martes, 26 de junio de 2012

BABEL

Esta es reciente.

La historia es así: hasta hace unos meses, Claudio G andaba con una tal Viviana. Tenían algo así como un noviazgo. No exactamente eso, pero había cierta promesa tácita de exclusividad mutua. En un momento, Claudio comenzó a notar cosas raras, comenzó a sospechar que ella andaba con alguien más. Una noche que ella se quedó a dormir en su casa, decidió revisarle el celular. Y confirmó su sospecha: encontró fotos de ella con otro tipo en un telo. Al otro día, la despidió sin haber mencionado el descubrimiento; pero habiendo decidido cortar la relación.

Esa noche, yo también estaba de visita en lo de Claudio. Era la primera vez que veía a esta mujer.

Pasaron algunos días. A Viviana le extrañó la distancia que Claudio había tomado repentinamente: contestaba uno de cada dos mensajes, no la invitaba a su casa y, cuando ella le proponía que se vieran, declinaba la oferta con alguna excusa. Finalmente, Viviana le preguntó que pasaba. Y Claudio respondió con la verdad. Ese fue el fin oficial de la relación. O más o menos. Como suele suceder con mi amigo, al tiempo volvieron a verse; pero la relación mutó en algo más informal: eventuales garches.

La segunda vez que vi a esta mujer fue hace unos días.

Sábado a la noche. Había quedado con Claudio en ir a su casa. Salgo del laburo y recibo un mensaje suyo: «Venite a lo de mi viejo. Él no está. Estoy laburando por la zona. Termino y voy para allá». De modo que me traslado a Martelli.

Llego a casa de Néstor. Llueve. Toco timbre y espero bajo un techito. Al rato, Claudio se asoma por una ventana, el torso desnudo.

—¡Aguantá que ya bajo! —dice.

—O.K. —digo.

Un rato más y sale, todavía en cueros. Atraviesa el patio, al trote, hasta la puerta de calle. Las gotas de agua le golpean el cuerpo.

—¡Pasá que me cago de frío! —me dice. Antes de que entremos al departamento, agrega—: Disculpá, es que justo me agarraste acabando un asunto.

Me río.

—Hijo de puta…

Entramos. Está sentada en el sofá.

—Ella es Viviana —dice Claudio—. Ya se conocen, ¿no?

—Sí— decimos, y nos saludamos.

Inmediatamente, dejo de prestarle atención y paseo la vista por el departamento buscando a mi amiga, la gata de Néstor. Hace años que no vengo y no sé si aún vive.

—Che, ¿la gata sigue existiendo? —pregunto.

—Sí —dice Claudio.

—¿Dónde anda?

—Debe estar en la pieza de mi viejo. Debajo de la cama. O en el placard.

Desde la cocina, miro hacia la habitación. La última vez que vine, Néstor tenía un gato más.

—¿Y está ella sola o hay algún otro gato? —pregunto.

Claudio lanza una de sus risotadas.

Me volteo. Viviana me fulmina con la mirada. Capto el equívoco.

—Qué copado tu amigo, eh… —dice—. La última vez que lo vi era calladito.

Me río.

—¡Estoy hablando de gatos en serio! —digo—. Acá, antes, había un gato ciego.

Pienso en una prostituta no vidente. Se ve que a ellos no se les aparece la misma imagen. Al menos, no hacen comentario al respecto.

Claudio se sigue riendo.

—Sos un hijo de puta —le dice ella—. Primero lo del portaligas y ahora esto…

Lo miro.

—Encontró un portaligas de Natalia —me dice.

Porque a Natalia D también se la sigue cogiendo cada tanto.

Me desplomo en un sillón.

—¿Llamaste al remís, Claudio? —pregunta ella.

—Sí —responde él.

—Ahora me voy y pueden esperar tranquilos a los otros gatos —dice ella.

Claudio se ríe.

—¿Pongo agua para unos tés? —me pregunta.

—Dale —digo.

—¿Y? ¿Novedades de aquello?

—Sí —respondo—, pero es largo. Dejame que me instale. Después te cuento.

—Te cuenta después de que se vayan los gatos —acota ella.

No la miro. Hago una mueca que parece una sonrisa.

Suena el timbre.

—Vamos —dice Claudio, aún riéndose—. Te acompaño a la puerta.

Ella se levanta. Yo me quedo en mi lugar. Si me querés saludar, vas a tener que hacerlo vos, pienso. No vaya a ser que me corras la cara.

Se para junto a mi sillón. Se inclina sobre mí. Terrible cara de orto. Mejilla con mejilla, beso al aire, sin una palabra.

Por dentro, yo me reía bastante.

domingo, 17 de junio de 2012

PALABRA DE DIOS: DINA

    Génesis, capítulo 30 al 34.

   Raquel acaba de parir a José.
   Apretemos el botón de avance rápido.
   Jacob ya cumplió con los siete años de trabajo a cambio de Raquel. Está podrido de laburar para Labán y quiere volver a su tierra. Labán no se la hace fácil: quiere que se quede porque desde que Jacob trabaja para él, el ganado se ha multiplicado sobremanera —la mano de Dios—. Jacob acepta quedarse a cambio de lo siguiente: que su salario sean todas las ovejas negras y las cabras manchadas del ganado de Labán. Las que hay en ese momento y las que nazcan a partir de entonces. Labán acepta encantado: las ovejas negras y las cabras manchadas son poquitas. Pero he aquí que Jacob hace un truco inentendible con unas varas de álamo, de avellano y de plátano oriental. Las descorteza, las clava en los abrevaderos donde las reses van a beber y esto, por alguna extraña razón, hace que las reses se pongan en celo, garchen y tengan crías negras y manchadas. (1) Resultado: las ovejas negras y las cabras manchadas son cada vez más. Jacob cada vez tiene más ganado, Labán cada vez menos. Esto, a Labán, no le gusta ni medio. Y empieza a mirarlo fiero a Jacob. (2) Jacob decide huir secretamente con todas sus mujeres, todos sus hijos y todo su ganado. Labán los descubre y los intercepta —eran un bulto muy voluminoso como para pasar desapercibidos—. Discuten. Se ponen de acuerdo. Jacob se va a la mierda.
  Ahora, Jacob tiene cagazo de lo que va a encontrar de regreso a su tierra. Teme que Esaú lo mate, como lo prometió. Para ganar su perdón, decide regalarle: doscientas cabras, veinte machos cabríos, doscientas ovejas, veinte carneros, treinta camellas con sus crías, cuarenta vacas, diez toros, veinte asnas y diez asnos. (3) Esaú lo recibe con un abrazo y un beso. (4) «¿Y todo este ganado para qué es, boludo?», le pregunta. «Para que me perdones», responde Jacob. «¡Pero dejate de joder, será de Dios! ¡Quedate con tus animales que yo tengo un montonazo!» «No, boludo, quedatelos vos, te lo ruego. Por la buena onda.» (5) Esaú acepta y Jacob se instala en Sucot, frente a la ciudad de Siquem.
   Volvemos al avance normal.
  Un día, Dina —hija de Jacob y Lea—, que aún era una niña, salió a pasear. Se cruzó a la ciudad para jugar con otras niñas. Siquem —mismo nombre que su tierra—, hijo de Hamor —príncipe del lugar—, aprovechó que la encontró sola y la violó. (6) Después de violarla, se enamoró de ella. (7) Y habló con Hamor, su padre.
   —Consígueme esta niña por mujer —le pidió.
  Hamor fue a hablar con Jacob. Tanto él como sus hijos se habían enterado de la violación. Los once hermanos —Benjamín aún no había nacido— estaban enfurecidos.
   Hamor les hizo su propuesta:
   —El alma de Siquem, mi hijo, está unida a vuestra hija. Ruégoos se la deis por mujer. Y emparentad con nosotros. Nos daréis a nosotros vuestras hijas y os daremos a vosotros nuestras hijas. Así habitaréis con nosotros y compartiremos con vosotros nuestra tierra.
   Y dijo Siquem:
   —¡Halle yo gracia en vuestros ojos! Daré cuanto me dijereis, con tal que me deis a la joven por mujer.
   Los hermanos respondieron:
  —No podemos hacer esto, el dar nuestra hermana a un hombre incircunciso, porque sería una deshonra para nosotros. Tan sólo con esta condición podremos complaceros: si consentís en ser como nosotros, circuncidando todo varón entre vosotros. Entonces, os daremos a vosotros nuestras hijas y tomaremos vuestras hijas para nosotros. Y habitaremos con vosotros y seremos un mismo pueblo. Mas si no quisiereis escucharnos, tomaremos a nuestra hija y nos iremos.
  Tanto al padre como al hijo les cabió la respuesta. Fueron, entonces, a hablar con los hombres de su ciudad.
  —Los de enfrente, los que están cagados en guita y en ganado, están dispuestos a unirse con nosotros en un solo pueblo si nos cortamos el prepucio. Piénsenlo: todas esas vacas por un pedacito de chota. (8)
   Los hombres agarraron viaje y ahí nomás se circuncidaron.
   A los tres días, cuando estaban todos doloridos, Simeón y Leví —hijos de Jacob— entraron a la ciudad armados con sendas espadas y los masacraron. Y con sus hermanos saquearon las casas, se llevaron los rebaños y tomaron como esclavos a las mujeres y los niños. (9)
   Al viejo Jacob, esto no le gustó nada.
   —Me habéis turbado —dijo a Simeón y a Leví—, haciéndome odioso para la gente de los alrededores. Ahora se van a juntar todos y nos van a cagar matando. (10)
   Mas ellos le respondieron:
   —¿Había él de tratar a nuestra hermana como a una ramera?

     (1) Génesis 30:37-39
     (2) Génesis 31:2
     (3) Génesis 32:13-15
     (4) Génesis 33:4
     (5) Génesis 33:8-10
     (6) Génesis 34:2
     (7) Génesis 34:3
     (8) Génesis 34:20-23
     (9) Génesis 34:25-29
    (10) Génesis 34:30

martes, 5 de junio de 2012

RAÚL

Raúl decía «eco», «école» y «école cua».

Raúl decía «buena pele». Nunca entendí qué significaba eso.

Raúl decía «me caigo y me levanto».

Cuando le preguntabas qué había para comer, respondía «lambeta y tajada de agua» o «polenta con pajarito».

Cuando le preguntabas qué película había para ver, respondía «el pelado con trenzas» o «el desnudo con las manos en el bolsillo».

Cuando le preguntabas «¿Qué es eso?», respondía «Es para hacer hablar al bicho curioso».

Raúl me decía «¡Guillermito! ¡Valés tu peso en oro! Lástima que pesás tan poco…».

Pero más veces que Guillermito, o Guillermo, me llamaba inservible. O boludo.

«Boludo. Se te salen las pelotas por el pantalón», me decía.

«Vamos de la mano a juntar duraznos», recitaba. «Vamos del bracete a juntar soretes.»

Cuando creía que estabas mintiendo, cantaba «Mentira tenía un boliche. Macana se lo vendió. Y entre Mentira y Macana, el boliche se fundió».

«Te van a cagar en la boca, Susana», le decía a mi vieja sobre mi hermana Silvana y yo.

Raúl comía haciendo ruido. Los líquidos los sorbía ruidosamente también. Roncaba. Hablaba y reía a los gritos. Eructaba. Se tiraba pedos. Nunca estaba en silencio.

Cocinaba con mucho aceite. Comía mucho ajo. Usaba dientes postizos. No los lavaba bien y los dejaba por cualquier lado. Impregnaba de mal aliento el tubo del teléfono. Mojaba pizza y sándwiches de milanesa del día anterior en el mate cocido con leche del desayuno. Quedaba una pátina de aceite flotando.

Se secaba los sobacos con la toalla de la cara. Un sábado a la noche me lavé la cara antes de salir. Ya en la calle, sentía olor a chivo y no sabía de dónde venía.

Escupía continuamente. Escupitajos con mucha flema. ¿Es eso ser flemático? En casa, en la ventana del living, el mosquitero tenía una ventanita para sacar la mano y abrir y cerrar los postigos. Él la usaba para lanzar sus proyectiles al exterior. Un día, escupió a una vieja que pasaba.

—¡¿Pero qué hace?! —dijo ella—. ¡Guanaco!

Raúl era muy celoso. Tenía celos de los pacientes de mamá. Trataba de escuchar las conversaciones apoyando un vaso sobre la pared que daba al consultorio y la oreja sobre el vaso.

Tenía celos de mí. Decía que me restregaba sexualmente contra el cuerpo de mamá. Yo era su contrincante. El cachorro del macho que había poseído a su hembra antes que él. Si hubiese sido un poco más animal, de seguro me hubiese matado o me hubiese cortado la chota y se la hubiese tragado.

Raúl decía que jugar frente al espejo volvía loco.

Raúl decía que respirar el olor a tinta de la guía telefónica volvía loco.

Daba órdenes absurdas, a menudo contradictorias. Si le preguntabas «¿Por qué?», respondía «Porque sí».

Nos tiraba de las orejas como si quisiera arrancarlas. Nos ponía bajo la ducha fría con ropa y todo. Se nos mojaban las cosas de los bolsillos.

Raúl era católico apostólico romano. Tenía una emisora radial en el garage de casa. Una radio católica. A la mañana, transmitía el Santo Rosario. A la tarde, la voz del papa.

Admiraba al papa. Tenía posters de él. Soñaba con visitar el Vaticano.

Cuando cumplí diez años, quiso que fuera bautizado. Yo vivía en peligro, por el pecado original. Si en esa época hubiese muerto, me habría ido al Infierno. Tomé clases de catequesis con la mujer de un amigo suyo, que trabajaba para la SIDE.

Raúl era fácil de dibujar. Me salía muy bien. Leonel M y Germán P se reían mucho cuando veían las caricaturas que hacía de él. Dibujarlo era un pequeño acto de venganza. En una ocasión, había utilizado el dibujo como un intento de conciliación. Era el aniversario de mamá y él. Decidí hacerles una tarjeta de felicitaciones. No es que festejara con ellos. ¡El buey no festeja el día que le pusieron el yugo! Quería demostrarle que él y yo podíamos ser amigos. Los niños son ingenuos. Eso no debiera ser un defecto.

De un lado de la hoja los dibujé a ellos dos, de la mano. Lo favorecí tanto que estaba irreconocible. Del otro lado, dibujé un corazón que decía feliz aniversario.

—¡Mirá, Raúl! —dijo mi vieja—. ¡Mirá lo que nos hizo Guille! ¡Es un amor!

Raúl estaba acostado. Tomó la tarjeta y un rayo de sol que entraba por la ventana hizo que el papel se transparentara. Viéndola así —ambas imágenes superpuestas—, medio cuerpo de Raúl quedaba afuera del corazón. Él llamó la atención sobre esto.

—Me lo hace a propósito —dijo.

No fue lo único que hice para intentar caerle bien. Una vez, había que pintar el garage de casa. Él me pidió que lo ayudara. Comenzó a pintar mientras yo lo miraba hacer. En eso, sonó el teléfono y él lo fue a atender. Aproveché para tomar la brocha y seguir con el trabajo. Era la primera vez que pintaba. Obviamente, lo hice mal. Lo único que obtuve fueron sus insultos.

Las peleas entre Raúl y mi vieja eran moneda corriente. A veces, comenzaban porque ella lo veía maltratarnos. A veces, por otras cosas. Pero siempre se desarrollaban más o menos igual. La discusión iba subiendo de tono. Raúl levantaba la voz para tapar la de mamá. No argumentaba, le hacía burla. Después se alejaba. Se iba corriendo por la casa, ella lo seguía. Los dos gritando. Raúl llegaba a nuestra habitación y saltaba por la ventana que daba a la pieza de atrás. Como mi vieja no podía sortear el obstáculo, daba toda la vuelta. Entonces, Raúl saltaba de la pieza de atrás a nuestra habitación. Así varias veces, de atrás hacia delante, de adelante hacia atrás. Mi vieja lo agarraba de la camisa, intentando detenerlo. La camisa se rompía. Raúl abría la misma ventana por la que escupía, y gritaba: «¡Loca! ¡Loca!». Mi vieja le decía: «¡Te vas de mi casa!». Raúl entraba a nuestra pieza. Se arrodillaba. Lloraba. «¡Su madre me echa!», decía. «¡Su madre me echa!» Cuando Vanina creció, el lamento sólo se dirigía a ella. «¡Tu madre me echa! ¡Tu madre me echa!» Vanina lloraba y lo abrazaba. Vivíamos en una novela rusa. O en un grotesco de Discépolo. O en un sketch de Cha cha cha.

Al otro día, como si no hubiese pasado nada. Los dos desayunando juntos. Raúl mojando un sánguche en el mate cocido.

Una vez yo estaba solo en mi pieza, acostado en mi cama. Ellos discutían afuera. Cada vez más gritos. La puerta se abrió y entraron tambaleándose. Él sujetándola de las muñecas, ella caminando hacia atrás. Bailaban un tango violento. Ella tropezó y cayó sobre la cama de Silvana. Él sobre ella. «¡Soltame!», gritaba mi vieja. «¡Me estás lastimando!» Él no la soltaba. Acumulé tensión en los hombros hasta que grité «¡Hijo de puta!». Ninguno de ellos dos acusó recibo. Lo mismo hubiese dado que le gritara a los personajes de una película en la pantalla del cine. Siguieron así. Se fueron a pelear a otra parte de la casa. Se reconciliaron. Minutos después, Raúl entró en mi habitación. Se me acercó mucho. «Nunca vuelvas a llamarme así», me dijo. Su forma de mirarme me dio miedo.

La última vez que Raúl intentó ponerme las manos encima fue cuando yo tenía quince años. Me estaba gritando. Amagó a agarrarme del brazo. «No me toques», le dije, y lo empujé con fuerza. Trastabilló. No cayó porque se sujetó del placard. Pausa. Nos medimos. Un destello en su mirada. Comunicación animal. De pronto, se dio cuenta de que el cachorro había crecido. ¿En qué momento? ¿Cómo pudo suceder? Siguió ladrando, pero mientras retrocedía hacia la puerta. Salió de mi habitación evitando darme la espalda.

martes, 29 de mayo de 2012

JACOB HINCHE A LO LOCO

   Génesis, capítulos 29 y 30.

  Jacob huyó de la casa de sus padres porque su hermano, Esaú, había prometido matarlo. Se fue a vivir a Padán-aram, a lo de su tío Labán, hermano de su madre Rebeca.
  Ahí trabajaba para Labán, le daba una mano con el ganado. Al mes, Labán le dijo:
 —Che, ¿porque seas pariente mío vas a laburar gratis para mí? Declárame cuál ha de ser tu salario.
  Labán tenía dos hijas: Lea, la mayor, y Raquel, la menor. Lea tenía lindos ojos, Raquel tenía lindo todo. (1) De modo que Jacob respondió:
   —Te serviré siete años por Raquel, tu hija menor.
   —Trato hecho —dijo Labán. (2)
  No voy a volver a hacer comentarios sobre el papel de la mujer en la Biblia. Sería redundante. Sólo diré que esto me recuerda a la historia de una bisabuela mía —no aquella cuyo marido resucitaron en Cuba, otra—, regalada por su padre a un amigo de él, mi bisabuelo. Habían pasado miles de años desde que Jacob comprara a Raquel, pero las cosas no habían cambiado mucho a ese respecto. Ya les hablaré sobre estos bisabuelos algún día.
   Jacob laburó los siete años. Entonces, dijo a Labán:
   —Dame mi mujer, que se han cumplido los días, y me la garcharé. (3)
  Esa noche, Labán juntó a todos los hombres del lugar e hizo un banquete. La Biblia no lo dice; pero es evidente que, en ese banquete, Jacob se puso en pedo. Sólo así se entiende lo que sucedió después. En vez de entregar a Raquel, Labán entregó a Lea, su hija mayor. Jacob se la garchó y recién se enteró del fraude a la mañana siguiente. (4)
   —¡Eh! ¡¿Qué me hacés, viejo?! —le dijo a Labán—. ¿No te serví por Raquel? ¿Por qué, pues, me has engañado?
   —No se hace así en nuestra tierra —respondió Labán—, que se dé la menor antes que la mayor. Si querés, la semana que viene te doy la otra también; pero a cambio de que labures para mí siete años más. ¿Te va? (5)
   Jacob aceptó, y a la semana Labán le dio por mujer a Raquel.
   Viendo Jehová que Lea era despreciada por Jacob, apiadándose de ella, abrió su matriz. Mas Raquel era estéril.
   Y concibió Lea, y parió un hijo. Y le llamó Rubén, que significa «¡Ved un hijo!», pues decía: Jehová ha mirado mi aflicción. Por tanto, ahora me amará mi marido.
   Y concibió otra vez, y parió un hijo. Y dijo: Por cuanto Jehová oyó que yo era odiada, me ha dado este también. Y le llamó Simeón, que significa «oído».
   Y concibió otra vez, y parió un hijo. Y dijo: Ahora quedará mi marido unido conmigo, porque le he parido tres hijos. Por tanto, fue llamado Leví, que significa «unión».
  Y volvió a concebir, y parió un hijo. Y dijo: Esta vez alabaré a Jehová.  Por tanto, le puso el nombre de Judá, que significa «alabado», y dejó de parir.
   Cuatro al hilo. Esto hizo que Raquel se pusiera loca de la envidia. Y dijo a Jacob:
   —¡Dame hijos; que si no, me muero!
   Jacob se calentó.
  —¡¿Te creés que soy Dios, boluda?! —dijo—. ¡¿Qué carajo puedo hacer yo si vos sos estéril?! (6)
   —He aquí mi esclava Bilha —dijo Raquel—. Cogétela y parirá sobre mis rodillas. Así yo también tendré hijos por medio de ella.
  Recordemos que esto era costumbre de la época. De igual modo hizo antes Sara con Agar.
   Jacob no se hizo rogar, y ahí nomás se cogió a Bilha. Y concibió Bilha, y parió a Jacob un hijo.
   Y dijo Raquel: ¡Juzgome Dios, y también ha oído mi voz y me ha dado a mí un hijo! Por tanto, le llamó Dan, que significa «juzgado».
   Y Bilha, sierva de Raquel, concibió otra vez y parió su segundo hijo a Jacob.
  Y dijo Raquel: ¡Con grandes luchas he contendido con mi hermana y he prevalecido! Y le nombró Neftalí, que a mí me hace pensar en polillas y en los Abuelos de la Nada, pero que significa «mi luchar».
  Ahora, Lea temía que su hermana le disputara la supremacía materna. Dele que dele trataba de henchir, pero no había caso: ya no concebía. De modo que recurrió a Zilpa, su esclava, y la dio a Jacob para que se la cogiera.
   Esto ya se fue a la mierda.
   Y parió Zilpa, sierva de Lea, un hijo a Jacob.
  Y dijo Lea: ¡Con buena ventura! Y le puso el nombre de Gad, que significa justamente eso: buena ventura.
   Y Zilpa parió su segundo hijo a Jacob.
  Y dijo Lea: ¡En mi dicha! Por tanto, le llamó Aser, que significa «dichoso».
   Ya tenemos ocho: cuatro de Lea, dos de Bilha y dos de Zilpa. Jehová no había prometido simiente en vano. Pero esto no termina acá: de los vientres de estas cuatro mujeres tienen que surgir las doce tribus de Israel.
  Un día, Rubén, el primogénito, halló mandrágoras en el campo y las trajo a Lea, su madre. Raquel las vio, y dijo a Lea:
   —Ruégote me des de las mandrágoras de tu hijo.
  —¡Cara rota! —dijo Lea—. ¡¿No te alcanza con haberte llevado a mi marido, que ahora querés llevarte también las mandrágoras de mi hijo?! 
  —Hagamos un trato —dijo Raquel—. Me das las mandrágoras y esta noche él se acuesta con vos. (7)
   —Trato hecho —dijo Lea.
   Esa tarde, cuando Jacob volvía del campo, Lea lo interceptó.
   —Conmigo has de estar esta noche —le dijo—. Te he alquilado con las mandrágoras de mi hijo.
   Al final, yo hablaba de las mujeres pero Jacob también era un hombre objeto.
   Esa noche, Lea concibió. Y parió a Jacob su quinto hijo.
  Y dijo: Me ha dado Dios mi recompensa, porque di mi sierva a mi marido —¡¿Qué?! Por Dios, esta gente está loca—. Y le llamó Isacar, que significa «premio» o «alquiler» —rematadamente loca—.
   Y Lea concibió otra vez, y parió su sexto hijo a Jacob.
   Y dijo: Dios me ha dado una buena dote. Esta vez mi marido habitará conmigo, ya que le he parido seis hijos. Y le nombró Zabulón, que significa «habitación» —y no eran uruguayos—.
   Después parió una hija y la llamó Dina, que significa «juzgada».
   Y acordose Dios de Raquel, y oyola Dios, y abrió su matriz.
   El viejo gagá se había olvidado.
  —¿Por qué esta loca lo hace garchar al marido con la esclava? —se preguntaba—. ¡Qué perversa! —Y se llevó la mano hacedora a la frente divina—. ¡Uh, qué boludo! ¡Cierto que le había atado las trompas!
   Deshecho el nudo, Raquel concibió, y parió un hijo. Y dijo: ¡Dios ha quitado mi oprobio! Y le puso el nombre de José, que significa «añadirá». Ya que dijo, también, Jehová me dará otro hijo por añadidura.
   Y así fue: años después, Raquel parió al último, Benjamín. Y estos —obviamente, Dina no cuenta: es mujer— son los padres de las doce tribus de Israel.

      (1) Génesis 29:17
      (2) Génesis 29:19
      (3) Génesis 29:21
      (4) Génesis 29:23, 25
      (5) Génesis 29:26
      (6) Génesis 30:2
      (7) Génesis 30:15

domingo, 20 de mayo de 2012

FIN DE SEMANA SALVAJE

—Si no entendés algo, lo primero que tenés que hacer es golpear, por las dudas —me dijo una vez Ulises M—. Eso es lo que hago yo.



Año 98. La relación entre Ulises y Silvana, mi hermana, recién comienza. La relación entre mi madre y Raúl está terminando. Un vínculo que tarda mucho en acabarse, un proceso tan arduo como quitarle una muela a un dogo.

Camet, en las afueras de Mar del Plata. La casa a la que pretendimos mudarnos, pero en la que solo vivimos unos meses. Una historia larga y aburrida que no viene al caso. Baste saber que para la época de este relato ya no vivimos ahí; pero Raúl y mi vieja, ya separados, van a la casa a terminar de arreglar algunos asuntos. Con ellos, viajan Vanina —mi hermana más chica, hija de Raúl y mi madre—, Silvana y Ulises. Yo no voy con ellos porque estoy trabajando en el negocio de mi tío hijo de puta. Ya les hablaré de él.

Primer día, jornada pacífica. Tiempo lindo, asado al aire libre, a cargo de Raúl.

El día siguiente no comienza tan bien. Discusión matutina entre Raúl y mi vieja. Discusión es pelea. Pelea con gritos e insultos. No es la primera. Podrían llenarse las páginas de una biblia con los episodios de este tipo protagonizados por ellos desde el inicio de su relación hasta el momento del relato. El elemento que hace la diferencia entre esta discusión y otras anteriores es el animal que duerme, inquieto, en la habitación de al lado.

Mi madre, vapuleada por Raúl, en su desesperación, tiene el impulso de pedir ayuda a su yerno. Ustedes y yo sabemos de sobra el único significado que este sujeto le da a la palabra ayuda. Mi madre no lo imagina. Oh, todos hablamos castellano; pero qué diferentes usos les damos, a veces, a las palabras. ¿Qué pretendía mi madre? ¿Qué intercedan por ella? ¿Contención emocional? Algo así. A buen puerto fuiste por leña.

Mi madre irrumpe en la habitación de Ulises y Silvana.

Los gritos y el llanto de mi madre despiertan a Ulises de su sueño intranquilo.

Ulises no entiende.

Como no entiende, golpea.

Si no golpea a mi madre es porque alcanza a captar la palabra Raúl. Eso redefine el target.

El primer golpe no es muy fuerte, un puñetazo en ayunas.

—¡¿Qué hacés, loco?! —exclama Raúl cuando se recupera de la sorpresa. Se dirige al teléfono—. ¡Voy a llamar a la policía!

Esta vez, Ulises entiende.

Como entiende, golpea.

Este golpe es fuerte, hace sangrar.

Ulises ve la sangre y juzga que es suficiente. Suelta a la presa.

Raúl toma su maletín y la mano de su hija —diez años, testigo de toda esta violencia—, y huye.

Atraviesa el terreno extenso que separa la casa de la tranquera que da a la calle. Ahí encuentra al vecino de al lado, estirando las piernas, tomando aire fresco. Y decide pedirle ayuda.

A buen puerto fuiste por leña vos también.

Desde que Raúl instaló en nuestro patio una antena de varios metros de alto para su emisora radial, este hombre es su enemigo declarado. Ahora se limita a escuchar sus palabras en silencio, el rostro impasible. Raúl mira hacia la casa. Ve acercarse a Ulises, a paso mecánico, como Terminator, y pone pies en polvorosa.

Ulises saluda al vecino con un apretón de manos firme y se presenta. Da su versión de los hechos, vaya uno a saber cuál.

—No te preocupes, pibe —dice el vecino—. Si alguien me pregunta algo, digo que se golpeó la jeta con una tabla.

Nadie a quien le haya contado, en su momento, que habían golpeado a Raúl se apenó. Yo tampoco. Hoy día veo esta historia con otros ojos, como tantas de esa época y anteriores, llenas de violencia.

A la hora de explicar qué razones había tenido para golpear a Raúl, Ulises argumentaba con sencillez.

—Era un gil. Se la daba de asador y la carne estaba cruda.

martes, 15 de mayo de 2012

JACOB ENGAÑA A SU PADRE CIEGO

     Génesis, capítulos 26 y 27.

   Y hubo hambre en la tierra, como aquella vez en tiempos de Abraham. E Isaac decidió parar un tiempo en Gerar —donde había para morfar— hasta que las cosas mejoraran. Pero he aquí que Rebeca, como Sara, estaba muy buena. Y a Isaac, como antes a su padre, le dio cagazo de que los lugareños lo mataran para garchársela —¿les conté que este libro es reiterativo?—. Entonces, cuando los chabones, babeando, le preguntaban «Che, ¿quién es la minita que anda con vos?», él contestaba «Mi hermana es». (1)
   Mas aconteció que asomándose Abimelec —el rey de Gerar, el mismo que había estado a un tris de garcharse a Sara y morir fulminado por Jehová— a una ventana, miró, y he aquí que Isaac jugueteaba con Rebeca, su mujer.
   «¡¿Otra vez, será de Dios?!», pensó, y llamó a Isaac.
   —¡He aquí, ciertamente ella es tu mujer! —le dijo—. No te hagás el pelotudo que los vi jugueteando. ¿Cómo, pues, dijiste tú: es mi hermana? ¿Ah?
   Isaac explicó sus razones.
   —¡¿Tas loooco vo’?! —dijo Abimelec—. ¡Cuán fácilmente alguno del pueblo hubiera podido acostarse con tu mujer! ¡Y así nos hubieras hecho incurrir en delito!
   De manera que se aclaró todo. Pero si Isaac había hecho esto con la idea de ligar ganado, como antes su padre, la treta le salió mal, porque Abimilec no le regaló ni un puto corderito.
   Ser marido de Rebeca no era tan buen negocio como serlo de Sara.
  Pasó el tiempo. Isaac envejeció y —senectus non sola venit— quedó ciego. Y un día llamó a Esaú, su hijo mayor.
   —¡Hijo mío! —le dijo.
   —Heme aquí —dijo Esaú.
   —He aquí, yo soy ya viejo —dijo Isaac—, y no sé el día de mi muerte. Ahora, pues, toma tus armas y sal al campo, y caza para mí alguna cosa. Y hazme manjares sabrosos, como me gustan, y tráemelos, para que yo coma y mi alma te bendiga antes de que yo muera.
   Esaú salió al campo a cazar. Rebeca, que había oído la conversación, llamó a Jacob, su hijo menor, su preferido, y le contó lo sucedido.
   —Ahora bien, hijo mío —le dijo—, oye mi voz, conforme a lo que te voy a mandar. Ruégote que vayas al rebaño y me traigas de allí dos cabritos buenos. Y yo haré de ellos manjares sabrosos para tu padre, como a él le gustan, y los llevarás a tu padre, para que coma y te bendiga a ti antes de su muerte.
   Que alguien me explique qué leyeron los que dicen que en este libro hay un mensaje de amor. Desde que comenzamos hasta ahora, no paramos de leer sobre familias disfuncionales.
   Jacob hizo lo que su madre le había pedido, pero le dijo:
   —He aquí que Esaú, mi hermano, es hombre velludo y yo, hombre de piel lisa. Quizás me palpará mi padre y seré en su concepto como quien se burla de él. Así atraeré sobre mí maldición, y no bendición.
   Jacob no contaba con la astucia de su madre, que había planeado todo minuciosamente. Luego de vestirlo con las ropas más preciosas de Esaú, Rebeca puso las pieles de los cabritos sobre las manos y la nuca de Jacob. La Biblia, tan detallista en otras cosas, no nos dice si usó Poxiran® o qué para pegarlas a su piel.
   Esto también me recuerda a Hansel y Gretel. A Hansel tendiéndole un hueso a la bruja, haciéndolo pasar por su brazo, para que ella lo palpe y crea que aún está flaco.
   Entonces, así disfrazado y con el morfi en una bandeja, Jacob fue a su padre.
   —¡Padre mío! —le dijo.
   —Heme aquí —dijo Isaac—. ¿Quién eres, hijo mío?
  —Soy Esaú, tu primogénito —dijo Jacob—. He hecho como me dijiste. Levántate, te ruego, siéntate y come de mi caza, para que me bendiga tu alma.
   Pero el viejo desconfiaba.
   —¿Cómo es que la hallaste tan pronto, hijo mío? —preguntó.
  —Porque Jehová, tu Dios, me deparó buen encuentro —respondió Jacob.
   —Acércate y te palparé —dijo Isaac—, para saber si eres en realidad mi hijo Esaú o no.
   Así lo hizo Jacob, dejándose palpar. Su padre, que además de ciego era pelotudo, dijo:
   —La voz es voz de Jacob; pero las manos, manos de Esaú. ¿Eres tú, en realidad, mi hijo Esaú?
   —Lo soy —respondió Jacob.
   También me recuerda a Caperucita.
   —O.K. —dijo Isaac—. Dame el morfi y te bendigo.
   Isaac morfó e hizo la última prueba.
   —Acércate y bésame, hijo mío —pidió.
   Jacob obedeció y su padre aprovechó la proximidad para oler las ropas, que debían tener el olor característico de Esaú: el hedor del cuerpo transpirado de un hombre peludo en épocas en que no existía el desodorante. Con eso, Isaac se convenció, y se comió el verso como antes se había comido los cabritos. Y bendijo a Jacob deseándole varias cosas. Entre ellas, que sus hermanos le sirvieran. (2)   
   Y aconteció que apenas acabara Isaac de bendecir a Jacob, y no bien hubo salido Jacob de la presencia de su padre, Esaú llegó de su caza.
   Acá se va a pudrir el chorrán.
   E hizo él también manjares sabrosos y los trajo a su padre. Y dijo:
  —¡Levántese mi padre y coma de la caza de su hijo, para que me bendiga su alma!
   —¿Quién eres tú? —preguntó Isaac.
   —Soy tu hijo, tu primogénito, Esaú.
   Isaac se estremeció.
   —¿Quién es, pues, aquel que tomó caza y me la trajo, y yo he comido antes de que tú vinieses? Yo le bendije y será bendito.
   Porque la palabra dada es sagrada y tiene poder más allá del que la da.
   Cuando Esaú oyó las palabras de su padre, clamó con amargura.
   —¡Bendíceme a mí, a mí también, oh padre mío!
   Mas Isaac respondió:
   —Vino tu hermano con engaño y tomó tu bendición.
  —¡Ese hijo de puta! —dijo Esaú—. ¡Qué bien que le pusieron el nombre! Pues ya me ha suplantado dos veces: tomó mi primogenitura, y ahora me ha quitado mi bendición. ¿No has reservado una bendición para mí? (3)
   ¡«Tomó mi primogenitura»! ¡Chanta! ¡Si se la cambiaste por un guiso!
   —Estamos en el horno —dijo Isaac—, porque le he puesto por señor tuyo y le he dado por siervos a todos sus hermanos. ¿Qué, pues, podré hacer ahora por ti, hijo mío?
   Esaú se largó a llorar.
  —¿No tienes más que una bendición, padre mío? —dijo—. ¡Bendíceme a mí, a mí también, oh padre mío!
   Entonces, Isaac le dio una bendición de consuelo; diciéndole que iba a ser esclavo de su hermano, pero sólo hasta que se fortaleciera lo suficiente como para liberarse del yugo. Ya que a Jacob le había dicho que sus hermanos le servirían, pero no por cuánto tiempo. Como verán, esto de las bendiciones también puede tener letra chica.
  Esta bendición no conformó para nada a Esaú, que prometió matar a Jacob en cuanto Isaac muriera. Esto llegó a oídos de Rebeca y ella envió a Jacob a lo de un tío, Labán, para que se quedara a vivir con él hasta que a Esaú se le pasara la calentura.
   Un tío explotador, como el mío. Eso lo veremos la próxima.

     (1) Génesis 26:7
     (2) Génesis 27:29
     (3) Génesis 27:36