lunes, 16 de abril de 2012

EL BESO DE LA MUJER ARAÑA

Septiembre, octubre, noviembre, diciembre. Claudio G termina el secundario. Me invita a la entrega de diplomas. Sé que Graciela M va a estar presente en el evento. Claudio no está enterado de lo que pasó hace tres meses entre su madre y yo. Dudo. Finalmente acepto la invitación. Soy un cervatillo, pero no por eso voy a esconderme en el bosque.

Claudio me presta una camisa. Blanca. No recuerdo si yo se la pido o si él me sugiere que la use para la ocasión. En aquel entonces, soy bastante desprolijo en el vestir. Medio hippie. Pelo largo, florecido, siempre atado. Ropa medio rota, medio estirada. Hoy día uso camisa porque mi capitán me obliga. Pero terminé tomándole el gusto. Me siento cómodo y me agrada cómo me veo. Me imagino que soy el cantante de Morphine, antes de que vistiera de mortaja. En aquel entonces, ni escucho Morphine ni me siento cómodo en camisa. Es más, es la segunda vez que me pongo una en mi vida. La primera fue para la comunión.

Los dos de camisa blanca, como hermanitos. Inocentes palomitas. Llegamos al colegio. Nos recibe Graciela. Creo que no sabía que yo acudiría al evento. Me saluda con cara de poker, pero con un brillo furtivo en los ojos. Tiene una cámara.

—¡Foto! —nos dice. 

Posamos. Sonreímos. Flash.

Enseguida, Claudio se distrae saludando a compañeros. Y de a poco se va alejando, dejándonos solos a su madre y a mí. Graciela rompe el silencio incómodo diciéndome que estoy elegante.

Me río.

—¡Mentira!

Se ríe. Parece que le hubieran desatado un nudo en un lugar incierto, entre pecho, hombros, espalda.

—Sos terrible, eh… —me dice—. ¡Te hablo en serio! Estás elegante, la camisa te queda muy bien.

Hago una mueca y miro hacia el escenario, en donde los pibes se empiezan a agrupar.

El evento, aburridísimo, claro. Álvarez, y pasa Álvarez. Benítez, y pasa Benítez. G, y pasa Claudio. Me paro en una silla para verlo mejor. Y Graciela, por sorpresa, me saca la foto que un año después pondrá en un altar, con velas y un mechón de mi cabello.

—¿Vamos a mi casa a tomar unos mates? —nos invita Graciela cuando termina la entrega de diplomas. Ambos accedemos. Pero después de los primeros mates, unos compañeros de escuela pasan por el departamento buscando a Claudio.

—Bancame que bajo un toque y arreglo con los pibes para hoy a la noche —me dice—. No te molesta, ¿no?

Pongo cara de ni ahí y niego con la cabeza.

Claudio señala a Graciela con el pulgar.

—Sé que ella es insoportable, pero bancátela que son unos minutos nomás.

Graciela y yo nos reímos.

—Andá, dejalo solo a tu amigo, descortés —dice ella.

—No lo dejo solo —dice Claudio—. Lo dejo mal acompañado.

Y sale.

Ahora estoy alerta. Hoy no soy cervatillo, soy gato. Laxo, sentado en la cama, recostado contra unos almohadones apoyados en la pared; pero con los músculos preparados para alejarme con cinco saltos largos y arrojarme por la ventana ante la primera amenaza.

Graciela, a mi lado, en silencio, ceba un mate, me lo tiende. Mira un punto indeterminado, en el piso.

Yo estoy jugando al ajedrez. Me imagino todas las frases con las que puede abordarme. Tengo planificadas las respuestas para cada una de ellas. Para algunas, tengo ligeras variantes. Las sopeso. Me quedo con las más apropiadas. Las que ponen un límite firme lastimando lo menos posible. Me adelanto algunas jugadas. Imagino sus potenciales contra-respuestas. E ideo respuestas para ellas.

Termino el mate. Se lo tiendo. Y Graciela hace su movida. Atraviesa mis defensas. Sortea todos los obstáculos. Porque su táctica es otra. Hoy Graciela juega otro juego. Su mano no recibe el mate, se apoya suave en mi rostro. Y sus labios en los míos.

Asalto directo al cuerpo.

Inútil, mi intelecto queda girando sobre sí mismo, como un trompo.

Jaque Mate.

martes, 10 de abril de 2012

ABRAHAM ENTREGA A SU HIJO

        Génesis, capítulo 22.

   Abraham, persuadido por Sara —su mujer— y por Dios, había arrojado al desierto a su hijo Ismael junto con Agar, la esclava que lo había parido —otra que el padre de Hansel y Gretel—. Y se había quedado con Isaac —hijo suyo y de Sara—, con quien Dios había prometido establecer el pacto que antes había establecido con él. A saber: que le daría abundante decendencia y le haría padre de una multitud de naciones.
   Pasó el tiempo. Isaac creció. Y un día, Dios se le apareció a Abraham.
   —¡Abraham! —lo llamó.
   —Heme aquí —dijo él.
   —Toma a tu hijo, a Isaac, tu hijo único, a quien amas, y vete a tierra de Moría, y sacrifícalo en mi honor sobre un monte que yo te diré. (1)
 Después de lo que había costado este crío. ¡Años rezando, sacrificando vacas, dele que dele tratando de henchir y ahora esto! Pero sin dudarlo, al día siguiente, Abraham madrugó, partió leña para el holocausto, aparejó su asno, tomó a dos sirvientes suyos y a Isaac consigo, y partió hacia el lugar que Dios le había indicado.
    Al tercer día, Abraham alzó los ojos y vio el lugar de lejos.
    Dijo, entonces, a los sirvientes:
   Esperad aquí con el asno, mientras yo y el muchacho vamos allá, y adoraremos y volveremos a vosotros.
   Cargó la leña sobre Isaac, tomó el cuchillo y caminaron los dos juntos.
  ¡Encima de que lo iba a cagar matando, le hacía hacer el trabajo del burro! ¡Eso es un padre, carajo! ¡Tío de Lot, tenía que ser!
  Mientras andaban, el pibe, todo transpirado, la espalda doblada por el peso de la carga, se puso a hacer cuentas. Y había algo que no le cerraba.
   —¡Padre mío! —dijo.
   —Heme aquí, hijo mío —dijo Abraham.
  —He aquí el fuego y la leña —dijo Isaac—, mas ¿dónde está el cordero para el holocausto?
  —Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío —respondió Abraham, y siguieron andando en silencio.
   Díganme si esto no les recuerda a Graciela M y a mí caminando por Avenida Corrientes, yendo a Parque Centenario. Solo que Isaac era un poco más avispado que yo. Al menos, dudaba.
   Cuando llegaron al monte que Dios había indicado, Abraham construyó allí un altar, y ató a su hijo y lo puso sobre él. Luego, tomó el cuchillo para degollarlo.
   La Biblia no nos cuenta si Isaac lloraba, gritaba, imploraba o si estaba mudo de la sorpresa y el espanto.
   Pero antes de que el cuchillo tocara a Isaac, un ángel de Jehová llamó desde los cielos. Presentes en todos lados, son peores que la cana.
   —¡Abraham! ¡Abraham!
   —Heme aquí —dijo Abraham.
   —No extiendas tu mano contra el muchacho, ni le hagas nada —dijo el ángel—; pues ahora conozco que tú temes a Dios, ya que no le has negado a tu hijo, tu hijo único. Ahora podés mirar a la cámara, saludar a Dios y a todos los que te conocen.
  Entonces, Abraham alzó los ojos y, más allá de la cámara, vio a un carnero enredado por las astas en un matorral. Y tomó el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo. Porque los carneros fueron hechos para ser asesinados en honor a Dios; esto no debe causarnos ningún remordimiento.
  Y Abraham llamó a ese lugar Jehová-yireh, que significa Jehová proveerá. Y de ahí viene lo que te dicen las viejas cuando te estás quedando sin guita. (2)
   Luego de que Abraham e Isaac mataron juntos al carnero, con lágrimas de alegría y de amor cubriéndoles el rostro, el ángel llamó por segunda vez desde los cielos y dijo:
   —Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto y no me has negado a tu hijo, tu hijo único, que bendiciendo te bendeciré, y multiplicando multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo y como las arenas a la orilla del mar, y tu simiente poseerá la puerta de sus enemigos, por cuanto has obedecido mi voz.
  Porque así como Dios bendice a quien se humilla, también bendice la obediencia ciega.
   Y no me digan que no es gracioso que Dios jure por sí mismo.

     (1) Génesis 22:2
     (2) Génesis 22:14

lunes, 2 de abril de 2012

A LA CAZA DEL CERVATILLO

Llegó el martes. Tenía cita con la señora a las ocho de la noche. Habíamos quedado en encontrarnos en Chacarita, en los alrededores de la estación Lacroze. A metros del cementerio. Muy sugerente.

Llegué temprano. Había calculado cierto margen de seguridad por si me demoraba en el laburo. Esperé en las cercanías de los puestos de flores. Sentado en el piso, contra un poste, escuchando el walkman.

¿Qué estaba escuchando?

No lo recuerdo. Así que puedo musicalizar a gusto. Podría estar escuchando Pink Floyd, ponele. Pigs (Three Different Ones), del disco Animals. Imaginemos la escena con ese tema de fondo.

Ella llegó puntual. Tal vez unos minutos antes. Bajó del colectivo con una sonrisa de oreja a oreja. Me puse de pie, al tiempo que me sacaba los auriculares. Pero no quitemos la música. Dejemosla bajita. Incidental.

—¡Hola!

—¡Hola!

Mejilla con mejilla, beso al aire.

—¡Feliz día de la primavera! —me dijo. Miró alrededor. Señaló con ambas manos los puestos de flores—. ¡No me compraste ni un ramito! ¡Estuviste flojo, eh!…

Se rió.

Me reí. No me hice cargo. Para nada.

—¿Adónde vamos? —me preguntó.

—No sé… A donde quieras…

—¿Siempre sos tan decidido?

—Sí.

Me reí.

—Vamos caminando para allá —dijo—, ¿te parece?

—¡Dale!

Echamos a andar por Avenida Corrientes hacia el lado de Almagro. Graciela había venido vestida con ropa ajustada, que destacaba sus formas. Tenía el cuerpo firme. Como se suele decir de mujeres de su edad —cual si se hablara de pickles en salmuera—, se conservaba bien. La actividad física, el taekwondo, ayudaba mucho. Sólo su rostro exhibía señales del paso del tiempo: las arrugas que lo cruzaban y que le daban, aun cuando sonreía, una expresión de amargura. No solía pintarse mucho. Un toque en los labios y en los ojos, destacando la mirada penetrante, dándole un aire más sombrío. El cabello largo, lacio, negro. De bruja. De india. Era hija de un inmigrante italiano y una toba, o una mapuche, no lo recuerdo.

Había venido con ropa ajustada, repito. Pero eso no activó mis señales de alarma, ni mucho menos. Ella siempre se vestía así. Era lo que vulgarmente se denomina una pendevieja. Solía salir a bailar con sus hijas y arrebatarles las conquistas de boliche. Era una hembra devoradora que competía con sus crías. Y como tal, solía enfundarse con animal print. A veces una blusa, a veces un pantalón. La ropa interior, incluso. Porque era una fiera en busca de carne joven, de sangre caliente.

Esa noche no tenía nada de animal print, estoy casi seguro. Pero pongámosle un pantalón con pintas de leopardo, porque queda mejor con la escena. Y no olviden que de fondo sigue sonando Animals, de Pink Floyd. Ahora está sonando Sheep, ponele. Y al lado de la pantera voy caminando yo, el corderito. O, mejor aún, imagínenme como un cervatillo recién parido, las piernas temblorosas, cubierto de líquido amniótico, que apenas puede desplazarse. Un cachorro que aún no sabe nada sobre juegos de seducción. Un animalito aún sin olfato para captar la lascivia que flota en el aire en ese momento, rodeándolo, impregnándolo. ¡Pobre criatura de Dios!

Entramos a un bar cercano a la estación Gallardo. Charlamos. Nos pusimos al día con nuestras vidas. Me habló sobre Roxana y Jennifer, viviendo en Ushuaia, adaptándose al cambio. Sobre Walter N, otro predador, que husmeaba el aire buscando el rastro de su antigua hembra y su cría; le habían mentido, diciéndole que se habían mudado a Córdoba, a casa del padre de Roxana, un macho aún más dominante que Walter y a quien, un día, le había roto la cabeza a golpes de puño enfundado en manopla. Me habló del taekwondo —practicaba y daba clases—, de su trabajo en la municipalidad de San Martín. Por mi parte, probablemente hablé mucho de mi tío hijo de puta y del disgusto que me provocaba trabajar para él, ya que ese era un tema muy recurrente en mis conversaciones de esa época, pobre cervatillo.

Seguramente, me preguntó:

—¿Y las chicas?

—Igual que siempre —habré respondido, con tono entre melancólico e irónico. Le habré hablado de alguna amiga de la que estaba enamorado. Siempre me enamoraba de amigas. Pero no les avisaba, por supuesto.

Y ella me habrá escuchado con atención, asintiendo, con ternura en la mirada sombría. Y me habrá dedicado palabras de ánimo. Tal vez, incluso, me haya dicho:

—Si sos un chico muy lindo…

Pero mis señales de alarma permanecían, aún, desactivadas. ¿Qué tenía enfrente? Una señora, macanuda, buena onda, vestida de leopardo, la ropa ceñida al cuerpo, escote pronunciado, preocupándose por mí, tratando de infundirme esperanzas.

—¿Vamos a caminar? —me propuso.

—¡Dale! —dije.

Y salimos a pasear por la zona. Seguimos charlando. De bueyes perdidos, de literatura, de psicología. Agarramos por las calles de adentro. Llegamos a Parque Centenario.

Penumbra. De a poco, la música de Pink Floyd ha ido bajando hasta desaparecer, dejando como sonido predominante el canto de los grillos y nuestras voces, cada vez más calmas y pausadas, como por contagio de la atmósfera del lugar.

Nos sentamos en un banco, frente al lago artificial, y los silencios se hicieron más largos, mientras mirábamos el reflejo de la luna quebrándose sobre el agua. Y mis señales de alarma seguían desactivadas, pobre jovencito ingenuo.

Después de un silencio especialmente largo, Graciela comenzó a hablar. No recuerdo las primeras frases. Fueron pocas. Culminó diciendo que tenía ganas de estar conmigo. Y preguntándome si yo sentía lo mismo.

¿Estar conmigo? ¿De qué habla? Si estamos acá, juntos…, fue lo primero que pensé.

Pausa.

Diablos…

Alarma. Sirena de nave espacial averiada. Todo Parque Centenario iluminado por una luz roja que se enciende y se apaga. Lentamente, volteo la cabeza y la miro. Un montón de flechas luminosas la señalan. Muchas. La rodean como esas cosas que parecen espadas a la Virgen. Y arriba, enorme, parpadeando, un cartel de neón que reza:


¡EH! ¡TE ESTÁ TIRANDO ONDA, CERVATILLO!


Su mirada interrogante clavada en la mía.

Y mi respuesta:

—No…

Su cara se desarma. La voz se le quiebra. Me pregunta por qué.

Le digo que no sé. Que, simplemente, no siento lo mismo que ella.

—¿Es por la edad? —me pregunta.

—No… —le digo—. No sé… Es que no lo siento…

Lagrimea.

Se me hace un nudo en el estómago.

Me levanto.

—Vamos… —le digo—. Te acompaño…

Damos unos pasos en silencio. Miro hacia delante. No puedo sostenerle la mirada.

Se acerca a mi cuerpo con una risita de duende travieso. Me da un beso húmedo en la oreja. Se me erizan los pelos de la nuca. La separo de mi cuerpo.

Rompe en llanto. Se cubre el rostro con las manos.

Me quedo a su lado sin saber qué hacer. Apoyo mi mano tímida en su hombro.

—Perdoname…

Sigue llorando un rato. Después se seca las lágrimas.

—Vamos… —dice.



Volvimos en silencio. La acompañé hasta la parada de su colectivo. Antes de subir, me atravesó con sus ojos negros y me saludó con la mano.

—Chau…

No la volví a ver por varios meses.

miércoles, 28 de marzo de 2012

ABRAHAM SIGUE HACIENDO DE LAS SUYAS

    Génesis, capítulos 20 y 21.

  Después de la destrucción de Sodoma y Gomorra, Abraham continuó con su peregrinaje. Y al tiempo, decidió parar en Gerar.
  Sara tenía noventa años, pero seguía estando tan buena como comer dulce de leche con cuchara. Y Abraham seguía temiendo que lo cagaran matando para empomársela. Así que otra vez, antes de entrar a la ciudad:
   —Vieja, vos hacete pasar por mi hermana. ¿O.K.?
   —O.K., viejo.
   Y, otra vez, todos los hombres se la querían mandar a guardar; pero el que la termina tomando como mujer es el más poderoso: Abimelec, rey de Gerar.
   Y oootra vez, Dios se re calienta. Se le aparece en sueños a Abimelec una noche.
   —¡Te voy a hacer cagar fuego! ¡La mina que tomaste tiene marido! (1)
   Pero, por fortuna, Abimelec todavía no se la había garchado.
   —¡¿Y yo que culpa tengo?! ¡Si el chabón me dice «es mi hermana» y la mina me dice «es mi hermano»! ¡¿Cómo voy a adivinar?!
   —Sí, ya sé que lo hiciste sin querer, boludo. Por eso no permití que te la cogieras. Ahora devolvele la mina al chabón, porque es profeta y orará por ti para que vivas. Pero si no se la devolvés, ya sabés la que te espera… (2)
   Al día siguiente, Abimelec llamó a Abraham y le dijo:
  —¡¿Qué me hacés, boludo?! ¡¿Qué te hice yo para merecer esto?! ¡¿Eh?! (3)
   Y Abraham le explicó sus razones.
   De modo que Abimelec devolvió su mujer a Abraham. Y no solo eso, también le regaló ovejas, vacas y esclavos —como hiciera anteriormente el faraón de Egipto—.
   ¡Qué buen negocio era ser marido de Sara!
   Entonces oró Abraham a Dios para que sanara a las mujeres de la casa de Abimelec. Porque Dios las había vuelto estériles a todas como venganza contra Abimelec, por haber tomado a Sara como esposa.
   Pasó el tiempo. Cumplido el plazo prometido por Jehová, Sara quedó embarazada. Y parió un hijo al que Abraham llamó Isaac. Y cuando el niño fue destetado —me imagino que bien pronto; las tetas de la vieja debían estar resecas—, su padre organizó un gran banquete en su honor.
   Pero he aquí que, en el banquete, Sara descubre a Ismael —el hijo de Abraham y Agar, la esclava egipcia— burlándose. De qué se burlaba, la Biblia no nos lo dice. Yo supongo que Ismael —a los catorce años, en plena edad del pavo, y siendo el destete de la criatura el motivo del festejo— se burlaba, como yo, de las tetas de Sara.
  —¡Tuvieron que destetarlo porque la vieja las tiene tan caídas que el pendejo se confundía y le chupaba el ombligo! —decía, seguramente, Ismael mientras reía.
   La cosa es que Sara se re calienta, se pone la gorra y va a hablar con el marido.
   —Rajá a la mierda a esa chirusa y a su hijo— le exigió. (4)
   Abraham no accedió a echar de su casa a su propio hijo y se indignó con Sara por habérselo propuesto.
   Pero Dios le dijo a Abraham que le hiciera caso a Sara en todo lo que ella pidiera. (5) De manera que, al día siguiente, Abraham madrugó, les dio a la esclava y al pibe pan y un odre con agua, y los despidió.
  Otra vez Agar vagando por el desierto —a veces este libro es más reiterativo que una telenovela—; pero esta vez, su hijo no está en sus entrañas, sino que camina a su lado. Pronto se acaba el agua del odre, y Agar echa a Ismael debajo de un arbusto para no verlo morir. Se sienta apartada y llora.
   —Y ahora, ¿quién podrá ayudarnos?
  Obviamente, aparece un ángel. Tal vez el mismo que, catorce años antes, también en el desierto, la había exhortado a que se humillara ante su señora.
  —¿Qué tienes, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del muchacho en donde está. Levántate, alza al niño y sostenle con tu mano, porque yo haré de él una gran nación.
  Imagínense cómo estaba el pibe, después de días de caminar por el desierto casi sin comer, que su madre podía levantarlo con una sola mano.
   Y abrió Dios los ojos de ella de manera que vio un pozo de agua; y fue y llenó el odre de agua, y dio de beber al niño.
   Y fue Dios con el niño, y este se hizo hombre y fue padre de una gran nación.
   Porque es bien sabido por todos: Dios aprieta, pero no ahorca.

     (1) Génesis 20:3
     (2) Génesis 20:5-7
     (3) Génesis 20:9
     (4) Génesis 21:10
     (5) Génesis 21:12

martes, 20 de marzo de 2012

SEÑORA DE LAS CINCO DÉCADAS… Y MEDIA

Todos los sábados, a la salida del laburo, iba a visitar a mi hermana Silvana a la casa tomada en la que vivía con Ulises M. Por lo general, Ulises no estaba y nosotros nos íbamos a lo de Graciela M a tomar unos mates. Algunas veces, salíamos de paseo con ella, sus hijos y su nieta. Así fui entrando en confianza con la familia.

En uno de esos paseos, en una ocasión en que nos sentamos juntos en un colectivo, terminé hablando con Graciela sobre mis amores frustrados.


¿Cómo terminamos hablando de eso?


No lo recuerdo. Supongo que, simplemente, ella me preguntó si yo tenía novia.


¿Qué hay de raro en eso?


Nada. Una señora, madre de mi cuñado, preguntándome si tengo novia. ¿Cuántas preguntas puede hacerle una señora a un joven de diecinueve años al que recién está conociendo?


¿Qué edad tenés? ¿Estudiás? ¿Trabajás? ¿Tenés novia? ¿Creés en Dios? ¿Le tenés miedo a esto?


Una señora muy jovial y simpática. Macanuda, buena onda. Le respondí que no, que no tenía novia.


Me habrá preguntado por qué.


Le hablé de mi timidez. Había entrado en confianza con la señora. No le hablé de mi fimosis, era un tema sin resolver y aún era mi gran tabú; pero le hablé de mis problemas para relacionarme con las chicas. De mi falta de confianza en mí mismo. De mi dificultad a la hora de interpretar señales en el juego de la seducción. Y utilicé una alegoría que luego sería manoseada, reciclada, reutilizada por ella en muchas ocasiones: un hit remixado una y otra vez. Le dije que para la conquista amorosa yo era un miope esperando el colectivo. Que lo veía de lejos y dudaba. Que cuando reconocía el cartel y levantaba la mano, el colectivo ya se estaba yendo. Que a la distancia me daba cuenta de que, en el pasado, con algunas chicas habíamos tenido onda; pero que mi falta de confianza me había impedido estar seguro de esto en su momento y por eso había desaprovechado oportunidades. Todo esto le contaba a la señora. Faltaba un diván para que fuera una sesión de psicoanálisis. La señora no ejercía, pero era licenciada en psicología.


Hannibal Lecter también.


Es más, entré tanto en confianza con ella que terminé contándole que me gustaba una de sus hijas, Roxana M.


Esto fue cuando Roxana ya se había ido a vivir a Ushuaia huyendo de Walter N, el violento padre de su hija. Para esa época, poco antes o poco después, mi hermana se separa de Ulises y se va a vivir a La Pampa con mis viejos. Y Claudio G se muda de lo de Graciela a lo de su padre, en Martelli. Por todo esto, dejo de frecuentar San Martín. Porque lo que me había ligado hasta aquel entonces con ella, eran sus hijos.


Pasó el tiempo. Un día, en el trabajo, recibí una llamada telefónica.


—Guille, para vos.


—¿Quién es?


—Una señora.


—¿Mi vieja?


—Qué sé yo, boludo… Atendé…


—Hola…


—Hola, ¿Guillermo?


—Sí. ¿Quién habla?


—Graciela. La mamá de Ulises.


—¡Ah, hola!… ¿Cómo andás?


—Bien, bien… ¿Vos?


—Bien…


—Tanto tiempo…


La verdad es que unos meses sin ver a esta señora no me parecían mucho tiempo, pero dije:


—Sí, tanto tiempo…


—Te llamaba porque le escribí una carta a Silvana y te la quería dar para que se la hagas llegar.


—Si querés, te puedo dar la dirección…


Se rió.


—No, prefiero dártela a vos. Y de paso nos tomamos un café y charlamos un rato, ¿te parece?


—¡Dale!


—¿El martes te queda cómodo?


—Sí, dale, juntémonos el martes.


—Y de paso festejamos el día de la primavera.


—¡Claro!


Me reí.

martes, 13 de marzo de 2012

SODOMA, GOMORRA Y LOS HIJOS DE LOT

       Dedicado a Mateo.
       Génesis, capítulo 19.


   Tres ángeles se separan de Abraham para ir a destruir Sodoma. Solo dos llegan allí. Supongo que el tercero se desvía para hacer cagar a Gomorra.
   En la puerta de Sodoma, encuentran a Lot, sobrino de Abraham. Lot, que aún no tiene idea de para qué vienen los dos chabones a la ciudad, les ruega que paren en su casa. Que duerman y se laven las patas ahí. (1) Ellos declinan la invitación, le dicen que van a dormir en la plaza. Lot insiste. Les rompe tanto las bolas que, finalmente, ellos aceptan. (2)
  Ya en la casa, Lot los invita a morfar; pero antes de que puedan acostarse a dormir, todos los hombres de Sodoma —sí, todos, absolutamente todos, jóvenes y viejos— rodean la vivienda y dan voces a Lot.
   —¿Dónde están los varones que vinieron a ti esta noche? —le dicen—. Sácanoslos, y los conoceremos.
   El lector incauto tal vez piense «Claro, esta buena gente quiere conocer a los ángeles. Tomarse fotos con ellos, pedirles autógrafos, que les bendigan algún souvenir». Pero debemos recordar que, algunas veces, cuando en la Biblia dice conocer, debemos leer empernar. Así es como debemos interpretar esta escena: todos los hombres del lugar, del más grande al más pequeño, apiñados alrededor de la casa de Lot con la viva determinación de culearse a los ángeles —¿Y quién no quisiera? Debe ser un sueño—. Con la viva determinación de sodomizarlos, pues de aquí viene el término. Casi todo el mundo coincide en que este fue el pecado que terminó condenando a Sodoma, cuando la sentencia aún estaba en veremos y los ángeles habían sido enviados por Dios a la ciudad para comprobar si el porcentaje de hijos de puta que la habitaban justificaba su destrucción. Algunos creyentes pacatos discuten esto, sosteniendo que los sodomitas solo querían conocer literalmente a los forasteros, para evaluar si los admitían o no en la ciudad, y que el pecado determinante fue la falta de hospitalidad.
   Como sea, ir a una ciudad y que todos los habitantes te quieran hacer el orto juntos tampoco me parece muy hospitalario. Así que eso no se discute: los sodomitas no eran buenos anfitriones.
   Lot sale a la puerta.
   —Os ruego, hermanos míos, no hagáis esta maldad —le dice a la turba—. He aquí tengo dos hijas que no han conocido varón. Os las sacaré fuera, si os place, y haréis con ellas como bien os pareciere, con tal que no hagáis nada a estos varones. (3)
   ¡Mató la onda! ¡Eso es un padre, carajo!
   Obviamente, los depravados no agarran viaje. Quiero garcharme a un ángel, ¿no entendés? ¿Qué me chupa que tus hijas sean vírgenes?
   —¡Las bolas! —le dicen—. ¡Ahora te haremos más mal a ti que a ellos!
   Y se arrojan sobre Lot para trincárselo entre todos. Pero los ángeles intervienen. Meten a Lot adentro de la casa, cierran la puerta y enceguecen a los atacantes.
   —¿A quién más tienes aquí? —preguntan los ángeles a Lot—. Tu jermu, tus hijas, tus yernos, llevátelos a todos, porque se pudrió el rancho: vamos a hacer cagar fuego a esta ciudad. (4)
   Lot les cuenta esto a sus yernos —que eran prometidos de sus hijas, aún no se las habían garchado—, pero ellos se piensan que es una joda. (5)
    —Ja ja ja, qué hijo de puta este Lot… Siempre el mismo…
   Raya el alba y la familia todavía está en casa. Supongo que Lot sigue intentando convencer a sus yernos de que les habla en serio.
   —¡Dale, boludo! —le dicen los ángeles— ¡Dejá a esos perejiles! ¡Agarrá a tu jermu y a tus hijas y rajá de acá! ¡Si no, te vas a cagar muriendo vos también! (6)
    Pero no hay caso, el otro se tarda. Así que lo tienen que llevar afuera de la ciudad a la rastra.
   —¡Escapa por tu vida! —le dicen—. ¡No mires tras ti! ¡Escapa a la montaña, no sea que perezcas!
   Y Jehová hizo llover azufre y fuego sobre Sodoma y Gomorra. Y todos los habitantes de las ciudades murieron.
   Y cuando la familia se alejaba del lugar, la mujer de Lot miró tras de sí y se convirtió en pilar de sal, vaya uno a saber por qué. Supongo que para que pueda suceder lo que sucede después.
   Lot y sus hijas huyeron a la montaña y habitaron en una cueva.
   Un día, la hija mayor le dijo a la menor:
  —Nuestro padre es viejo, boluda, y nuestros novios se cagaron muriendo. Pongámoslo en pedo y garchemos con él, así conservaremos de nuestro padre descendencia. (7)
   No olvidemos lo importante que era el tema de la descendencia para la pobre gente de aquella época.
   E hicieron eso: esa noche pusieron en pedo a su padre y la hija mayor se lo garchó. Y él no supo cuándo ella se acostó ni cuándo se levantó.
   Y aconteció al día siguiente que dijo la mayor a la menor:
   —Anoche me garché al viejo. Pongámoslo en pedo esta noche también y garchátelo vos, así conservaremos de nuestro padre descendencia. (8)
   E hicieron beber vino a su padre aquella noche también, y la menor acostose con él. Y él no supo cuándo ella se acostó ni cuándo se levantó.
    Las dos hijas quedaron embarazadas.
   La mayor le puso a su hijo Moab, que significa del padre, la muy cínica.
    La menor le puso a su hijo Ben-ammí, que significa hijo de mi pueblo, haciendo referencia a la endogamia.
  El primero es padre de los moabitas, el segundo es padre de los amonitas. Ambos pueblos, enemigos de los hebreos.


       (1) Génesis 19:2
       (2) Génesis 19:3
       (3) Génesis 19:7, 8
       (4) Génesis 19:12, 13
       (5) Génesis 19:14
       (6) Génesis 19:15
       (7) Génesis 19:32
       (8) Génesis 19:34

martes, 6 de marzo de 2012

EL UMBRAL DE LA LOCURA

Pablo A era amigo de Juan Z. Creo que se habían conocido en la secundaria nocturna. Pablo A era un sujeto extraño, con problemas psicológicos, diagnosticado como psicótico. Había tenido antecedentes, pero los brotes importantes los empezó a tener a partir de la muerte de su abuelo. Afirmaba que su espíritu se le aparecía y se comunicaba con él. Alguien que conozco diría que seguramente esto era verdad. Y que Pablo no veía a su abuelo muerto porque estaba loco, sino al revés: que Pablo estaba loco porque veía a su abuelo muerto. Yo digo ¿quién sabe?… No tengo manera de probar eso ni lo contrario.

Sea como sea, Pablo era —y seguramente sigue siendo— un sujeto extraño. Tanto su aspecto como su comportamiento lo eran. No hay persona a quien le haya mostrado mi álbum de fotos que no se haya detenido en él diciendo: «¿Y este? Qué cara…».

Lo primero que impacta es el modo en que mira a la cámara. Uno ve esos ojos y escucha un viento huracanado detrás.

El segundo impacto lo produce el tamaño de la cabeza, lo largo de la cara, la quijada saliente. Tiene algo de Lovecraft, mezclado con César Banana Pueyrredón, mezclado con Bukowski. Y el pelo de Beethoven.

Con él y con Juan solíamos grabar unos simulacros de programas radiales en joda, algunos de los cuales aún conservo. Pablo tenía un sentido del humor infantil y reiterativo. Podía tararse repitiendo variantes del mismo chiste absurdo o escatológico durante horas. Pero si estaba con alguien que lo guiaba y le ponía límites, era capaz de hacer chistes muy graciosos.

También hacía música, por llamarla de algún modo. Autodidacta, componía sus propios temas. Los padres le habían regalado un sintetizador y se había fascinado con el sonido de órgano de iglesia. Le encantaban los cantos gregorianos y otras cosas por el estilo. Siempre que pienso en él, me lo imagino vestido como el Fantasma de la Ópera, tocando esas melodías desafinadas, tenebrosas y reiterativas en su sintetizador.

A veces le pedía a Juan que lo acompañara con el bajo y pasaban la tarde tocando y grabando esas sesiones. Juan se divertía y le gustaba darle una mano a su amigo, incentivándolo a que hiciera algo creativo. Algunos días se quedaban tocando hasta el anochecer, como en la ocasión que quiero relatar.

Se habían juntado en lo de Juan. Pablo había compuesto algunos temas nuevos, que sonaban iguales a todos los anteriores. A todos les ponía la base de batería electrónica del sintetizador, que sonaba a lata y que, combinada con el sonido de órgano de iglesia, daba como resultado un efecto muy extravagante. Cuando cantaba, lo hacía en un inglés inventado —salvo en un tema que se llamaba Cállate, hijo de perra, en el que repetía cállate hijo de perra, ya no me hables, ya no me escuches, eres un hijo de perra, y así, alternando— e invariablemente había un segmento reservado a uno de sus solos de órgano desbocado, en los que daba rienda suelta a toda su deformidad.

A pedido de Pablo, siempre tocaban con la luz apagada. El sol iba menguando hasta que, finalmente, la habitación solo quedaba iluminada por las luces de la pecera de Juan. Esa tarde, Pablo no hacía chistes. Lúgubre, tocaba con solemnidad. Cuando cayó el sol, le pidió a Juan que dejara el bajo. Le contó que ese día era el aniversario de la muerte de su abuelo y que había compuesto un réquiem en su honor. La sinfonía duró más de una hora. Los sonidos discordantes del órgano sin un esquema aparente. Pablo tocaba con los ojos cerrados. Los dedos crispados, sacudiendo la melena. Juan, que era muy respetuoso del duelo ajeno, no se animaba a interrumpirlo. Se tragó el concierto entero.

Cuando Pablo terminó, se trasladaron al comedor y cenaron en silencio. Ese fin de semana Augusto y Emilia se habían ido a la costa.

Después de la cena, tomaron unos mates. Pablo, como en tantas otras ocasiones, se puso a hablar de su abuelo. Del espíritu de su abuelo. De sus últimas apariciones. De las cosas que le contaba, que le aconsejaba, que le reclamaba. A Juan le duraba el efecto del réquiem a la luz de la pecera. No había sido buena idea invitar a Pablo esa noche.

Algo interrumpió el soliloquio de Pablo. Algo fuera de contexto, inexplicable. Bebés gritando. En el patio, en el techo. Multitudes.
   
El espanto cortó la respiración de Juan los segundos que tardó en darse cuenta de que los bebés eran gatos. Unos segundos en los que estuvo a punto de volverse loco.