domingo, 27 de octubre de 2013

GATOS (Primera Parte)

A la memoria de Fígaro.


Nunca me acosté con una mujer que no tuviera un gato. 

No es que yo haya buscado que así fuera ni que ese sea un requisito indispensable para acostarse conmigo —por favor, no quisiera que alguien lea esto y salga corriendo a la tienda de mascotas—, simplemente así se dio.

Sin embargo, en una época, cuando hablábamos con mi hermana Silvana sobre potenciales parejas, tomábamos como buen signo —medio en broma, medio en serio— el hecho de que al —o a la— pretendiente de turno le gustaran los gatos.

Entonces, era habitual que dijéramos:

—Le gustan los gatos: debe ser copado.

O copada, según el caso.

Aunque, por lo general, la que tenía pretendientes era ella. Ya saben: yo era un chico timorato —esta es una palabra tan espantosa que me gusta—, con problemas para relacionarse con las mujeres, etc., etc., etc.

Los gatos son como Perón y como el cine francés. La gente los ama o los odia, rara vez hay puntos medios. Sus enemigos suelen tacharlos de traicioneros y de poco afectivos. Y la mayoría de las veces, si no todas, argumentan esto comparándolos con los perros.

Respecto a la primera de las acusaciones, he de decir que he recibido más ataques a traición por parte de perros que de gatos. Y he conocido a muchos de ambos.

Aunque pienso que tachar de traicionero a cualquier animal es una estupidez tremenda. Es interpretar su conducta como si fuera humana.

¿A qué llamamos traición en un animal?

Al hecho de que el animal haga algo que no nos esperamos. Que nos ataque sin previo aviso y sin razón alguna. Cuando siempre hay una razón para que un animal, incluido el hombre, haga lo que hace. Solo que muchas veces, tanto con hombres como con animales, no logramos captar esas razones. Porque el modo en que interpretamos la realidad es distinto al de ellos.

En cuanto al aviso previo, puede ser que el animal lo haya dado sin que nosotros, al igual que con sus razones, hayamos sabido interpretar el mensaje.

O puede que no. En ese caso, yo no hablaría de traición, sino de estrategia. Es lógico que oculte sus intenciones quien pretende atacar a su enemigo con éxito. Y este modo de actuar no es exclusivo de los gatos. También lo he visto en perros. Y en humanos, claro.

¿Acaso pretendemos que, antes de atacarnos, el animal nos arroje un guante al rostro o nos envíe una carta documento?

Todos estarán de acuerdo en que esto es absurdo. Ningún empleado de correo le daría bola a un gato que intentase enviar un telegrama.

Respecto a la acusación de que los gatos son poco afectivos, quien dice eso jamás ha convivido con ellos. Nunca ha llegado a su casa y ha sido recibido por una panza hacia arriba demandante de mimos. Ni ha sentido besos de lengua áspera en su nariz.

En Un ojo en el cielo, Philip Dick hace decir a uno de sus personajes sobre alguien que odia a los gatos:

—Actitudes como la suya son la causa de los campos de exterminio. Estar en contra de los gatos no dista mucho del antisemitismo.

Estoy de acuerdo con Philip Dick.

Parte del rechazo que suscitan los gatos en algunas personas se debe a que, a pesar de estar tan sometidos a nosotros como los perros, en el fondo de ellos hay algo que permanece indómito. No es algo que tenga que ver con la conducta —tanto perros como gatos cometen actos de rebeldía, como atentar contra nuestras pertenencias en represalia a lo que han considerado una afrenta—, sino algo que transmiten con su lenguaje corporal. Algo que se percibe en su modo de sostenernos la mirada. El perro rehúye la mirada penetrante o reacciona a ella con agresividad. El gato permanece imperturbable. Establece con nosotros un diálogo ocular a lo Clint Eastwood. Parece estar diciéndonos «No me doblego ante nadie».

Y aquí volvemos al tema de la traición, que según la RAE es la falta que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener. El gato nos dice: «No le debo lealtad a nadie. Todo lo que suceda entre nosotros será de común acuerdo. Y yo me reservaré el derecho a dejar sin efecto nuestros contratos cuando me dé la gana. Yo te diré cuándo tocarme y cuándo no. Yo te diré qué partes de mí podrás acariciar y cuáles no, y el modo en que habrás de hacerlo. Y en el medio podré cambiar de opinión y morderte la mano. Si considero que ya es suficiente, por ejemplo, o que estás manipulándome con torpeza. Te he advertido. El que avisa no traiciona».

Notarán que en los últimos párrafos he hecho lo mismo que antes he criticado: interpretar el comportamiento animal como si fuese humano. Y me encanta hacerlo. Pero, qué joder, la realidad es que la mirada del gato no necesariamente significa eso. Tal vez mira fijo y punto, sin que eso quiera decir absolutamente nada.

Leí una vez en una revista digital, cuyo nombre citaría si lo recordase, que una de las razones por las que perros y gatos suelen llevarse mal es esa diferencia en cuanto al lenguaje corporal. El perro interpreta la mirada sostenida como un desafío, o como una amenaza. Si el gato mira fijo no es más que por curiosidad; cuando amenaza, suma a la mirada otras señales corporales, como el lomo arqueado. Tal vez, el modo en que nosotros utilizamos la mirada sostenida y el modo en que la interpretamos sean más afines al lenguaje corporal del perro. Aunque, por supuesto, siempre hay excepciones. Yo soy una. A pesar de que en esencia soy un tipo más bien tímido, acostumbro mirar fijo a los ojos a tal punto que a veces incomodo a mis interlocutores, incluso a gente muy allegada a mí. No es algo que haga voluntariamente. Si bien puedo controlarlo cuando lo hago consciente, es una tendencia automática.

Esto me recuerda una anécdota.

En el año 98 había muchos conflictos entre Silvana y mi vieja. Vivíamos los tres juntos en un departamento. Mi vieja acababa de separarse de Raúl y aún no había vuelto a juntarse con mi viejo. Cuando mi hermana y mi vieja se peleaban, volaban objetos por los aires, había portazos y cosas así. Yo intentaba apaciguarlas. Una noche que el escándalo era especialmente ruidoso, un timbrazo interrumpió la función.

Nos miramos.

—¿Es el portero eléctrico o acá arriba? —preguntó mi vieja.

Otro timbre.

—Es acá —dije—. Debe ser algún vecino.

Permanecimos en silencio. Esperé, pensando que el visitante se cansaría y se iría. Pero no. Otro timbre. Otro timbre. Otro timbre. No parecía dispuesto a abandonar su posición. De modo que acudí a atenderlo.

Abrí la puerta. Era una mujer. Muy delgada, unos cuarenta y cinco años. Expresión severa.

—¿Sí? —dije.

—Soy la vecina de abajo —dijo—. Hasta hoy me venía aguantando, pero esto es intolerable.

 Me llevé la mano al pecho.

—Le pido mil disculpas —dije.

—¿Disculpas? —dijo. Se quedó unos segundos en silencio, acusándome con la mirada—. Esto es espantoso. —Me miró de arriba abajo—. No pasa un día sin que suceda lo mismo. ¿Y vos me pedís disculpas? No tenés vergüenza.

No supe qué responder. Me quedé en silencio, esperando que se diera por satisfecha y se retirara.

Pero prosiguió.

—Esto tiene un nombre —dijo—, ¿sabés?

Levanté una ceja, interrogante.

—Esto se llama violencia doméstica —remató.

De pronto, me cayó la ficha.

Esta mujer cree que golpeo a mi familia.

Fue tal el impacto de esta revelación en mí que no atiné a otra cosa que a quedarme mudo, mirándola fijo.

Ella malinterpretó mi actitud.

—No me mires así —dijo. Levantó la voz— ¡No me amenacés! ¡No me amenacés!

Como verán, en esta situación yo era el gato.

Y mi vecina era una perra.

sábado, 12 de octubre de 2013

DAVID SE EMPERNA A LA MUJER DE OTRO

Primer Libro de Samuel, capítulos 18 al 31.
Segundo Libro de Samuel, capítulos 1 al 12.


Habíamos dejado a Saúl y David contando prepucios.

Ahora apretamos la tecla de avance rápido.

Ya les dije que el vínculo entre Saúl y David era ambivalente. Que Saúl oscilaba entre el odio y la culpa, y que a lo largo del primer libro de Samuel intenta matar a David reiteradas veces para luego arrepentirse. Es decir: intenta matarlo y se arrepiente, vuelve a intentar matarlo, vuelve a arrepentirse. Así hasta que vienen los filisteos y lo cagan matando a él. Y punto. Chau, Saúl; chau, primer libro de Samuel. A otra cosa.

Para más detalles de la historia de Saúl y David ya les recomendé que lean Saúl, la obra teatral de André Gide. Vuelvo a hacerlo.

Pasamos al segundo libro de Samuel. Seguimos en avance rápido. Ya vimos que ahora es David el elegido por Jehová para reinar sobre Israel. Pero cuando muere Saúl, los hebreos ponen a su hijo Is-boset en el trono. Les dura casi tan poco como a nosotros, en su momento, Rodríguez Saá. Luego de cruentas luchas intestinas, unos chabones entran a su casa, lo hieren en el vientre y le cortan la cabeza —a Is-boset, Rodríguez Saá aún no había nacido—. Muerto el hijo de Saúl, los hebreos ponen a David en el trono. Han hecho falta litros de sangre derramada para que las cosas estén como las quiere Dios.

En el capítulo cinco, David mata jebuseos y filisteos.

En el capítulo ocho, moabitas, siros y más filisteos.

En el capítulo diez, amonitas y más siros.

Así siguió David haciéndose más y más grande; porque Jehová, el Dios de los Ejércitos, era con él. (1)

Llegamos al capítulo once y volvemos a la velocidad de avance normal, porque aquí viene los que quiero contar.

Los hebreos seguían en guerra con los amonitas. David supervisaba todo desde su casa.

Y aconteció un día, al caer la tarde, que David se levantó de su cama, y se paseaba sobre la terraza. Y desde allí vio a una mujer que se bañaba, y la mujer era sumamente hermosa.

Y mandó a preguntar:

¿Quién es esa mina? (2)

Bat-seba —le respondieron—. Mujer de Urías heteo.

En ese momento, el tal Urías se encontraba en el frente de batalla.

Entonces, David convocó a Bat-seba al palacio. Y ella vino a él, y él se la re garchó. Luego ella volvióse a su casa. (3)

Pero he aquí que la mina quedó embarazada. De modo que, días después, dio aviso de esto a David. (4)

Mierda, pensó David, y envió un mensaje a Joab, jefe del ejército.

«Mandame a Urías heteo», decía. (5)

Días después, Urías se presentaba ante él.

—¿Cómo andás, Urías? —preguntó David—. ¿Todo bien?

—Todo bien —dijo Urías—. Todo tranquilo.

—Bien —dijo David—. Me alegro. ¿Cómo anda el amigo Joab?

—Bien, bien…

—¿Y la guerra cómo va? ¿Están haciendo cagar a esos amonitas?

—Sí, los estamos haciendo mierda.

—Perfecto. Así me gusta. Todo en orden. Bueno, Urías, gracias por la info. Ahora andá a tu casa, lavate las patas, morfate algo, descansá… Bien merecido lo tenés. Y mañana pegás la vuelta. (6)

Mas Urías se acostó a la entrada de la casa del rey, con todos los siervos de su señor, y no descendió a su casa.

Al día siguiente, David fue informado sobre esto.

—¡¿Pero qué hace este pelotudo?! —dijo, y lo mandó a llamar.

—¿Sí? —dijo Urías.

—¿Por qué no bajaste a tu casa, bolas? —dijo David—. Debés estar agotado… Acabás de llegar de viaje. (7)

Joab y mis compañeros están acampados al raso —dijo Urías—. ¿Por ventura había yo de irme a mi casa, para comer, y beber, y acostarme con mi mujer? ¡Por tu vida, y por la vida de tu alma, que no haré tal cosa!

—O.K. —dijo David—. Quédate aquí hoy también y mañana te despacharé.

Urías, pues, se quedó en Jerusalem aquel día. Y David lo invitó a comer con él y lo hizo emborrachar. (8) Pero no hubo caso: incluso así, en pedo como estaba, Urías seguía firme en su actitud, y esa noche tampoco bajó a su casa.

Habiendo fracasado su plan, David tomó una medida más drástica. A la mañana siguiente, despachó a Urías con una carta para Joab.

La carta decía: «Poned a Urías al frente, en lo más recio del combate, y retiraos de en pos de él, para que sea herido y muera». (9)

Joab estaba sitiando la ciudad de Rabbá. Obedeciendo la orden de David, puso a Urías en las primeras filas. Los hombres de la ciudad hicieron una salida. Los hebreos los rechazaron, empujándolos de nuevo hasta la puerta. Pero esta maniobra los expuso al ataque de los arqueros apostados en lo alto del muro. Las flechas hirieron a varios hombres, entre ellos a Urías, que murió. (10)

Al oír que era muerto su marido, Bat-seba prorrumpió en lamentos. Mas cuando hubo pasado el luto, David la recogió en su casa —cualquier modo en que interpreten esta frase es correcto—. Y ella fue su mujer, y parióle un hijo.

Tengan en cuenta que «ella fue su mujer» significa «ella vino a sumarse a las mujeres que él ya tenía». Recordemos que entre los hebreos no había restricciones respecto a la cantidad de mujeres que podía tener un hombre. Y en este contexto, el verbo tener está bien empleado, ya que la mujer pertenecía a su marido. Por eso, el mandamiento que condena la codicia dice: «No codiciarás la casa de tu prójimo, ni su mujer, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna que sea de tu prójimo». (11) La mujer era una pertenencia más entre todas la que podía tener un hombre.

Posteriormente, los católicos dividieron este mandamiento en dos: «No desearás la mujer de tu prójimo» —que luego, en la época de Juan Pablo II, se convirtió en «No consentirás pensamientos ni deseos impuros»— y «No codiciarás los bienes ajenos». Y para mantener la cantidad de mandamientos, suprimieron el que dice: «No harás para ti escultura, ni semejanza alguna de lo que está arriba en el cielo, ni de lo que está abajo en la tierra, ni de lo que está en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás ante ellas ni les darás culto». (12)

O tal vez fue al revés: dividieron el mandamiento de la codicia para suprimir el de las imágenes y así poder vender estampitas de la Virgen, San Cayetano, San Jorge, San Cono y el papa Francisco.

Pero volvamos a lo nuestro. Entre los hebreos, entonces, un hombre podía tener las mujeres que quisiera, siempre y cuando le diera el cuero para mantenerlas. Por eso, si bien la ley era igual para todos, quienes solían tener varias mujeres eran los hombres poderosos. Tal era el caso de David, que en la época de este relato tenía por mujeres a Micol —aquella a quien había comprado por doscientos prepucios—, Ahinoam, Abigail, Maaca, Haguit y Abital, entre otras.

Días después del nacimiento del niño de Bat-seba, Natán, profeta, fue de visita al palacio. Se presentó ante David y le dijo:

Había dos hombres en una ciudad, el uno rico y el otro pobre. El rico tenía ovejas y vacas en grande abundancia. El pobre nada tenía sino una corderita pequeña, que él había comprado y había criado, y la cual había crecido con él y con sus hijos. De su bocado de pan comía, y de su copa bebía, (13) y en su seno dormía: le era como una hija suya.

»Vino una vez un caminante al hombre rico. Mas él no quiso tomar cosa alguna de sus rebaños para convidarlo, sino que tomó la corderita de aquel hombre pobre y la hizo cocinar para servirla al hombre que había venido a él.

David —que sería muy hábil con la honda, pero no se le daba mucho eso de las alegorías— exclamó:

¡Vive Jehová, que es digno de muerte el hombre que ha hecho eso! ¡Y pagará el valor de cuatro ovejas, por cuanto ha obrado sin piedad!

¡Tú eres aquel hombre! —lo interrumpió Natán—. (14) Así dice Jehová: Yo te ungí por rey sobre Israel, y te libré de la mano de Saúl, y te di la casa de tu señor, y las mujeres de tu señor las he dado en tu seno. Y si esto te pareciera poco, te habría dado por añadidura tales y tales cosas. ¿Por qué, pues, has despreciado el mandamiento de Jehová, haciendo lo que es malo a sus ojos? ¡A Urías heteo has muerto a cuchillo, y a su mujer has tomado por mujer tuya, matándole a él con la espada de los amonitas!

»Ahora pues, la espada nunca se apartará de tu casa, por cuanto tú me has despreciado. He aquí que yo levantaré el mal contra ti de en medio de tu misma familia. Y tomaré tus mujeres ante tu misma vista, y las daré a tu prójimo, el cual se acostará con ellas a vista de este sol. Porque tú lo has hecho en secreto, mas yo haré esta cosa delante de todo Israel, y delante del sol. (15)

¡He pecado contra Jehová! —dijo David, como si recién cayera en la cuenta.

—Sin embargo, no morirás —dijo Natán—. Pero puesto que con este hecho has dado a los enemigos de Jehová sobrada ocasión de blasfemar, el niño que te ha nacido morirá irremisiblemente. (16)

Y así fue. Jehová hirió al niño que la mujer de Urías había parido a David, de modo que enfermó gravemente. (17) Y aconteció que al séptimo día murió, (18) a pesar de que David rogó a Dios por él, haciendo ayuno y permaneciendo acostado en tierra junto a su lecho todo el tiempo que duró su padecimiento. (19)


(1) 2º Samuel 5:10
(2) 2º Samuel 11:3
(3) 2º Samuel 11:4
(4) 2º Samuel 11:5
(5) 2º Samuel 11:6
(6) 2º Samuel 11:7, 8
(7) 2º Samuel 11:10
(8) 2º Samuel 11:13
(9) 2º Samuel 11:15
(10) 2º Samuel 11:23, 24
(11) Éxodo 20:17
(12) Éxodo 20:4, 5
(13) Dios, beber de la copa chupada por una oveja…
(14) La fábula de Natán grafica muy bien lo que dije antes sobre el valor que se da a las mujeres en la Biblia: la mujer de Urías y las de David son comparadas con ganado.
(15) 2º Samuel 12:11, 12
(16) 2º Samuel 12:14
(17) 2º Samuel 12:15
(18) 2º Samuel 12:18. Es notorio que matar a un niño le demande a Jehová un día más que crear un mundo.
(19) 2º Samuel 12:16, 17

lunes, 30 de septiembre de 2013

NO ESTÁS SOLO

Cuando era chico, Ulises hablaba con un espíritu que vivía en su casa.

«Yo lo veía», me dice. «Era un viejo de barba larga. Lo podía dibujar y todo.»

El viejo estaba siempre debajo de la mesa del comedor. Ulises se metía debajo de la mesa y hablaba con él. Hizo esto de los seis años a los trece.

«Me voy a hacer cargo de vos hasta que conozcas a tu papá», le decía el viejo —el padre de Ulises se había marchado de la casa antes de que él naciera—. «Pero no puedo hacer nada para que tu mamá deje de pegarte.»

Pocos días después de que Ulises cumpliera los trece años, una vez que el viejo y él estaban conversando, Graciela irrumpió en el comedor insultándolo a gritos y le ordenó que saliera de debajo de la mesa.

«Hacele caso», dijo el viejo. «Salí.»

«Pero me va a pegar…», dijo Ulises.

«Salí y dale una cachetada.»

«¿Cómo le voy a levantar la mano a mi mamá?»

«Dale una cachetada y no te va a volver a pegar nunca más. Sé que te cuesta, pero lo tenés que hacer.»

Ulises salió de debajo de la mesa. Su madre se le tiró encima para pegarle. Ulises le metió un bife. Graciela retrocedió unos pasos y se quedó inmóvil. Más fuerte que el impacto del golpe fue la sorpresa.

«Si me volvés a tocar, te apuñalo», dijo Ulises.

Fue la última vez que su madre intentó golpearlo.

Ulises cargó algunas cosas en su mochila y partió, con la firme determinación de encontrar a su padre.

domingo, 15 de septiembre de 2013

SAÚL, DAVID Y CIEN PREPUCIOS COMO DOTE

Primer Libro de Samuel, capítulo 8 al 28.


El último de los jueces justos de Israel fue Samuel.

Mas aconteció que cuando Samuel era ya viejo, puso por jueces a sus hijos Joel y Abías.

Pero no anduvieron los hijos por los caminos de su padre, sino que declinaron tras el interés, y aceptaron sobornos, y pervirtieron el derecho.

A raíz de esto, los ancianos de Israel se congregaron y fueron a Samuel a pedirle que constituyera sobre ellos un rey para que los juzgara, como era usanza de otras naciones.

Jehová tomó esto como una afrenta, puesto que era él quien reinaba sobre Israel. Pidiendo un rey, el pueblo lo estaba desechando. No obstante, luego de advertir a los hebreos lo que implicaría tener un rey como otras naciones —ceder sus hijos como siervos y siervas, pagar tributo, etc.—, accedió a la demanda. (1)

Obviamente, el rey lo elegiría él. Y el primero a quien eligió fue Saúl. Pero Saúl se mandó dos cagadas y Jehová se arrepintió de haberlo elegido. (2) Como antes se había arrepentido de haber creado a la humanidad y de tantas otras cosas. Porque, repito, el Dios de los hebreos no era infalible: eso del Dios omnisciente, conocedor de dónde terminan todos los caminos, es un invento cristiano. Jehová se guiaba por corazonadas y muchas veces le pifiaba. Y todos sus errores los solía reparar de la misma forma: mediante la destrucción.

La primera cagada que se mandó Saúl fue ofrecer él mismo un holocausto a Jehová, siendo que, al no ser sacerdote, no tenía permiso para hacerlo.

El pueblo se había agrupado, con él al mando, para batallar contra los filisteos. Samuel, que sí era sacerdote, había dicho que se reuniría con ellos en el término de siete días. Cumplido ese plazo, Samuel aún no aparecía y el combate era inminente. El pueblo, atemorizado ante el despliegue de fuerzas de los filisteos, comenzaba a dispersarse. En estas circunstancias es que Saúl decide hacerse cargo él mismo del sacrificio de las reses en honor a Jehová, acto que ya sabemos era indispensable para ganar su favor —con el estómago vacío no te movía un dedo—. Con esto, pretendía infundir valor en el corazón de los hebreos. (3)

La segunda cagada que se mandó Saúl fue no matar a la totalidad de los prisioneros tras un combate contra los amalecitas ni destruir todos sus rebaños, tal cual había ordenado expresamente Jehová. (4)

Como verán, ninguna de las dos faltas de Saúl fue cometida por mala fe —lo mejor de los rebaños de los amalecitas no fue conservado por codicia, sino para ser sacrificado como ofrenda a Jehová—. (5)

¿Cuál fue el pecado, entonces?

El no haber obedecido ciegamente. El haber obrado con autonomía y usando la razón. Porque en lo que sí coinciden la religión judía y la cristiana —y, hasta donde yo sé, también el islamismo— es en que promulgan el sometimiento absoluto a la voluntad de Dios. (6)

Por estas faltas, pues, Jehová decide cambiar a Saúl por David. (7) Pero no destruye de inmediato al primero para poner al segundo en su lugar, escoge para esto un camino más sinuoso. Entrecruza las vidas de ambos de manera tal que entre ellos nace una amistad, (8) y luego le hace saber a Saúl que es David quién goza ahora de su favor y quién habrá de reemplazarlo, destronándolo. (9) Se forma así un triángulo entre ellos dos y Jehová, con Saúl oscilando entre el odio y la culpa, e intentando matar a David reiteradas veces para luego arrepentirse. (10)

Yo veo un paralelismo notable entre esta historia y la de Caín y Abel, aunque el desenlace sea distinto.

La historia de Saúl y David es la única de la Biblia que me gusta genuinamente y de algún modo me conmueve —las otras sólo me indignan y me divierten—. Para conocerla, les recomiendo que lean Saúl, la obra teatral de André Gide, donde él narra con maestría las relaciones tortuosas de este triángulo y las de otro: el triángulo gay formado por David, Saúl y su hijo Jonatán. (11)

Yo sólo he de narrarles un pequeño episodio en particular.

Luego del famoso combate en el que David derriba a Goliat con su honda, Saúl y David —junto con el resto de los combatientes— son recibidos por las mujeres de Israel que, bailando y tocando panderos, cantan:

¡Hirió Saúl sus miles; mas David, su diez miles!

A partir de aquí es que Saúl comienza a ponerse celoso de David, (12) y en poco tiempo esos celos mutan en odio y temor. (13)

Saúl desea que David muera.

Primero, en un rapto de locura, intenta matarlo arrojándole una lanza mientras David toca el arpa en su presencia (14) —tal era la función que David cumplía en la corte en un principio, antes de que se revelara su veta guerrera y se lo pusiera al mando de un grupo de soldados: tañer el arpa para apaciguar a su rey cada vez que a éste lo torturaban sus demonios internos—. (15)

Después, planea hacerlo morir a manos de los filisteos. A tal fin, le ofrece la mano de su hija Micol. (16) Cuando David declara no tener dinero para pagar la dote, Saúl le manda a decir:

No desea el rey dote alguna, sino cien prepucios de filisteos, para vengarse de sus enemigos. (17)

Con lo cual pareció a David cosa muy acertada ser yerno del rey (18) —por Dios, qué gente extraña estos hebreos…—.

David, pues, se pone en campaña para conseguir los prepucios, con la ayuda de sus hombres. Desafiando los pronósticos de Saúl, no sólo no pierde la vida en esta empresa, sino que retorna con el doble de lo pedido: es decir, con doscientos prepucios. (19)

Saúl cumple su palabra y cede la mano de su hija a David.

Lo que yo me pregunto es quién fue el desgraciado que tuvo que abrir la bolsa y contar uno por uno los anillitos de piel ensangrentados.


(1) 1º Samuel 8:7-22
(2) 1º Samuel 15:35
(3) 1º Samuel 13:4-14
(4) 1º Samuel 15:2, 3, 7-10
(5) 1º Samuel 15:13-15
(6) 1º Samuel 15:19-23
(7) 1º Samuel 16:1
(8) 1º Samuel 16:21, 22
(9) 1º Samuel 28:16, 17
(10) 1º Samuel 24:16-19; 26:21
(11) 1º Samuel 20:30; 2º Samuel 1:26
(12) 1º Samuel 18:6-9
(13) 1º Samuel 18:12
(14) 1º Samuel 18:10, 11
(15) 1º Samuel 16:14-16, 23
(16) 1º Samuel 18:20, 21
(17) 1º Samuel 18:25. Ojo: algunas traducciones pacatas tergiversan esto y dicen cien cabezas en vez de cien prepucios. Si la que tienes en tus manos es una de ellas, pide otra biblia a tu hermano, o googléalo, y verás que no miento.
(18) 1º Samuel 18:26
(19) 1º Samuel 18:27

domingo, 1 de septiembre de 2013

PIDE UN DESEO

El padre de Walter N era policía.

Cuando Walter era adolescente, cada vez que el padre juzgaba que se había portado mal, lo azotaba con el garrote reglamentario y lo encerraba por un día en el calabozo de la comisaría.

Falleció joven, antes de que su hijo cumpliera los dieciocho años.

Una década después, Ulises, Claudio y Walter están echados en el pasto, en la plaza de San Martín. Medio borrachos, medio drogados, adormecidos por el sol de la siesta. El silencio sólo es interrumpido, de cuando en cuando, por el zumbido de alguna mosca, hasta que Ulises habla.

—Si ahora mismo aparece un duende y nos dice que le pidamos un deseo, uno cada uno, ¿qué le piden?

Los otros dos no contestan.

—Lo que sea —sigue Ulises—. Lo que siempre desearon, por más que les parezca imposible. Pídanselo al duende y él lo hará realidad.

Tampoco obtiene respuesta. Los otros dos duermen con los ojos abiertos. Unas nubes cubren el sol. Se levanta una pequeña ráfaga de aire que hace revolotear algunas hojas alrededor de los tres compañeros. El sol vuelve a brillar, más intenso que antes. Cocina la piel. Una mosca se posa sobre la frente de Walter. Recorre el pómulo, la mejilla, el rostro de madera tallado a cuchillo, hasta llegar a los labios. Walter se lleva la mano a la boca. La mosca emprende vuelo. Hace un par de ochos en el aire y se posa en el mismo punto que acaba de abandonar.

—¡Ey! —dice Ulises.

Los otros dos se sobresaltan. No mucho, levemente.

—¿Qué? —pregunta Claudio, que parece más despierto.

—¡Tienen que pedirle un deseo al duende! —dice Ulises.

—Qué rompebolas… —dice Claudio.

—Yo le pediría garcharme a Flavia Palmiero —dice Ulises—. Desde chico que le tengo ganas. Desde que la veía en La Ola Verde.

Silencio de nuevo.

—¿Vos? —pregunta Ulises—. ¿Qué le pedirías?

—Garcharme a Carlitos Balá —dice Claudio—. De chico lo veía todas las tardes.

Ulises se ríe.

—Le das el chupete para el chupetómetro —dice.

Cuando termina de festejar su propio chiste, arremete otra vez.

—¿Vos, Walter? —pregunta—. ¿Qué le pedirías al duende?

Walter parece estar en otro lado, los ojos rojos clavados en la nada. Sin embargo, luego de unos segundos da su respuesta.

—Que mi viejo volviera —dice—. Aunque sea por un rato.

Incómodos, Claudio y Ulises cruzan miradas. Walter completa:

—Para cagarlo a trompadas.

domingo, 18 de agosto de 2013

HUMILLAD A NUESTRAS MUJERES

Jueces, capítulo 19 al 21.


Después de la muerte de Sansón, salteamos dos capítulos aburridos y llegamos a otra historia muy interesante.

Hubo una vez cierto levita (1) que, viajando junto con su mujer desde Bet-lehem hacia la serranía de Efraín, decidió pasar la noche en Gabaa, ciudad de la tribu de Benjamín.

Como nadie les dio cobijo, los viajeros acamparon en la plaza de la ciudad.

Mas he aquí que un anciano que volvía de trabajar en el campo los encontró allí y los invitó a su casa, a comer y a dormir.

Estaban morfando lo más tranquilos —los dos viajeros, el anfitrión y su hija—, cuando unos hombres de la ciudad rodearon la casa, golpearon la puerta y dieron voces al anciano diciendo:

¡Saca fuera al hombre que tienes ahí, y le conoceremos! (2)

Algún lector incauto puede interpretar que esta gente pretendía conocer al levita en el sentido que nosotros damos a la palabra; pero, como ya he aclarado en otras ocasiones, cuando en la Biblia dice conocer, a menudo debemos leer empernar.

A quienes siguen este blog desde hace tiempo, esta historia les recordará a otra. Ya he dicho que el librito este es medio reiterativo. Pero esta vez el desenlace será distinto: no habrá ángeles que acudan a encandilar a los malhechores.

Salió, pues, el dueño de la casa, y dijo:

No, hermanos míos, no hagáis esta maldad, os lo ruego. He aquí a mi hija, virgen, y la concubina de él; a estas os sacaré, si os place, y humilladlas, haciendo con ellas como bien os pareciere. Mas no hagáis a este hombre cosa tan nefanda. (3)

Pero los hombres no quisieron escucharle, ellos querían hacerle el orto al forastero.

Entonces, el levita asió a su concubina y la arrojó afuera de la casa. Si bien no era el plan inicial, los tipos no iban a rechazar a la mujer teniéndola ahí servida, hubiese sido una picardía, de modo que la conocieron y se saciaron de ella toda aquella noche, y la soltaron al romper el alba. (4)

La mujer se arrastró como pudo hasta la puerta de la casa y allí la encontró su señor cuando salía para seguir su viaje.

¡Levántate y vámonos!dijo él, mas no hubo quien respondiese. Cargó, pues, el cadáver sobre el asno y siguió su camino. (5)

Ya en su casa, cogió un cuchillo y dividió el cuerpo en doce trozos que envió por todo el territorio de Israel, a modo de mensaje. (6) Con el calor que hacía por esos pagos, no quisiera estar en las sandalias del cartero que debió soportar el hedor de esos paquetes mientras andaba por el desierto.

Ante esto, la gente del pueblo se sorprendió y se indignó sobremanera.

¡Nunca se ha hecho ni jamás se ha visto cosa semejante, desde el día en que los hijos de Israel subieron de Egipto hasta el día de hoy! —decían.

Y decidieron reunirse para investigar quién era el culpable y castigarlo.

De manera que se presentaron los jefes de todo el pueblo, de todas las tribus de Israel, en la Asamblea del pueblo de Dios, que constaba de cuatrocientos mil hombres.

Dijeron, pues, los hijos de Israel:

Decid cómo fue hecha esta maldad.

Respondió entonces el levita, que se encontraba entre la concurrencia:

A Gabaa llegué yo con mi concubina, para pasar allí la noche. Mas levantándose contra mí los vecinos, cercaron la casa en la cual me hospedaba. A mí intentaron matarme, y a mi concubina la humillaron, de modo que murió. Por tanto, eché mano de mi concubina y la corté en trozos, y la envié por todo el país de la herencia de Israel, por cuanto se había cometido lascivia execrable y villanía en Israel. He aquí que todos vosotros sois hijos de Israel; dad aquí vuestro parecer y consejo. (7)

Nótese cómo nuestro héroe omite el detalle de que él entregó su mujer a los violadores.

Levantose, pues, todo el pueblo como un solo hombre, diciendo:

Subiremos contra Gabaa de Benjamín, para hacerles conforme a toda la villanía que se ha cometido en Israel.

De esto, yo interpreto que planeaban conocerlos.

Como primera medida, enviaron mensajeros a todas las parentelas de Benjamín, pidiendo que los culpables del hecho deleznable fueran entregados para ser muertos, previo conocimiento. Mas no quisieron los hijos de Benjamín escuchar la voz de sus hermanos; antes bien los hijos de Benjamín de las demás ciudades se reunieron en Gabaa, para salir en guerra contra los hijos de Israel.

Por tres veces, los hijos de Israel consultaron a Dios si debían combatir contra la gente de Benjamín.

En las tres ocasiones la respuesta fue afirmativa, porque Dios aprueba y promueve la matanza entre hermanos. (8)

Benjamín salió vencedor en los dos primeros combates, mas en el tercero fue derrotado. Sus ciudades fueron quemadas y su gente herida a filo de espada. (9) Solo sobrevivieron seiscientos hombres. (10) Hombres en el sentido de gente con pitito, no en el sentido de gente en general. Todos hombres. Ninguna mujer.

Pues bien, resulta que al enterarse del crimen cometido por la gente de Gabaa, los hombres de Israel habían jurado que ninguno de ellos daría su hija a benjamita por mujer. Por tanto, la tribu de Benjamín parecía condenada a la extinción.

Del mismo modo que el levita se quejaba de que hubiesen violado y matado a su mujer, siendo que él mismo la había entregado a sus agresores, ahora la gente de Israel lamentaba la suerte de los benjamitas después de haber aniquilado a sus mujeres.

¿Por qué, oh Jehová, ha acontecido esto, que hoy se eche de menos una tribu en Israel? —clamaban llorando. (11)

Pensaron, entonces, qué podían hacer para ayudar a los benjamitas. Las mujeres debían ser hebreas, eso se sobrentiende. En ningún momento se discute la posibilidad de secuestrar mujeres de otros pueblos: el mestizaje hubiese equivalido a la extinción. De manera que había que buscar una vuelta de tuerca para obtener la solución sin transgredir el juramento. (12)

Todo contrato tiene su letra pequeña, los juramentos a Jehová no escapan a esta regla. Se había dicho que nadie entregaría su hija a un benjamita por propia voluntad. Aquí tenemos una pequeña fisura. También hemos visto con anterioridad que un segundo juramento puede contrarrestar parcialmente al primero.

Al momento de convocar a todas las tribus para tratar el asunto de la mujer descuartizada, los hebreos habían hecho un gran juramento contra las ciudades que no enviasen representantes a la asamblea.

¡Que mueran irremisiblemente! —se había dicho. (13)

Entonces dijeron los hijos de Israel:

¿Quién hay de entre todas las tribus de Israel que no haya subido a la Asamblea de Jehová?

Revisaron las planillas de inscripción, y he aquí que no había venido al campamento hombre alguno de parte de Jabés-galaad. Por lo cual, la Congregación envió allí doce mil soldados para que matasen a todos los hombres, incluidos los niños, y a toda mujer que hubiese tenido conocimiento carnal de varón. Pero a las vírgenes las conservarían con vida para darlas a los benjamitas. (14)

Se ve que las minas de Jabés-galaad eran más bien putonas, porque las vírgenes que se lograron recolectar mediante esta jugada no eran suficientes para cubrir las necesidades de Benjamín. (15)

¿Qué haremos a fin de conseguir mujeres para los que restan? —se preguntaban los ancianos de la Congregación.

Hasta que a alguien se le ocurrió una idea.

Se acercaba la fecha de una fiesta que la gente de Silo hacía todos los años en honor a Jehová. En esta fiesta, las minas salían de la ciudad para bailar en el campo.

Se dijo, pues, a los benjamitas:

Poneos de emboscada en las viñas y estad alerta. Cuando salieren las hijas de Silo, tomad cada cual una para sí y asunto arreglado. (16)

Así lo hicieron los hijos de Benjamín, y Jehová no se enojó con nadie. No se podía culpar a la gente de Silo por faltar a su juramento, puesto que sus mujeres habían sido secuestradas. (17)

De modo que todos vivieron felices y comieron codornices.

Y los platos los lavaron las mujeres, claro.


(1) Descendiente de Leví.
(2) Jueces 19:22
(3) Jueces 19:23
(4) Jueces 19:25
(5) Jueces 19:27, 28
(6) Jueces 19:29
(7) Jueces 20:4-7
(8) Jueces 20:18, 23, 26-28
(9) Jueces 20:48
(10) Jueces 20:47
(11) Jueces 21:23
(12) Jueces 21:7
(13) Jueces 21:5
(14) Jueces 21:8-12
(15) Jueces 21:14
(16) Jueces 21:19-21
(17) Jueces 21:22

domingo, 11 de agosto de 2013

MARCAS EN LA PIEL

En el brazo derecho tiene una cara diabólica, de ojos rojos y orejas puntiagudas, tocada con una galera, que fuma y lanza unos dados. No se ve mano alguna; simplemente, los dados flotan sobre el humo que el engendro del infierno expulsa por la nariz.

En el brazo izquierdo, un dragón de estilo oriental. Vuela sobre una nube negra, típico truco de tatuador para cubrir el escracho que está debajo: un dibujo feo que le había hecho Ulises con una aguja, re tumba.

En la cara interna del antebrazo izquierdo, una cruz. Al derecho o invertida, según cómo la mires.

En la cara externa de los antebrazos, los más recientes. Dos palabras. En el derecho, solve. En el izquierdo, coagula. Son las que tiene escritas en los brazos el Baphomet de Eliphas Lévi, aunque él no lo supiera, al menos conscientemente, a la hora de tatuárselas. Hablan, creo yo, de la capacidad que ha tenido para renacer en distintos momentos de su vida.

En el pecho, un viejo dibujo mío. El rostro de una mujer. También de orejas puntiagudas. Tiene algo de élfico o de vampírico. Mira con aire altivo. No me pidió permiso para tatuárselo, fue una sorpresa. Aún hoy, alguna tarde de verano mientras tomamos unos tes en cueros, cuando por un segundo vuelvo a prestarle atención a pesar de que ya forme parte del paisaje rutinario, me resulta extraño ver ese rostro salido de mi mano que me mira desde su cuerpo.

 Por último, en cada muslo una fecha.


                                                       13/04/98                                 14/04/98


Tatuadas por él mismo.

Enigmáticas.

¿Qué sucedió esos días?

El trece de abril del 98, Erasmo se enteró de que la chica de la que estaba enamorado, compañera suya de colegio, se había puesto de novia con otro.

Volvió a su casa —en aquel entonces vivía con su padre— y se cortó las venas con una hoja de afeitar.

O al menos creyó que se las cortaba.

Se hundió la hoja en el antebrazo, comenzó a perder sangre y se desmayó.

Quedó tendido en el piso del departamento.

Cuando volvió en sí, su padre aún no había regresado del trabajo. Mareado, tardó en recordar lo que había pasado. Permaneció tendido, revolviendo en esa jalea espesa en que se había convertido su memoria, hasta que logró dar con lo que buscaba. Entonces, abrió los ojos y se acercó el antebrazo a la cara. La sangre coagulada impedía apreciar la gravedad de la herida.

Se incorporó con esfuerzo. Se quedó sentado en el piso hasta que la cabeza dejó de darle vueltas. Luego fue al baño y se enjuagó el brazo. Ya casi no sangraba. Con dos dedos, con mucho cuidado, separó los bordes de la herida. Se veían las venas, intactas. El corte no había sido lo suficientemente profundo.

Sintió que era una señal. Al día siguiente, se tatuó las fechas en las piernas. La primera, de su muerte. La segunda, de su renacimiento. Y decidió dejar de usar su segundo nombre para hacerse llamar por el primero: Claudio.

Así me lo contó al poco tiempo de habernos conocido.

Años más tarde, más en confianza, me contó otra versión. El hecho era el mismo, pero variaba el móvil.

El trece de abril del 98, un lunes, un compañero de clase de Erasmo contó que el día anterior su madre había cocinado un pastel de carne delicioso.

—La mía nos hizo unos canelones que estaban para chupar el plato —dijo otro.

Otra madre había cocinado matambre de pollo.

Otra, ñoquis caseros con salsa bolognesa.

Otra, unas empanadas de las que solamente ella sabía la receta.

—Faaa… —dijo uno—. Qué copado cuando tu vieja se pone las pilas y cocina algo rico… Qué buenos que son los domingos…

Varios aprobaron este comentario.

—¿Y la tuya? —preguntó alguien—. ¿Qué te cocina?

Erasmo tardó unos segundos en contestar. Todas las miradas se clavaron en él.

—Galletitas con queso —dijo, con una mueca de ironía.

El grupo largó una carcajada.

—Siempre el mismo vos, eh…

En su casa, lo recibió el silencio al que creía estar acostumbrado. Se dispuso a preparar algo para el almuerzo. No sabía cocinar mucho más que fideos, de modo que fue eso lo que hizo. Se sentó en la cocina a esperar que el agua estuviese a punto. El sonido del hervor lo sacó de su ensimismamiento. Advirtió que estaba en penumbras, unas nubes espesas habían cubierto el sol. Pensó en encender la luz, pero no encontró razones para hacerlo. Los fideos se pasaron, como siempre. Se los quedó mirando, una masa húmeda en el colador.

—No voy a comer esto —dijo.

Fue al baño. Abrió el botiquín. Tomó la máquina de afeitar de su padre y retiró la hoja.