ese, pero no lograba juntar la fuerza necesaria para levantarme. Deseaba que ella y el departamento se desvanecieran. Quedarme solo, en medio de la nada. Su presencia, en cambio, era más sólida que nunca. Aún me sostenía entre sus brazos. Éramos La Piedad.




A las tres semanas de no recibir noticias mías, volvió a llamarme. Dijo que, reflexionando mucho en esos días, se había dado cuenta de que yo tenía razón: nuestra relación como amantes, siendo que sentíamos cosas distintas el uno por el otro, no era sana. Me proponía, entonces, que fuéramos amigos. Que nos juntáramos, cada tanto, a charlar, a tomar un café.

—¿Puede ser? —me preguntó.

Y volví a picar.

¿Por qué?

Por culpa.

Y porque, además de un cervatillo, en esa época de mi vida también era un pececillo.

O un pescadillo, como quieran.

Nos encontramos en el mismo café que la primera vez, aquella en que escapé de sus besos.

Apenas llegó, anunció que tenía dos sorpresas para mí.

—Mirá —dijo, y se bajó el escote mostrándome media teta en la que se había tatuado un dibujo mío.

Era el único dibujo que había logrado que le hiciera, después de insistirme horrores: un lagartijo hecho a desgano, lo mismo que dibujaba siempre que no tenía ganas pero alguien me rompía mucho las pelotas.

—¿Te gusta? —me preguntó.

«¡Hola! Mirá donde estoy…», me decía el lagartijo con una sonrisa.

—Sí… —respondí.

—Te llevo en mi piel —dijo.

Hice lo que pude por transformar en una sonrisa la mueca que surgió de mi boca.

Y esta es la otra —dijo con aire misterioso.

Ahora me va a mostrar la cajeta, pensé.

Puso un paquetito, envuelto en papel para regalo, sobre la mesa.

Levanté las cejas. La mueca de un rato antes no se decidía a abandonar mi cara.

Sonrió.

—¡¿Y?! —dijo—. ¡Abrilo! ¡¿No te da curiosidad?!

—Sí… —respondí.

Lo abrí. Era un objeto horrible. Una pequeña artesanía de cerámica. Sobre una base que simulaba pasto, un tronco semipodrido. Y apoyado contra este, un cráneo humano, sin el maxilar inferior, con algunos mechones de pelo aún pegados aquí y allá. De sus cuencas vacías salían cucarachas, gusanos y un ciempiés, que se metían en el tronco. O hacían el recorrido inverso, quién sabe. Todo esto, mal hecho. Feo, deforme, de proporciones erradas. Lo cual le daba un aspecto más siniestro todavía. El artista parecía haber sido un niño malparido, lleno de odio a la especie humana y a la vida en general.

Tal sentimiento desproporcionado, proveniente de una criatura de tan corta edad, no podía causar otra cosa que el espanto más visceral.

—¿Te gusta? —me preguntó.

No pude responder enseguida. Tragué saliva, carraspeé, parpadeé un par de veces.

—Sí…

—A mí no me gusta —dijo—, pero pensé que a vos sí. Porque tiene esa onda de los dibujos que hacés. Así, medio morbosito.

Levanté las cejas y asentí con la cabeza, sin quitar la vista de la escultura monstruosa, incrédulo aún de su fealdad.

Veinte minutos bastaron para ponernos al día con las cosas trascendentes que nos habían pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Después torció la conversación hacia el asunto que realmente le interesaba. Esta vez no habló de viajes en colectivo. Nada de vuelo poético. Esta vez su lenguaje fue del tipo comercial: habló de satisfacer necesidades mutuas.

Cedí a la tentación y ahí nomás firmamos contrato.

Mi tercera experiencia en un hotel fue tan desagradable como la primera y la segunda. No hizo ningún esfuerzo por disimular lo poco que le importaba que yo disfrutara del encuentro. Yo era un gran consolador con el que se estaba masturbando. Y, frente a mi nariz, el lagartijo sonriente subía y bajaba, subía y bajaba…




Me ofreció ir a su casa. Le dije que otro día. Volví a la mía. En aquel entonces, yo vivía en Munro con Liliana N, la madre de Leonel M. No me la cogía, solo convivíamos compartiendo gastos. No es que me garchara a las madres de todos mis amigos. Lo juro.

Llegué a medianoche, pero Liliana aún estaba despierta. Al día siguiente yo entraba más tarde al laburo, así que nos quedamos charlando un rato. Ella estaba al tanto de lo mío con Graciela y de sus características psicopatológicas.

—¿Y? —me preguntó—. ¿Te encontraste, al final?

—Sí —respondí.

—¿Y qué tal?

—Bien. Charlamos un rato. Mirá la cosa horrible que me regaló.

La expresión de Liliana trocó en espanto e incredulidad.

—¡¿Qué es eso?! —preguntó.

—Una boludez. Una artesanía.

La tomó con aprensión, como presta a soltarla apenas se moviera.

Se rió.

—¡Es un horror! —exclamó—. ¡¿Por qué te regaló una cosa así?!

—Dice que se parece a mis dibujos.

—Esto es una macumba, boludo…

—Naaah… ¿Qué macumba?… Esto lo venden en los todo por dos pesos. Yo ya he visto.

—¿No me contaste que era umbandista?

—Sí, pero de joven. Le duró unos meses nomás.

—¿Te lo vas a quedar?

—No, lo voy a tirar a la mierda. ¿Para qué quiero una cosa así?

—Para mí que es un trabajo.

—¡Y dale con la macumba!

Se rió.

—¿Te molesta si lo saco afuera ahora mismo? —preguntó.

Me reí.

—Para nada.


(*) Esto han de leerlo con el tono rápido y monocorde que usan los locutores para dictar las salvedades a las promociones de negocios de electrodomésticos en las publicidades de radio.

Esto que acabo de escribir, también.

domingo, 30 de junio de 2013

PALABRA DE DIOS: SANSÓN

Jueces, capítulo 1 al 15.


Moisés, y más tarde Josué, habían tenido a los hebreos más o menos controlados. Luego de la muerte de Josué, medio que todo se va a la mierda. A lo largo del libro de los Jueces veremos distintos jueces, justamente, que lograrán encaminar al pueblo, alternando con períodos en los que el pueblo se descontrola y hace lo que es malo a los ojos de Dios. Esto es, básicamente, fornicar y adorar a otros dioses, ambas cosas a menudo relacionadas ya que las orgías formaban parte de los rituales de otros pueblos.

El texto nos quiere hacer creer que cada vez que al pueblo hebreo le iba mal era porque se había alejado de los estatutos de Jehová, y cada vez que le iba bien era porque los respetaba. (1) Este pensamiento mágico fue llevado al extremo por el rabino rumano Joel Teitelbaum, cuando en los años 50 declaró que el Holocausto había sido un castigo divino. Probablemente, haya visto a los alemanes en esos hombres fieros de rostro y de lengua extraña con que Jehová amenaza a los hebreos en Deuteronomio. (2) Afortunadamente, los dichos de Teitelbaum fueron repudiados por la mayoría de los judíos.

Hasta que aparece Sansón, el libro de los Jueces es casi tan aburrido como el de Josué, de modo que otra vez apretaré la tecla de avance rápido. Sólo destacaré algunas cositas que me gustan.

En el capítulo cuatro, mientras un tipo duerme, una mina lo clava al piso atravesándole las sienes con una estaca. Esto es bueno a los ojos de Dios porque el tipo es un cananeo. (3)

En el capítulo siete, un hombre sueña con una torta gigante que rueda por un campamento volcando las tiendas. (4)

En el capítulo once, Jefté jura a Jehová que si entrega a los amonitas en su mano, sacrificará en su honor lo primero que se cruce al volver a casa.

Jefté gana esa batalla.

De regreso a casa, lo primero que se cruza es a su hija. (5)

Finalmente, en el capítulo trece nace Sansón. (6)

Hijo de una mujer estéril a la que se le apareció un ángel —después de que se la empomara el marido, que se entienda: no fue como con Jesusito, aquí el ángel sólo ofició de fertilizador—, Sansón era una mezcla de Obelix y el Increíble Hulk: inocente, calentón y de fuerza sobrehumana.

Pasó el tiempo, Sansón creció y se enamoró de una filistea.

Tomádmela por mujer —pidió a sus padres.

—¿Tantas minas hay en nuestro pueblo y vos te querés meter con la hija de uno de esos incircuncisos? —dijeron ellos. (7)

Pero el deseo de Sansón procedía de Jehová, por cuanto buscaba ocasión contra los filisteos. Así que fue imposible quitarle a Sansón la idea de la cabeza.

Camino a pedir la mano de la filistea, un león salió rugiendo al encuentro de Sansón. Entonces le arrebató el Espíritu de Jehová, de modo que despedazó al león como hubiera despedazado a un cabrito, y nada tenía el su mano.

Y volviendo después de algún tiempo para tomar a la mujer como esposa, se apartó del camino para ver el cuerpo del león. Y he aquí una colmena de abejas dentro del cuerpo del león, y miel.

Y apoderándose de ella, siguió andando y comiendo hasta que alcanzó a su padre y a su madre, a quienes dio de ella; y ellos comieron.

Sansón, pues, se casó con la filistea, y para festejarlo organizó un banquete de siete días. Y en medio de ese banquete, propuso un enigma a treinta filisteos que lo rodeaban.

—Si me diereis la respuesta dentro de los siete días del banquete —les dijo—, entonces yo os daré treinta camisas. Mas si no pudiereis declarármelo, entonces vosotros me daréis a mí las treinta camisas.

A lo que ellos contestaron:

—Di tu enigma para que lo oigamos.

Del devorador salió comida —dijo Sansón—, y del fiero salió dulzura.

Y los filisteos no encontraron respuesta.

Así sucedió que al séptimo día dijeron a la mujer de Sansón:

Engaña a tu marido para que nos declare el enigma. De otra manera, te quemaremos a ti y a la casa de tu padre a fuego. ¿Para robarnos nos habéis convidado?

Tanto acosó la mujer a Sansón —y no por la amenaza: ya venía haciéndolo desde el comienzo del asunto del acertijo, sólo por curiosidad— que finalmente logró que él le diera la respuesta, y la transmitió a los filisteos.

Y antes de que se pusiera el sol del séptimo día, ellos dijeron a Sansón:

¿Qué cosa más dulce que la miel? ¿Ni quién más fiero que el león?

Sansón cazó al vuelo lo que había sucedido.

Si no hubierais arado con mi novilla, no habríais descubierto mi enigma —les dijo. Y preso de furia, bajó a la ciudad vecina de Ascalón, mató a treinta tipos, despojó los cadáveres y con sus camisas pagó la apuesta. (8)

Luego de esto, se fue a lo de sus padres.

Ahí se quedó por un tiempo, hasta la época de la siega del trigo. Entonces, un día volvió a lo de la filistea, con un cabrito al hombro, pa la cena. Cuántos hombres hay como este, ¿no? Discuten con la mina, matan treinta tipos y vuelven como si nada. ¡Hola, amor! ¡Poné la mesa que traigo una cabra! Pero se encontró con que el padre no le permitía entrar.

—¿Qué hacés, pibe? No, como desapareciste yo pensé que la habías aborrecido. Se la di a otro flaco. Si te interesa, tengo libre a la más chica. (9)

Otra vez, Sansón se agarró una calentura padre. Y ya vimos que en esos casos no se andaba con chiquitas. Capturó trescientos chacales, los ató cola con cola, y entre cada dos colas puso una antorcha. Después, encendió fuego las antorchas y soltó a los chacales en los campos de trigo de los filisteos, provocando un incendio de la puta madre. (10)

Cuando los filisteos se enteraron de quién había hecho esto, y de por qué lo había hecho, quemaron vivos a la filistea y a su padre. (11)

A pesar de ser el culpable de que esto sucediera, Sansón juró vengarse de los asesinos. Y así lo hizo: los mató a todos y fue a refugiarse en una hendidura del peñón de Etam, que era una tienda de ropa femenina que en los 80 tenía un jingle muy pegadizo. (12)

Como suele suceder en estos casos, los filisteos decidieron vengarse de quien se había vengado de que ellos se vengaran de que él se hubiera vengado de lo que ellos le habían hecho. (13) Ya saben: el odio engendra más odio y no hay que combatir fuego con fuego.

Subieron, pues, los filisteos a Judá. Allí acamparon e informaron a los hombres del lugar que buscaban a Sansón.

Los hombres de Judá descendieron a la hendidura del peñón de Etam (14) y dijeron a Sansón:

—Mirá, loco: nosotros no queremos tener bardo. Así que vinimos a atarte para entregarte a los filisteos.

—Júrenme que no me van a matar ustedes —les pidió Sansón.

—Lo juramos —dijeron ellos.

—O.K. —dijo él, y se dejó amarrar. (15)

Cuando venía subiendo del peñón, los filisteos lo vieron, y alzando un grito corrieron a su encuentro.

Y arrebatóle el Espíritu de Jehová, de modo que las sogas que estaban sobre sus brazos vinieron a ser como el lino que ha sido quemado a fuego; así se deshicieron las ligaduras de sobre sus manos.

Y hallando una quijada de asno fresca aún, extendió su mano y la tomó, e hirió con ella a mil hombres.

Tan contento estaba después de esta proeza que se puso a cantar:

¡Con la quijada de un asno, montones sobre montones! ¡Con la quijada de un asno he matado a mil hombres! (16)


(1) Jueces 2:11-19
(2) Deuteronomio 28:49, 50
(3) Jueces 4:21, 23
(4) Jueces 7:13
(5) Jueces 11:30-40
(6) Semejante al sol.
(7) Jueces 14:3
(8) Jueces 14:19
(9) Jueces 15:2
(10) Jueces 15:4, 5
(11) Jueces 15:6
(12) Vamos a Etam. Vamos vamos vamos a Etam. Vamos a la moda, porque la moda es Etam.
(13) Tuve que hacer un croquis para escribir esta frase. Pueden comprobar que es correcta.
(14) Vamos a Etam. Vamos vamos vamos a Etam. Vamos a la moda, porque la moda es Etam. Esto es muy pegadizo.
(15) Jueces 15:11-13
(16) Jueces 15:16

Nota extra: Acabo de enterarme de que Etam significa guarida de bestias salvajes. ¡¿Quién pondría ese nombre a una tienda de ropa para mujeres?! Evidentemente, un misógino.

domingo, 16 de junio de 2013

UN POCO DE PREHISTORIA

Una tarde, cuando tenía ocho años, Ulises salió a joder por el barrio de San Martín. Se juntó con un amiguito, habitual compañero de andanzas, y se colaron en un tren. No era la primera vez que lo hacían; pero en esta ocasión, al terminar el recorrido, se subieron a otro. Y luego de este, a otro más. Cuestión que, al caer el sol, terminaron en la provincia de Córdoba.

Allí pasaron una semanita encerrados en un instituto de menores, hasta que la denuncia de que habían desaparecido dos niños en Buenos Aires y la denuncia de que habían aparecido dos niños en Córdoba, finalmente, se encontraron.

Lo que más rememora Ulises de esas vacaciones son las duchas frías a las que lo sometían cuando juzgaban que se portaba mal. Se las aplicaban en un cuarto equipado a tal fin: varias duchas estaban dispuestas de tal modo que no había lugar en el que uno pudiera escapar a ellas. Lo que hoy día se llama ducha escocesa, algunos hoteles alojamiento ofrecen este agradable servicio a sus clientes.

Otra cosa que recuerda es que, en el tren camino a Córdoba, unos señores se pusieron a conversar con ellos y a su amiguito le bajaron los pantalones y lo manosearon. Según me dice, a él no le hicieron nada. Solo toquetearon a su amigo porque era medio bobo y se dejó hacer.

También me cuenta que cuando era chico dormía en un pedazo de colchón. Diminuto, menos de la mitad de lo que había sido el colchón originalmente. A los seis años entraba justo; pero a medida que fue creciendo, el cuerpo le empezó a sobrar por todos lados. Le costaba conciliar y mantener el sueño. Más tarde se quedaba dormido en el colegio. Una maestra le preguntó por qué estaba tan cansado y él le explicó su situación.

A raíz de esto, los directivos de la escuela citaron a Graciela para indagar si lo que decía el chico era verdad.

Esa tarde, Ulises volvió a su casa y encontró a su madre hecha una furia.

—¡¿Qué tenés que andar contando cosas de la casa?! —le increpó, y le pegó con un zapato taco aguja.

El taco se le clavó en la cabeza.

domingo, 2 de junio de 2013

PALABRA DE DIOS: JOSUÉ

Imagen extraída de aquí.

Deuteronomio, capítulo 34.
Josué, capítulo 1 al 24.


A la edad de ciento veinte años, Moisés murió y dejó como sucesor a Josué.

Y aquí apretamos el botón de avance rápido a full, porque el libro de Josué es bastante aburrido. Prácticamente, lo único que leeremos durante los veinticuatro capítulos es cómo los hebreos fueron matando a distintos pueblos y ocupando sus tierras.

Sólo destaco que en el capítulo siete un tipo se afana una alfombra y, como castigo por eso, los cagan matando a él y a su familia. (1)

Y una historia muy simpática de un pueblo vecino que logra zafar de los hebreos mediante un engaño. (2)

Esta gente vivía dentro de la zona que Jehová había prometido a los hebreos. De modo que, por orden expresa de Jehová, debían ser aniquilados.

Pero se les ocurrió una idea.

Enviaron a un grupo de hombres, como embajadores, a dialogar con los hebreos. Los vistieron con ropa vieja y calzado gastado, y, como provisiones, llevaban pan seco y mohoso y cantimploras rotas.

—Venimos de re leeejos —dijeron a los hebreos— a aliarnos con ustedes.

—¿Y cómo sabemos que viven lejos y que no viven acá nomás? —preguntaron ellos. (3)

—¡Miren! —dijeron los crotos—. Cuando salimos de casa, esta ropa estaba nueviiita nueviiita. ¡Ahora está hecha mierda por lo largo del camino! Y este pan lo compramos recién hecho, antes de salir. Calentito, rico, estaba. ¡Ahora es un asco! Es que vivimos en la loma del orto. (4)

Y así Josué hizo paz con ellos, y celebró pacto con ellos, concediéndoles la vida. Y también lo juraron los príncipes de la Congregación.

Días después, los hebreos se enteraron de que los crotos vivían en Gabaón, a tres días de caminata. Pero ya no podían hacerlos cagar, a causa del juramento que habían hecho en nombre de Jehová.

Sin embargo, aún podían maldecirlos.

Y eso hicieron, condenándolos a ser sus siervos por el resto de la eternidad. (5)

Prometimos que vivirías.

No dijimos en qué condiciones.


(1) Josué 7:1, 19-25
(2) Josué 9:1-27
(3) Josué 9:6, 7
(4) Josué 9:12, 13
(5) Josué 9:23