lunes, 28 de enero de 2013

DUÉRMETE, NIÑO

  La casa en la que Ulises y sus compañeros vivían como ocupas pertenecía a un hombre que había fallecido. Este hombre tenía muchos hijos que se llevaban mal entre sí. Fue gracias a esto que se tardó tanto en decidir qué hacer con la propiedad. Pero finalmente, un día, Ulises y sus compañeros fueron desalojados.
  A pesar de que el lugar quedaba a tres cuadras del departamento de Graciela, por alguna razón Ulises no se fue a vivir con su madre. No sé si no quiso hacerlo o si ella rechazó su pedido, ya no lo recuerdo. Se mudó al edificio, sí, pero al cuartito de las escobas.
  Era un espacio bastante amplio, para lo que suelen ser este tipo de cuartos, y hacía tiempo que no se guardaban elementos de limpieza en él. Estaba cerca de la terraza y ahí había un enchufe, de modo que, tirando un alargue, se podía disponer de electricidad. Con un colchón y un velador, Ulises lo transformó en su dormitorio.
  Algunas noches lo compartía con Camilo C, amigo y compañero de fechorías, que también vivía en la casa tomada antes del desalojo.
   Sucedió una vez que Ulises no lograba conciliar el sueño.
   —Camilo… —llamó en la oscuridad.
   —Mmh… —respondió Camilo.
   —Camilo… ¿Estás despierto?
   —¿Mmh? Sí… No…
   —Che, Camilo, ¿no me la chupás?
   —¡¿Eh?!
   Ahora Camilo estaba tan despierto como Ulises. O más.
   —Que si no me chupás la pija —repitió Ulises.
   —¡¿Vos estás en pedo?!
   —Dale, boludo, y otro día te la chupo yo.
   —¡Estás del cráneo, chabón!
   Ulises encendió la luz. Se señaló la erección desnuda.
   —¡Mirá cómo la tengo, boludo! —dijo—. ¡Así no puedo dormir!
   Después de esa noche, Camilo se mudó al auto de un amigo.

domingo, 13 de enero de 2013

DIOS SE CEBA Y MATA A QUINCE MIL MÁS

      Números, capítulo 16.

    ¡Jehová, Dios compasivo y clemente; que perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado, pero que de ningún modo tendrá por inocente al rebelde!
Éxodo 34:6, 7


  Un día, Coré, Datán y Abiram osaron cuestionar la supremacía de Moisés y Aarón, levantándose contra ellos junto a doscientos cincuenta hombres. (1)
   —¡Mucho os arrogáis, ya que toda la Congregación, cada individuo de ella, es santo, y Jehová está en medio de ellos! —dijeron—. ¿Por qué, pues, os ensalzáis sobre la Asamblea de Jehová?
   Alguien había hecho creer a estos pobres giles que todos somos iguales a los ojos de Dios.
  Cuando Moisés oyó esto, melodramático, cayó sobre su rostro. (2) Y dijo:
   —Esperad hasta mañana. Entonces, Jehová mismo hará saber quién sea el santo. Haced esto: tomad cada cual su incensario y poned incienso en ellos, y traedlos delante de Jehová, doscientos cincuenta incensarios. (3)
   Así hicieron al día siguiente, apostándose a la entrada del Tabernáculo de Reunión, juntamente con Moisés y Aarón.
    Y Jehová habló a Moisés y a Aarón, diciendo:
  —¡Separaos de en medio de la Congregación, para que yo los consuma en un momento!
    Mas ellos cayeron sobre sus rostros y dijeron:
   —Oh Dios, el Dios de los espíritus de toda carne, ¿ha de ser que pecando un solo hombre, tú estalles en ira contra toda la Congregación? (4)
   Porque a aquel Dios, aún adolescente, sus criaturas debían enseñarle el concepto de justicia.
    Dijo entonces Jehová a Moisés:
   —Habla a la Congregación y diles: ¡Retiraos de en derredor de las habitaciones de Coré, Datán y Abiram!
    Y habló Moisés a la Congregación:
   —Ruégoos que os alejéis de las tiendas de esos hombres malos y no toquéis ninguna cosa de lo suyo, para que no seáis arrebatados con ellos en todos sus pecados.
    Así hizo la Congregación y Moisés dijo:
   —En esto conoceréis que Jehová me ha enviado a hacer todas estas obras y que no las he inventado de mi propio corazón. Si de la muerte común de todos los hombres murieren estos, no me ha enviado Jehová. Pero si Jehová hiciere una cosa nueva, no sé, qué se yo, que la tierra abriere con violencia su boca y los tragare a ellos con todo lo que les pertenece, ponele, y descendieren vivos al abismo, entonces entenderéis que estos hombres han tratado con desprecio a Jehová. (5)
  Y aconteció que, como acabase de hablar todas estas palabras, partióse el suelo que estaba debajo de ellos; y, abriendo su boca, la tierra tragólos a ellos con sus familias y con todo lo que tenían. (6)
   Y de la presencia de Jehová salió fuego que devoró a los doscientos cincuenta perejiles que habían ofrendado el incienso siguiendo las instrucciones de Moisés. (7)
   Pero esto no terminó acá, ya que al día siguiente continuó la revuelta.
  —¡Vosotros habéis muerto al pueblo de Jehová! —acusó toda la Congregación a Moisés y a Aarón.
   Y Jehová apareció en toda su gloria.
  —¡Retiraos de en medio de esta Congregación, para que yo la consuma en un momento! (8)
    —¡Uh, se re calentó! —le dijo Moisés a Aarón—. ¡Agarrá tu incensario y ponete en medio de estos boludos que ya se están empezando a morir! ¡Apurate! (9) 
  Aarón tomó, pues, su incensario y corrió a salvar al pueblo. Colocándose entre los muertos y los vivos, con el fueguito encendido, logró apaciguar a ese crío hiperdesarrollado, caprichoso y colérico, que los hebreos tenían por dios. (10)
   Y fueron los muertos por la plaga catorce mil setecientos, sin contar los que murieron por el asunto de Coré, Datán y Abiram. (11)

      (1) Números 16:1, 2
      (2) Números 16:4
      (3) Números 16:5, 6, 17
      (4) Números 16:21, 22
      (5) Números 16:28-30
      (6) Números 16:31-33
      (7) Números 16:35
      (8) Números 16:45
      (9) Números 16:46
      (10) Números 16:47, 48
      (11) Números 16:49

domingo, 6 de enero de 2013

INTRUSO EN EL SECTOR NUEVE

La librería en la que trabajo tiene un pasillo central que, bordeado por mesas y columnas con estanterías, va de la puerta de entrada hasta la oficina de mi jefe.

La oficina está elevada respecto al resto del local, se accede a ella subiendo una pequeña escalera, de cinco peldaños.

Esta altura basta para que mi jefe pueda dominar el panorama de un vistazo, a través de una ventana espejada.

Estructurada así, la librería funciona como una suerte de panóptico, aunque tiene algunas fisuras, algunos puntos ciegos.

Es regla impuesta por mi jefe que ningún visitante debe traspasar la mitad del local sin haber sido interceptado por alguno de nosotros.

Es tal la pasión con la que enuncia esta regla que más que potenciales clientes, parece que tratáramos con enemigos.

Hay, cada tanto, clientes decididos que ingresan al local sabiendo lo que quieren, y se dirigen raudos al sector correspondiente. Dan ganas de enlazarles las patas con un par de boleadoras.

Otros nos agarran distraídos, ocupados en alguna de las tantas tareas que hay que realizar en este lugar, y logran atravesar nuestras defensas.

Hoy casi sucede.

Me agacho para sacar un papel de la impresora, para cerrar la puerta del depósito, para guardar un libro en el estante de reservados, ya no recuerdo. Cuando me levanto, Mónica, que está facturando, me advierte:

—Hay alguien en el medio del local.

Abandono lo que estoy haciendo, me dirijo a la zona de conflicto. Registro la nave como Ripley. Veo asomar un pie detrás del sector de biografías. Rodeo el mueble, enfrento al invasor.

—¿Te ayudo? —pregunto.

Un tipo de cuarentipico. Bajito. Campera y zapatillas que alguna vez fueron blancas, ahora amarronadas, amarillentas. Pantalones cortos. Rodilleras. Barbado, de pelo largo. El rostro curtido y sucio como si hubiese andado cuarenta años por el desierto. Y así es también como huele.

En las manos tiene la autobiografía de Gandhi. Hace correr las páginas para un lado, para el otro. No hojea, salvo que pueda leer tan rápido como Cortocircuito. Pasa las páginas como si buscara dónde dejó el señalador, ponele.

Me tiende el libro.

—¿Cuánto sale este? —pregunta, acelerado.

—Prestame —digo. Paso el lector de la máquina del medio por el código de barras del libro—. Ciento quince.

Levanta las cejas, resopla.

—Mucho… ¿Y este?

Me tiende Las mujeres más solas del mundo, de Fernández Díaz.

—Noventa.

Le devuelvo el libro. No sé si mi jefe está atento a lo que sucede en el salón, pero por las dudas me paro de manera tal que con mi cuerpo oculto la escena de su mirada.

—¿Y cuánto serían los dos? —me pregunta el pequeño nómade.

Ya olvidé los precios que le pasé. Estoy más preocupado por llevarlo a alguno de los puntos ciegos del panóptico.

—Doscientos cincuenta.

Resopla otra vez.

—Mucho… ¿Y estos?

De un manotazo, agarra seis libros del sector de religión, sin mirarlos siquiera. Aprovecho su movida para ganar terreno e ir arrimándolo a la parte delantera del local. Me tiende los libros y con un movimiento de la cabeza señala la computadora, a mis espaldas.

Hago un ademán indicando que esta vez no necesito la máquina para pasarle los precios. Son libros pequeños, en la portada del de arriba hay un papa rezando. Juan Pablo, Ratzinger, no lo puedo precisar. Mando fruta.

—Treinta cada uno.

—¿Cuánto sería todo?

—Seis libros, treinta cada uno, seis por tres dieciocho, ciento ochenta pesos.

—Esperá, esperá —me dice con gesto de fastidio, y hace una cuenta que no termino de entender—. Bueno, los llevo.

Me entrega los libros.

—¿Y estos?

Manotea cinco o seis más, del sector de música. Se cuela por mi costado y regresa a la máquina del centro, volviendo a ganar todo el terreno que le saqué y quedando otra vez expuesto al francotirador que tenemos en la cabina del fondo. Apoya los libros junto al teclado. Toma uno por uno y los somete al mismo tratamiento que al primero: hojas para un lado, para el otro, para un lado, para el otro. Es su modo de inspeccionar la mercadería.

No espera a que le dé los precios.

—Estos también.

—O.K. —le digo—. Acompañame que te los facturo.

Caminamos hacia el mostrador. Él sigue de largo. Atraviesa la puerta de entrada, se voltea, me mira.

—¿Te los facturo, entonces? —pregunto.

—¡Sí! —me dice con fastidio, y enciende un pucho. Se queda parado afuera en actitud de espera.

Mis compañeros y un par de clientas observan la situación perplejos y divertidos.

Paso detrás del mostrador. Dejo a un lado los libros de música, facturo sólo los de religión. Mónica me interroga con la mirada, conteniendo una sonrisa.

—Tal vez es un millonario excéntrico —le digo.

Deja escapar una risita.

—Yo te iba a decir lo mismo —interviene una clienta—. ¿Quién te dice? Quizás te llevás una sorpresa…

Dejo la factura preparada en pantalla. Miro hacia fuera. El pequeño nómade ha desaparecido.

—Me dejó de garpe —le digo a Mónica—. ¿Vos podés creer?

Pongo los seis libros en la pila para acomodar.

—Ahí está —dice Enrique, señalando la puerta—. Te está esperando.

Me asomo. Abro los brazos.

—¡Desapareciste! —le digo—. ¡Pensé que te habías ido!

Hace un gesto vago con la mano.

—¿Te los llevás, entonces?

—¡Sí! —me dice.

—Pasá que ya está.

Las clientas se fueron. Mónica y Enrique se mantienen a cierta distancia. Quedamos él y yo solos, uno a cada lado del mostrador.

—Ciento veinticuatro con cincuenta —digo.

Asiente. Saca de un bolsillo una billetera de cuero. La apoya sobre el mostrador. La manipula de un modo extraño, como si fuera un artefacto que no sabe manejar. Me tiende una tarjeta de crédito.

La tomo. Leo el nombre. Eduardo no sé cuánto.

—¿Documento?

Asiente. Busca en la billetera. Me tiende un documento.

Lo abro. La foto no coincide.

—Vos no sos esta persona.

Me mira fijo a los ojos. Yo soy Gastón tanto, me dice, número de documento tal, aceptando que intentó engañarme.

—¿Por qué me pediste el documento? —pregunta desafiante.

—Porque así lo exige la ley —respondo—. A toda persona que hace una compra con tarjeta se le pide el documento para comprobar su identidad.

—¿Y por qué te quedaste con el mío? —pregunta—. Y con el documento de mi hijo.

Levanto las cejas.

—Vos encerraste a mi hijo en el Open Door —me dice—. ¿No te acordás?

No respondo.

Guarda la billetera y se aleja hacia la puerta. Antes de franquearla, se voltea.

—¿No te acordás de eso? —pregunta.

—No —digo, sosteniéndole la mirada.

—Ya te voy a agarrar a vos… —dice.

Sale a la calle, da dos pasos y se lo traga la ciudad.

domingo, 30 de diciembre de 2012

DIOS MANDA A MATAR A UNOS


      Números, capítulos 15 y 25.

   Mientras estaban los hijos de Israel en el desierto, hallaron a uno de los suyos recogiendo leña un sábado, día de descanso.
   Y le presentaron ante Moisés y Aarón y toda la Congregación.
   Y le pusieron en prisión, porque no se había declarado qué habían de hacer con él.
  Entonces, Jehová dijo a Moisés: Irremisiblemente será muerto ese hombre. Mátele a pedradas toda la Congregación.
   Y toda la Congregación le sacó fuera del campamento, y le apedrearon de modo que murió, como Jehová había mandado a Moisés. (1)

  Y mientras habitaba Israel en Sitim, comenzó el pueblo a cometer fornicación con las hijas de Moab.
   Porque estas convidaron al pueblo a los sacrificios de sus dioses, y comió el pueblo, y postróse ante los dioses de ellas.
   De manera que Israel entregóse a Baal-peor, y encendióse la ira de Jehová contra Israel.
   Y Jehová dijo a Moisés: Toma a todos los jefes del pueblo y ahórcalos delante del sol, en desagravio a Jehová, para que la ardiente ira de Jehová se aparte de Israel. (2)

      (1) Números 15:32-36
      (2) Números 25:1-4

domingo, 23 de diciembre de 2012

MADRINA

En la cama, después de haber tenido sexo.

—Pensar que yo te estoy enseñando todo para que el día de mañana te disfrute otra —dice.

—…

—Las caricias que yo te enseño se las vas a hacer a ella. Los besos que yo te enseño se los vas a dar a ella.

—…

—Porque un día vas a conocer a una chica y te vas a enamorar. Por ella sí vas a sentir amor.

—…

—Y ella se va a enamorar de vos. Y va a disfrutar de todo lo que yo te enseñé.

—…

—Yo te agradezco que seas sincero. Que nunca me hayas mentido. Sos medio bruto, no tenés filtros, pero lo prefiero así. Así no me hago ilusiones, así sé cómo son las cosas y estoy preparada…

La voz se le quiebra. Se queda un rato en silencio.

—¿Te puedo pedir algo? —me pregunta finalmente.

Dudo. No creo que me guste lo que va a pedirme, aunque no tengo ni la más pálida idea de lo que será. Volteo la cabeza y me encuentro con sus ojos negros, que se clavan en los míos —o se pegan, como imanes— y son el eco de la pregunta que antes hicieron sus labios.

Parpadeo.

—Decime…

—Cuando tengas un hijo, quisiera ser la madrina. ¿Te puedo pedir ese favor?

Esa no me la esperaba. Sos una caja de sorpresas, mujer. ¿Qué te respondo? Que sí, claro. Total quién me obliga a cumplir con mi palabra.

—Sí…

—¿En serio? ¿Me lo prometés?

—Te lo prometo.

Sonríe.

—Gracias. Es muy importante para mí.

Fantaseo.

Mi mujer acaba de dar a luz. El doctor corta y anuda el cordón. Nos sonríe. Pone al bebé en brazos de ella.

Se nota que ella es muy feliz, a pesar de que tiene la cara borrosa, porque aún no la conozco y no sé cómo serán sus facciones. Acaricia y besa a nuestro hijito. A él sí le veo la cara. Es una cara de bebé estándar, en la televisión se ven un montón. Toda fruncida, roja, con gesto de estar cagando.

Luego de un rato, el doctor nos dice que hay que higienizar al bebé, vacunarlo, esas cosas. Mi mujer se despide del pequeño con un último beso y se lo tiende al doctor. Él, a su vez, se lo tiende a una enfermera. Pero antes de que ella pueda tomarlo, algo extraño sucede.

Una columna de humo se interpone entre ellos. Brota de la nada. Gradualmente, va adoptando forma humana. Hasta que la distingo claramente: es Graciela. Viste una túnica negra y sus cabellos se alborotan por un viento cuya fuente es tan misteriosa como antes la del humo. Todos quedamos paralizados por la sorpresa. De pronto, recuerdo la promesa que no cumplí y comprendo. Pero ya es tarde. Graciela lanza una risotada, le arrebata el bebé al médico y huye de la sala. Mi mujer pega un grito. Un grito borroso, porque tampoco sé el nombre de mi hijo. Salgo de la sala en persecución de Graciela. La veo alejarse por el pasillo. Se dirige a una ventana que está abierta. Estamos en un piso elevado.

—¡No! —grito.

La atraviesa sin detenerse. La tela de su túnica flamea antes de perderse de vista.

—¡No!

Llego a la ventana. Apoyo las manos en el marco. Me asomo.

De Graciela, solo la tela negra que se desliza lenta por el aire.

Y una mancha roja en la acera.

Los restos de mi hijo estropeado contra el piso.

sábado, 15 de diciembre de 2012

CARNE POR LAS NARICES



     Números, capítulo 11.

   Estando en el desierto, un día, los hebreos se cansaron de comer maná.
   Y, llorando, clamaron:
   —¡Quién nos diera a comer carne! ¡Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto, y de los pepinos, y de los melones, y de los puerros, y de las cebollas, y de los ajos! ¡Mas ahora nuestra alma se seca: no hay nada ante nuestra vista, sino este maná!
   ¿Qué es el maná?
  Justamente, «maná» significa «¿qué es?». Porque eso se preguntaban los hebreos la primera mañana que lo encontraron en el suelo.
   Entonces les dijo Moisés: Este es el pan que Jehová os da a comer.  (1)
   El maná llovía sobre el campamento por las noches, y por la mañana ellos lo recogían. (2) Era menudo como la escarcha y su sabor era como de hojuelas con miel; pero si lo guardabas hasta el día siguiente, criaba gusanos y hedía. (3)
  Y los hijos de Israel comieron el maná cuarenta años, hasta que llegaron a tierra habitada. (4) ¡Cuarenta años comiendo Zucaritas! Es natural que en algún momento se cansaran. Yo cené arroz durante un año y hoy día no lo puedo ni ver.
   Y oyó Moisés al pueblo, cómo familias enteras lloraban, cada cual a la entrada de su tienda; y encendióse la ira de Jehová en gran manera, y también a Moisés le pareció cosa intolerable.
   Y dijo Moisés a Jehová:
   ¿Por qué has tratado tan mal a tu siervo? ¿Por qué he hallado tan poca gracia en tus ojos que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí? ¿Acaso he concebido yo a todo este pueblo, y le he dado yo a luz, para que tú me digas: llévalos en tu seno, como la nodriza al niño de pecho, a la tierra que prometí con juramento a sus padres? ¿Y de dónde carajo voy a sacar carne para toda esta gente? ¿Me querés decir? (5)
   Y Jehová respondió a Moisés:
   —Dirás al pueblo: ya que habéis llorado en oídos de Jehová, diciendo «¡Quién nos diera a comer carne! ¡Mejor nos iba en Egipto!», Jehová pues os dará carne para que comáis. No por un día la comeréis, ni por dos días, ni por cinco días, ni por diez días, ni por veinte días; sino por todo un mes, hasta que os salga por las narices y os cause asco. (6)
  —Estamos hablando de seiscientos mil tipos —dijo Moisés—. ¿Y vos decís que vas a conseguir carne para que coman por todo un mes? ¿No es un poco mucho? Digo… (7)
   —¿Hase acortado la mano de Jehová? —dijo Dios—. Ahora verás tú si mi palabra se cumple o no.
  Entonces salió un viento de parte de Jehová, que arrebató una bocha de codornices desde el Mar Rojo y las dejó caer sobre el campamento. Y el pueblo estuvo levantado todo aquel día, y toda aquella noche, y todo el día siguiente, y recogieron codornices. El que menos, recogió diez montones. Y las tendieron a secar en los alrededores del campamento.
  Pero se encendió la ira de Jehová contra el pueblo, y la comida les cayó como el orto y se agarraron una peste de la concha de su madre.
  Y fue llamado aquel lugar Kibrot-hataava, sepulturas de la codicia, porque allí enterraron a unos cuantos hijos de puta que osaron pedir un cambio de menú. (8)

     (1) Éxodo 16:15
     (2) Números 11:8, 9
     (3) Éxodo 16:14, 20, 31
     (4) Éxodo 16:35
     (5) Números 11:11-13
     (6) Números 11:18-20
     (7) Números 11:21, 22
     (8) Números 11:33, 34