Septiembre, octubre, noviembre, diciembre. Claudio G termina el secundario. Me invita a la entrega de diplomas. Sé que Graciela M va a estar presente en el evento. Claudio no está enterado de lo que pasó hace tres meses entre su madre y yo. Dudo. Finalmente acepto la invitación. Soy un cervatillo, pero no por eso voy a esconderme en el bosque.
Claudio me presta una camisa. Blanca. No recuerdo si yo se la pido o si él me sugiere que la use para la ocasión. En aquel entonces, soy bastante desprolijo en el vestir. Medio hippie. Pelo largo, florecido, siempre atado. Ropa medio rota, medio estirada. Hoy día uso camisa porque mi capitán me obliga. Pero terminé tomándole el gusto. Me siento cómodo y me agrada cómo me veo. Me imagino que soy el cantante de Morphine, antes de que vistiera de mortaja. En aquel entonces, ni escucho Morphine ni me siento cómodo en camisa. Es más, es la segunda vez que me pongo una en mi vida. La primera fue para la comunión.
Los dos de camisa blanca, como hermanitos. Inocentes palomitas. Llegamos al colegio. Nos recibe Graciela. Creo que no sabía que yo acudiría al evento. Me saluda con cara de poker, pero con un brillo furtivo en los ojos. Tiene una cámara.
—¡Foto! —nos dice.
Posamos. Sonreímos. Flash.
Enseguida, Claudio se distrae saludando a compañeros. Y de a poco se va alejando, dejándonos solos a su madre y a mí. Graciela rompe el silencio incómodo diciéndome que estoy elegante.
Me río.
—¡Mentira!
Se ríe. Parece que le hubieran desatado un nudo en un lugar incierto, entre pecho, hombros, espalda.
—Sos terrible, eh… —me dice—. ¡Te hablo en serio! Estás elegante, la camisa te queda muy bien.
Hago una mueca y miro hacia el escenario, en donde los pibes se empiezan a agrupar.
El evento, aburridísimo, claro. Álvarez, y pasa Álvarez. Benítez, y pasa Benítez. G, y pasa Claudio. Me paro en una silla para verlo mejor. Y Graciela, por sorpresa, me saca la foto que un año después pondrá en un altar, con velas y un mechón de mi cabello.
—¿Vamos a mi casa a tomar unos mates? —nos invita Graciela cuando termina la entrega de diplomas. Ambos accedemos. Pero después de los primeros mates, unos compañeros de escuela pasan por el departamento buscando a Claudio.
—Bancame que bajo un toque y arreglo con los pibes para hoy a la noche —me dice—. No te molesta, ¿no?
Pongo cara de ni ahí y niego con la cabeza.
Claudio señala a Graciela con el pulgar.
—Sé que ella es insoportable, pero bancátela que son unos minutos nomás.
Graciela y yo nos reímos.
—Andá, dejalo solo a tu amigo, descortés —dice ella.
—No lo dejo solo —dice Claudio—. Lo dejo mal acompañado.
Y sale.
Ahora estoy alerta. Hoy no soy cervatillo, soy gato. Laxo, sentado en la cama, recostado contra unos almohadones apoyados en la pared; pero con los músculos preparados para alejarme con cinco saltos largos y arrojarme por la ventana ante la primera amenaza.
Graciela, a mi lado, en silencio, ceba un mate, me lo tiende. Mira un punto indeterminado, en el piso.
Yo estoy jugando al ajedrez. Me imagino todas las frases con las que puede abordarme. Tengo planificadas las respuestas para cada una de ellas. Para algunas, tengo ligeras variantes. Las sopeso. Me quedo con las más apropiadas. Las que ponen un límite firme lastimando lo menos posible. Me adelanto algunas jugadas. Imagino sus potenciales contra-respuestas. E ideo respuestas para ellas.
Termino el mate. Se lo tiendo. Y Graciela hace su movida. Atraviesa mis defensas. Sortea todos los obstáculos. Porque su táctica es otra. Hoy Graciela juega otro juego. Su mano no recibe el mate, se apoya suave en mi rostro. Y sus labios en los míos.
Asalto directo al cuerpo.
Inútil, mi intelecto queda girando sobre sí mismo, como un trompo.
Jaque Mate.