domingo, 26 de agosto de 2012

NO AMOR

Volvemos a mi pene, uno de los protagonistas de este blog. Oh, si ese pedazo de carne, ese amasijo de venas, hablara… De momento, al menos, mientras no ocurra un milagro, he de escribir yo por él.

Una vez que conocí en persona a una de las seguidoras de Carne con Alambre, me contó que el día anterior había hablado con otra.

—¿Qué hacés mañana?

—Voy a capital. Me encuentro con Guillermo.

—¿Qué Guillermo?

—Altayrac.

—¿El del blog del pene?

—El mismo.

Pero estoy divagando —decir algo así como que comencé con el tronco y me fui por las ramas sería algo demasiado burdo. No seré yo quién lo haga—. Volvemos a mi pene, digo. Y a Graciela M. Y a cada uno de ellos en relación al otro. Esto de hablar sobre mi pene como si fuera una persona me recuerda una anécdota. Mariano M, un antiguo compañero de trabajo de quien alguna vez hablaré más, contaba que su mujer se quejaba del sexo que tenían. Ella decía que sus relaciones consistían en ellos dos, en la cama, haciendo todo para satisfacer a un tercero: el pene.

Oh, pequeño dictador…

Otra vez me fui por las ramas —no, no haré ese chiste. No seré yo quién lo haga—. Mi pene. Graciela. Esos dos elementos, cada uno en relación al otro. Eso es todo lo que en este momento nos compete —y si no he hecho aquel chiste, mucho menos haré este—.

Durante la estadía de Graciela en Ushuaia, tuve la consulta con el segundo urólogo. Este coincidió con el primero en que había que operar, y me derivó al cirujano para que me examinara y concertara conmigo la fecha de la intervención. A esa primera entrevista con el cirujano, me acompañó Graciela —una de las principales interesadas en que todo saliera bien—.

Habíamos quedado en que a la salida nos tomaríamos un café con un tostado. Camino a Plaza Miserere —la entrevista había sido en el Dupuytren—, Graciela me preguntó si tenía mucha hambre.

—No —respondí—. Más o menos.

—Entonces, vení —dijo ella.

Me tomó de la mano, frenó en seco y, por arte de magia, hizo aparecer un telo. Esa fue mi impresión. Evidentemente, cuando veníamos en sentido contrario, camino al Dupuytren, ella lo había registrado. Yo, inocente cervatillo, no había reparado en él.

—Pero no puedo… —le dije.

—No importa —dijo—. Podemos hacer otras cosas.

Ya dentro, soltó mi mano. Pidió una habitación. Pagó ella. Primera vez que yo pisaba un telo. No era muy diferente a como me lo figuraba.

Escalera. Puerta. Adentro. Imaginen toda esta secuencia filmada como el video de Smack my bitch up, de The Prodigy. Yo no había consumido nada —yo no me drogo, señora. Una sola vez tuve un viaje en ácido—, pero eso grafica bastante bien el vértigo que sentía en ese momento.

Luces tenues. De pie junto a la cama. Graciela me abraza, me besa. Me quita el buzo, la remera. Acaricia mi cuerpo. Besos. Más besos. La boca, el cuello, el pecho. Desnuda su torso. Aprieta su cuerpo contra el mío. Tantea mi cinturón. Lo desprende. Sujeta con fuerza mi erección. Se sienta. Me chupa. No sabe cómo. Me hace doler un poco. Me quejo. Sube de nuevo. Más besos. Termina de desvestirse. Me abraza fuerte. Sin soltarme, se deja caer de espaldas en la cama. Me arrastra. Estoy sobre ella. Acaricia mi espalda. Me rodea con las piernas. Beso su cuello.

—Te amo —dice.

Dejo de respirar. Acaricio. Sigo besando.

—Te amo —repite.

Me quedo quieto. La cara pegada a su cuello. Ella también se detiene. Siento su cuerpo latir bajo el mío.

—Decime algo…

Tengo la lengua pegada al paladar.

—¿Qué sentís por mí?

Sigo sin ver su rostro. El aire entra de golpe en mis pulmones. Pero mi voz se oye débil.

—Cariño. Atracción física. Pero no amor.

Silencio. Después de unos segundos, pequeños temblores recorren su cuerpo. El llanto se oye después.

Me separo de ella. Se tapa la cara con un brazo. Me da la espalda. Poso mi mano en su hombro. Pasan los minutos. Parecen horas. Tengo un nudo en el estómago, la quijada tensa. De a poco, su cuerpo cesa de temblar.

—Mirá —dice. Señala hacia arriba, nuestros cuerpos desnudos en el espejo del techo—. Cualquiera que viera esa imagen pensaría que es otra cosa.

No contesto.

Suena el teléfono, terminó el turno. El aparato está del lado de Graciela. Ella no atiende. El sonido estridente me taladra el cerebro.

Ella putea. Toma el tubo.

—¡Ya va! —ladra—. ¡Pago lo que haya que pagar!

Cuelga de un golpe.

Nos vestimos. Se queda sentada en la cama. Yo estoy de pie, con ganas de salir corriendo.

—Por favor —me dice—, vení a casa esta noche…

—No… —digo, sorprendido.

Lloriquea.

—Por favor… Me siento mal…

—Yo también me siento mal. Necesito estar solo.

—Tengo miedo de estar sola esta noche…

Miro el piso. Me quedo en silencio.

—Es un favor que te estoy pidiendo… Es lo único que te pido…

—Bueno… —digo, sin levantar la vista.





Por la mañana, me dio un collar hippie que había comprado en Ushuaia.

—Era un regalito que iba a hacerte, una sorpresa… Quiero dártelo igual… Para que te acuerdes de mí…

El collar me parecía bastante feo. Asentí sin decir palabra.

—Dejame que te lo ponga.

La dejé hacer. Me abrazó, llorando.

Apenas llegué al laburo, Noemí me preguntó, riendo:

—¿Qué es esa cosa espantosa que te colgaste?

Guardé el collar en un cajón. Ahí se quedó hasta que la empresa se fundió, a fines del 2001.

lunes, 20 de agosto de 2012

PALABRA DE DIOS: JOSÉ SE NIEGA A GARCHAR

      Génesis, capítulo 39.

   José había sido vendido por sus hermanos a unos mercaderes ismaelitas. A su vez, los mercaderes ismaelitas lo vendieron, en Egipto, al capitán de la guardia del faraón: Putifar —un nombre que parece verbo, de significado obvio—.
   José servía en la casa de Putifar (y no es que trabajara en un prostíbulo —Dios, a veces me sorprende lo ocurrente que soy—). Y como Jehová era con él, a José le iba bien en todo cuanto hacía. Putifar lo notó e hizo a José administrador de su casa, y cuanto tenía lo puso en su mano. A partir de eso, Jehová bendijo la casa del egipcio por causa de José, de modo que Putifar prosperó.
   Pero he aquí —decir he aquí está casi tan bueno como decir henchid— que José era de bella figura y de hermoso semblante. Había salido a la abuela y a la bisabuela, y, como ellas, era irresistible para el sexo opuesto. Aconteció, pues, que la mujer de su señor puso sus ojos en él, y dijo:
   —¡Acuéstate conmigo!
   —¡No! —dijo José—. ¡¿Cómo le voy a hacer eso a Putifar?! (1)
  Y la mina le insistía todo el tiempo. Hasta que un día, aprovechando que estaban solos en la casa, lo agarró de la ropa.
   —¡Acuéstate conmigo! —le dijo.
  Forcejearon, José se zafó dejando su ropa en las manos de ella. ¡Y huyo de la casa en pelotas! (2)
  La mina aprovechó esta situación para calumniarlo. Llamó a los hombres de la casa.
   —¡El siervo hebreo me quiso violar! —dijo—. ¡Y cuando grité pidiendo auxilio, se escapó en pelotas! (3)
  La muy turra guardó la ropa de José hasta que Putifar volvió. Y se la mostró, diciendo:
   —¡El siervo hebreo que nos trajiste quiso juguetear conmigo! (4)
   Al oír esto, Putifar se re calentó y echó a José en la cárcel.
   Lo tenía merecido por tarado. ¡¿Cómo te vas a ir corriendo en bolas?!
   Será de Dios

     (1) Génesis 39:8, 9
     (2) Génesis 39:12
     (3) Génesis 39:13-15
     (4) Génesis 39:17

lunes, 13 de agosto de 2012

PASADO

Graciela M es hija de un inmigrante italiano y una indígena. Toba o mapuche, ya no lo sé. Su madre muere al parirla, o muy poco después. El recuerdo más viejo que tiene es el de estar hamacándose, sola, a los cinco o seis años, mientras canta una canción que le enseñó su padre. La canción es en italiano y habla sobre la mia mamma. La pequeña Graciela la canta llorando. Su padre se la enseñó para que nunca olvide a su mamá. Y es efectivo.

Hay cosas que ya no recuerdo. En algún momento, su padre muere también. No sé cuándo. Y en algún momento, aún jovencita, Graciela se pone en pareja con un hombre mucho más grande que ella. Esto ocurre en Arrecifes. Ella nació ahí o terminó viviendo en ese lugar por razones que desconozco, no lo sé.

Con ese hombre, Graciela tiene a sus cuatro primeros hijos. Dos varones y dos mujeres. Sólo conozco al mayor.

Graciela se llevaba muy mal con la familia de su marido. Una vez, estando ella embarazada, una de sus cuñadas la faja en medio de la calle. Graciela termina en el piso, cubriéndose el vientre con los brazos para protegerlo de las patadas de su atacante.

Debido a varias crisis psicológicas que tiene, tiempo después de haber nacido su último hijo —el último de esa tanda—, su marido decide internarla en un psiquiátrico. En ese lugar, un enfermero la viola.

Mientras está internada, su marido la abandona y comienza una relación con otra mujer.

Cuando Graciela sale del psiquiátrico, se va a vivir a San Martín y sus hijos quedan con el padre, en Arrecifes. No sé en qué circunstancias sucede esto. Sólo sé que, salvo el mayor —Ignacio B, que la busca y se reencuentra con ella mucho tiempo después—, ninguno de esos hijos quiso volver a verla.

En San Martín, se instala en el departamento en el que vive cuando yo la conozco. Propiedad del marido, supongo que él se lo cedió por culpa.

Ahí, Graciela conoce al que será el padre de Ulises y Pamela. Un hombre alcohólico y golpeador. Un día, le sugiere a Graciela que se acueste con unos amigos de él a cambio de dinero. Ella se niega, pero esa noche él cae al departamento con los dos hombres y ellos la violan.

Después de este, viene Daniel, el padre de Roxana. Otro golpeador.

Y después, Néstor, el padre de Claudio. Un tipo con bastantes defectos, pero que no es violento.

El primer hombre es mucho mayor que ella. El segundo y el tercero tienen su misma edad. Néstor tiene unos quince años menos. El rango de edad va bajando. No creo que esto sea casual. Después de Néstor, comienza a salir con pendejos. Primero con un alumno de taekwondo. Después conmigo.

Todo esto, Graciela me lo contó la vez siguiente que nos vimos, cuando regresó de su viaje a Ushuaia. Fue por la tarde, en la plaza de Chacarita. A la noche fuimos a su departamento. Transamos, charlamos, nos reímos. En un momento, pareció quedarse dormida. No quise molestarla, me quedé acostado a su lado. Al rato, despertó sobresaltada, llorando. Le pregunté qué le pasaba.

—Nada —me dijo—. Tuve un sueño.

—¿Qué soñaste? —le pregunté.

—No importa… Abrazame.

domingo, 5 de agosto de 2012

JUDÁ SE GARCHA A SU NUERA

      Génesis, capítulo 38.

   Judá se casó con Sua, y tuvo con ella tres hijos: Er, Onán y Sela.
   Y tomó mujer para Er, su primogénito, la cual se llamaba Tamar.
   Pero Er era malo a los ojos de Jehová, y Jehová lo mató (1) —toda esa sanata de que Dios es Amor, la inventaron los cristianos muchos años después—.
   Entonces, Judá dijo a Onán, su segundo hijo:
   —Cumple tu deber de cuñado: cógete a la mujer de tu hermano. (2)
  Porque era costumbre entre los hebreos de esa época que al quedar viuda una mujer sin haber tenido hijos, su cuñado se la empernara para dejarla embarazada y así dar linaje a su hermano. El hijo nacido de esta unión era considerado descendencia del difunto. (3)
  Este es el famoso Onán, de cuyo nombre viene la palabra onanismo. Pero es un error pensar que el pecado de Onán era masturbarse. El pecado de Onán era que cuando se garchaba a su cuñada, como no quería dar linaje a su hermano, acababa afuera. Se ayudaba con la mano, claro, pero ese no era el punto. (4)
   Hay que tener en cuenta que, si Tamar tenía hijos, la herencia de Judá, en el futuro, habría de dividirse en tres partes. Caso contrario, la herencia se dividiría entre Onán y Sela, los dos hermanos sobrevivientes. Es probable que esa haya sido la razón por la que Onán vertía en tierra: quería cobrar una tajada mayor.
  Era malo a los ojos de jehová lo que hacía, de modo que le mató a él también.
  —Hagamos una cosa —dijo, entonces, Judá a Tamar—: aguantá hasta que mi pibe más chico crezca y tenga edad como para empomarte. ¿O.K.? (5)
   —O.K. —dijo Tamar.
  Pero el tiempo pasó y, cuando Sela tuvo edad suficiente, Judá se re colgó y no lo envió a Tamar para que se la garchara.
   Despechada por esto, Tamar urdió un plan. Se sacó la ropa de viuda, se tapó la jeta con un velo y se sentó junto a un camino por el que sabía que pasaría Judá. Y cuando Judá la vio, la confundió con una puta. (6)
   —¡Ea pues, ruégote me dejes que te coja! —le dijo.
   —¿Qué me darás a cambio? —preguntó ella.
   —Cuando llegue a casa, te mando un cabrito —dijo él.
   —¿Me vas a dejar algo de garantía hasta que me lo mandes?
   —¿Qué querés que te deje?
   —Tu sello, tu cordoncillo y el báculo que traes en la mano.
   —O.K. —dijo él. Se la garchó y le dejó las cosas.
  Más tarde, mandó a un amigo con el cabrito para recuperar sus pertenencias. Pero el tipo no encontró a nadie.
  —¿Dónde está la puta que paraba acá? —preguntó a los hombres del lugar.
   —Acá no paraba ninguna puta —respondieron ellos. (7)
  Así que el tipo se volvió con el cabrito y sin haber recobrado los objetos.
 Pasaron tres meses y llegó a Judá la noticia de que Tamar estaba embarazada.
  —Tu nuera ha estado fornicando —le dijeron—. Y he aquí también que está preñada de sus fornicaciones.
   —¡Sacadla para que sea quemada! —dijo Judá.
  Tomaron, pues, a Tamar para llevarla a la hoguera. Pero ella envió a decir a su suegro:
   —Del varón cuyas son estas cosas, yo estoy preñada. Ruégote veas de quién son.
   Judá reconoció sus pertenencias.
  —Déjenla —dijo—. La mina tiene razón. Yo estuve flojo: le había prometido a mi hijo y se me re pasó. (8)
   Tamar parió mellizos. Y he aquí otra historia de sustituciones. En medio del parto, uno de los pibes asomó una manito por la concha. La partera le ató un piolín para identificar al primogénito. Pero el pibe retiró la mano y el que salió primero fue el otro.
   —¿Cómo te rompiste paso? —le dijo su madre. Y lo llamó Farés, que significa irrupción. (9)

      (1) Génesis 38:7
      (2) Génesis 38:8
      (3) Deuteronomio 25:5, 6 
      (4) Génesis 38:9
      (5) Génesis 38:11
      (6) Génesis 38:14, 15
      (7) Génesis 38:21
      (8) Génesis 38:26
      (9) Génesis 38:28, 29

domingo, 22 de julio de 2012

MIRE ATRÁS AL BAJAR

No recuerdo qué hice ese día, después del beso de Graciela. No recuerdo si hicimos algo con Claudio o volví enseguida a mi casa. No recuerdo si hablé con Graciela del asunto en ese momento o unos días más tarde.

A partir de ahí fue que ella adoptó y adaptó mi metáfora sobre el colectivo.

—Uno puede subirse, viajar un rato y bajarse cuando quiera —me dijo.

Me ofrecía algo informal. Ya me conocía lo suficiente como para saber que si yo me sentía sujeto, iba a huir de inmediato. De modo que su estrategia era esa: hacerme creer que, en todo momento, la puerta estaría abierta. Que sólo bastaba con tocar el timbre.

Sí recuerdo que la vez siguiente que nos vimos, fuimos de nuevo al Parque Centenario. Ella quería rehacer la experiencia desagradable que había tenido conmigo en ese lugar. Así lo expresó. Como si volviésemos la cinta atrás, nos sentamos en el mismo banco que en aquella ocasión. Y ahí, ella modificó el pasado. Borró el recuerdo feo y torció el destino. Esta vez, yo le decía . Esta vez, mi cuerpo le daba la bienvenida.

Se sentó mirando hacia el lago artificial. Me pidió que me sentara al revés, mirando hacia el otro lado. Dijo que así sería más cómodo. Transamos. Me habló de tener sexo. Le conté de mi fimosis. Creyó que le mentía para no coger con ella. Finalmente, se convenció de que decía la verdad. Para esa época, yo ya había tomado la determinación de operarme. Ya me había visto un urólogo y me había derivado a otro para tener una segunda opinión. Tenía turno para unos días después. Le conté todo eso.

A la semana siguiente, viajó a Ushuaia, a visitar a Roxana y a Jennifer. Se quedó una quincena. Día por medio, me llamaba al laburo para saludarme. Comencé a escuchar las campanas de Hellraiser.

Esta mina no tiene tanta guita como para darse el lujo de llamarme larga distancia tan seguido, me dije. «Algo informal» las bolas. Esta mina se está enganchando en serio.

Me di cuenta de que no sería tan fácil bajar del colectivo. Realmente, el viaje no duraría mucho. Pero iba a tener que arrojarme del vehículo en movimiento.

martes, 10 de julio de 2012

PALABRA DE DIOS: JOSÉ

    Génesis, capítulos 35 y 37.

  Después de la masacre de Siquem, Jacob y familia mudaron su campamento a otra parte de Canaán, para evitar represalias por parte de los vecinos del lugar.
  Camino a Efrata —que es Belén, donde muchos años después nacería otro chiquito importante—, Raquel parió al último hijo de Jacob y tuvo duro trabajo en el parto, luego y a consecuencia del cual murió. Y acaeció que al salírsele el alma, le nombró Benoní, que significa «hijo de mi dolor». Mas su padre le llamó Benjamín, que significa «hijo de la diestra». ¿Por qué? Qué sé yo. ¿Porque Raquel era diestra en el arte de parir críos aun estando moribunda?
  Después se trasladaron a un lugar que no entiendo cuál es, pero no importa. Seguimos en Canaán, eso es seguro.
   Y acá empieza la historia de José.
  Jacob amaba a José más que al resto de sus hijos —otra historia de favoritismos parentales—. (1) Viendo sus hermanos que le amaba su padre más que a todos ellos, lógicamente, le odiaban. (2) Además, José solía botonearlos, llevando noticias de sus malas conductas a Jacob. (3)
   Un día, José tuvo un sueño y lo contó a sus hermanos.
  —Oíd, os ruego, este sueño que he soñado —dijo—. He aquí, estábamos atando gavillas en el campo. Y he aquí que se levantó mi gavilla y se quedó derecha. Mientras que vuestras gavillas, poniéndosele alrededor, se inclinaban ante la mía.
  Oh, en este sueño yo veo símbolos fálicos. Veo once pijas flácidas inclinándose ante una erecta. Y los hermanos de José lo interpretaron de modo similar.
   —¿Reinarás tú sobre nosotros? —le dijeron, y le aborrecieron todavía más a causa de sus sueños y sus palabras.
   Yo no sé si José contaba estos sueños porque era un pelotudo o porque era un engreído de mierda. El hecho es que no paraba de tirar leña al fuego.
  Al tiempo tuvo otro. Este lo contó a su padre, además de a sus hermanos.
   —He soñado otro sueño más —dijo—. He aquí que el sol y la luna y once estrellas se inclinaban ante mí.
   A Jacob tampoco le gustó esto, y lo cagó a pedos.
   —¿Qué sueño es este que has soñado? ¿Hemos en verdad de venir, yo y tu madre y tus hermanos, a postrarnos en tierra delante de ti? (4)
  Una vez que sus hermanos habían ido a apacentar el ganado de la familia, Jacob llamó a José.
   —Heme aquí —dijo él.
  —Ruégote vayas y veas cómo están tus hermanos —dijo Jacob—, y cómo se halla el ganado. Y tráeme la respuesta.
   Porque el señorito no laburaba como el resto. Pero vigilanteaba.
   Fue, entonces, José en busca de sus hermanos. Más ellos le vieron a lo lejos y conspiraron contra él.
  —¡Mirad, ahí viene ese soñador! —dijo uno—. Ahora pues, venid, matémosle y echémosle en uno de estos pozos. Y diremos que alguna bestia feroz le ha devorado. Entonces veremos en qué vendrán a parar sus sueños.
   Pero Rubén, el mayor de todos ellos, intervino.
  —No le matemos —dijo—. Mejor, tirémoslo en uno de los pozos nomás, y dejémoslo ahí.
   Ya que planeaba sacarlo, más tarde, y llevarlo de nuevo a Jacob. (5)
   José llegó a sus hermanos, y ellos lo despojaron de su túnica —una muy bonita, de muchos colores, que le había hecho su amado padre (6) — y lo arrojaron al pozo.
  Después se sentaron a morfar. En eso, pasó una caravana de mercaderes ismaelitas —descendientes de Ismael, hijo de Abraham y Agar—. Y a Judá, hombre práctico, se le ocurrió una idea.
  —Che, ¿de qué nos aprovecha matar a nuestro hermano? —dijo—. Mejor vendámosle a estos ismaelitas y hagámoslo guita, boludo.
   —Seeeee —dijeron los demás.
   Sacaron a José del pozo y lo vendieron por veinte piezas de plata.
  Cuando Rubén volvió —la Biblia no nos dice adónde ni en qué momento se había ido, yo supongo que interrumpió la comida para ir a cagar a otro de los pozos—, descubrió lo que habían hecho sus hermanos y desgarró sus vestiduras.
   Esto de desgarrarse las vestiduras siempre me causó gracia. Me imagino que cada vez que les pasaba algo malo, los hebreos andaban por ahí, llorando a los gritos, la ropa rota, las bolas al aire. 
  Antes de volver a casa, los hermanos degollaron a un macho cabrío —otro animalito que la liga— y mancharon con su sangre la túnica de José. Y la llevaron a su padre.
 —Che, viejo —le dijeron—, ¿esta no es la túnica de José? La encontramos tirada por ahí. (7)
  —¡La túnica de mi hijo es! —dijo Jacob—. ¡Alguna bestia feroz le habrá devorado! ¡Sin duda ha sido despedazado José!
   Y también desgarró sus vestiduras. Por muchos días lloró la pérdida. Su familia intentaba consolarlo, pero él respondía:
   —¡Lamentaré a mi hijo hasta la sepultura! (8)

     (1) Génesis 37:3  
     (2) Génesis 37:4
     (3) Génesis 37:2
     (4) Génesis 37:10
     (5) Génesis 37:22
     (6) Génesis 37:3
     (7) Génesis 37:32
     (8) Génesis 37:35

martes, 26 de junio de 2012

BABEL

Esta es reciente.

La historia es así: hasta hace unos meses, Claudio G andaba con una tal Viviana. Tenían algo así como un noviazgo. No exactamente eso, pero había cierta promesa tácita de exclusividad mutua. En un momento, Claudio comenzó a notar cosas raras, comenzó a sospechar que ella andaba con alguien más. Una noche que ella se quedó a dormir en su casa, decidió revisarle el celular. Y confirmó su sospecha: encontró fotos de ella con otro tipo en un telo. Al otro día, la despidió sin haber mencionado el descubrimiento; pero habiendo decidido cortar la relación.

Esa noche, yo también estaba de visita en lo de Claudio. Era la primera vez que veía a esta mujer.

Pasaron algunos días. A Viviana le extrañó la distancia que Claudio había tomado repentinamente: contestaba uno de cada dos mensajes, no la invitaba a su casa y, cuando ella le proponía que se vieran, declinaba la oferta con alguna excusa. Finalmente, Viviana le preguntó que pasaba. Y Claudio respondió con la verdad. Ese fue el fin oficial de la relación. O más o menos. Como suele suceder con mi amigo, al tiempo volvieron a verse; pero la relación mutó en algo más informal: eventuales garches.

La segunda vez que vi a esta mujer fue hace unos días.

Sábado a la noche. Había quedado con Claudio en ir a su casa. Salgo del laburo y recibo un mensaje suyo: «Venite a lo de mi viejo. Él no está. Estoy laburando por la zona. Termino y voy para allá». De modo que me traslado a Martelli.

Llego a casa de Néstor. Llueve. Toco timbre y espero bajo un techito. Al rato, Claudio se asoma por una ventana, el torso desnudo.

—¡Aguantá que ya bajo! —dice.

—O.K. —digo.

Un rato más y sale, todavía en cueros. Atraviesa el patio, al trote, hasta la puerta de calle. Las gotas de agua le golpean el cuerpo.

—¡Pasá que me cago de frío! —me dice. Antes de que entremos al departamento, agrega—: Disculpá, es que justo me agarraste acabando un asunto.

Me río.

—Hijo de puta…

Entramos. Está sentada en el sofá.

—Ella es Viviana —dice Claudio—. Ya se conocen, ¿no?

—Sí— decimos, y nos saludamos.

Inmediatamente, dejo de prestarle atención y paseo la vista por el departamento buscando a mi amiga, la gata de Néstor. Hace años que no vengo y no sé si aún vive.

—Che, ¿la gata sigue existiendo? —pregunto.

—Sí —dice Claudio.

—¿Dónde anda?

—Debe estar en la pieza de mi viejo. Debajo de la cama. O en el placard.

Desde la cocina, miro hacia la habitación. La última vez que vine, Néstor tenía un gato más.

—¿Y está ella sola o hay algún otro gato? —pregunto.

Claudio lanza una de sus risotadas.

Me volteo. Viviana me fulmina con la mirada. Capto el equívoco.

—Qué copado tu amigo, eh… —dice—. La última vez que lo vi era calladito.

Me río.

—¡Estoy hablando de gatos en serio! —digo—. Acá, antes, había un gato ciego.

Pienso en una prostituta no vidente. Se ve que a ellos no se les aparece la misma imagen. Al menos, no hacen comentario al respecto.

Claudio se sigue riendo.

—Sos un hijo de puta —le dice ella—. Primero lo del portaligas y ahora esto…

Lo miro.

—Encontró un portaligas de Natalia —me dice.

Porque a Natalia D también se la sigue cogiendo cada tanto.

Me desplomo en un sillón.

—¿Llamaste al remís, Claudio? —pregunta ella.

—Sí —responde él.

—Ahora me voy y pueden esperar tranquilos a los otros gatos —dice ella.

Claudio se ríe.

—¿Pongo agua para unos tés? —me pregunta.

—Dale —digo.

—¿Y? ¿Novedades de aquello?

—Sí —respondo—, pero es largo. Dejame que me instale. Después te cuento.

—Te cuenta después de que se vayan los gatos —acota ella.

No la miro. Hago una mueca que parece una sonrisa.

Suena el timbre.

—Vamos —dice Claudio, aún riéndose—. Te acompaño a la puerta.

Ella se levanta. Yo me quedo en mi lugar. Si me querés saludar, vas a tener que hacerlo vos, pienso. No vaya a ser que me corras la cara.

Se para junto a mi sillón. Se inclina sobre mí. Terrible cara de orto. Mejilla con mejilla, beso al aire, sin una palabra.

Por dentro, yo me reía bastante.