domingo, 30 de marzo de 2014

EL PASILLO DE LA MUERTE


En el 99, mi hermana Silvana se separó de Ulises M, luego de poco más de un año de noviazgo. La ruptura no fue fácil. Ulises era un tipo posesivo al extremo de encerrar a mi hermana bajo llave, con la excusa de protegerla, cada vez que se ausentaba de la casa tomada en la que convivían.

En aquel entonces, nuestros padres vivían en La Pampa. Yo me hospedaba en lo de Roberto P y Claudia J —el hombre que hablaba con los extraterrestres y su mujer—. Cuando Silvana se separó de Ulises, aceptaron hospedarla a ella también —ya comenté que le debían un favor a mi madre—.

Ulises llamaba por teléfono a toda hora y se presentaba en el lugar para intentar convencer a mi hermana de que volviera con él. Silvana no lo atendía. Pero no parecía que Ulises fuera a darse por vencido.

Finalmente, se decidió que Silvana se iría a vivir a La Pampa con nuestros padres. Y Claudia, la dueña de casa, se encargó de informarle esto a Ulises la próxima vez que llamó.

A los veinte minutos, lo teníamos plantado en la entrada con el dedo pegado al timbre.

Claudia abrió la ventana pequeña que la puerta tenía a modo de mirilla.

—¿Qué querés? —preguntó—. Te dije que Silvana se va a La Pampa. Ya no tenés nada que hacer acá.

—Necesito hablar con ella —dijo Ulises—. Es un minuto.

—No hay nada que hablar —dijo Claudia—. Es una decisión tomada. Silvana es una menor y tiene que estar con sus padres.

—¡Quiero despedirme!

—¡Silvana no quiere verte más!

—¡Que me lo diga ella! ¡Usted qué se mete!

—¡Sus padres me nombraron su tutora! ¡Y ahora andate si no querés que llame a la policía!

Dicho esto, Claudia cerró la ventanita.

Ulises pegó el dedo al timbre otra vez.

—Pero qué hijo de puta… —dijo Claudia.

El timbre siguió sonando unos minutos. Después, silencio absoluto.

—Parece que se cansó —dije.

—¿A ver? —dijo Claudia. Se puso en cuclillas y miró por el ojo de la cerradura.

—¿Está? —pregunté.

—No lo veo.

Entonces, escuchamos la voz de Ulises.

—¡Silvana! ¡Por favor! ¡Perdoname! ¡Dame otra oportunidad!

—No lo puedo creer… —dijo Claudia.

—¡Te juro que voy a cambiar! —siguió Ulises—. ¡No te vayas! ¡No sé cómo voy a hacer para vivir sin vos!

—Es un escándalo… —dijo Claudia—. Nos está haciendo quedar mal con todos los vecinos…

El qué dirán era una de las mayores preocupaciones de Claudia —como ella miraba todo el tiempo la vida de los demás, creía que todos miraban la de ella—. Suficiente desgracia era lidiar con un marido que a quien se cruzara en su camino le hablaba sobre los mensajes que recibía de extraterrestres, como para también tener que soportar a este animal recitando a viva voz en su puerta el manual del amante despechado.

—¡Te amo, Silvana! ¡Te amo! ¡Te amo!

Me asomé a la habitación de mi hermana. Acostada de cara a la pared, cubría sus oídos sosteniendo una almohada alrededor de su cabeza.

Volví al comedor.

—Hacé algo, Roberto… —decía Claudia.

Roberto estaba sentado a la mesa, de brazos cruzados, las piernas estiradas. Todo su cuerpo expresaba rechazo a ejecutar cualquier acción.

—¿No vas a hacer nada? —preguntó Claudia.

—¿Qué querés que haga? —dijo Roberto—. Llamá a la policía, como le dijiste.

—¿Vos estás loco? —dijo Claudia—. Eso es lo único que falta para que los vecinos tengan el espectáculo completo. Vamos a salir en Crónica.

—¡Te amo! —seguía Ulises—. ¡Te amo! ¡Te amo!

Claudia caminaba de un lado a otro. Bufaba. En su cara se había instalado el rictus de perro que va a morder. Parado en un rincón, yo miraba el piso, para evitar establecer contacto visual con ella.

Súbitamente, Ulises dejó de gritar. Después de un rato, miré por el ojo de la cerradura y vi cómo se alejaba. Suspiré.

—Se va —dije, y me desplomé en una silla.

Claudia esperó un tiempo prudencial y abrió la ventanita de la puerta.

—Dios… —dijo.

La miré.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Mirá lo que está haciendo.

Una vez, hace varios años, para distraerme durante algún viaje largo, me puse a confeccionar una lista mental de las escaleras y los pasillos que habían sido significativos en mi vida. Es probable que, a la mayoría de ustedes, esto que acabo de decir le resulte sumamente extraño. Pero cosas como esta —o qué diez personas llevaría a una estación espacial donde tuviera que estar confinado de por vida, por ejemplo— son las que a veces pienso cuando me sobra el tiempo en condiciones en las que no puedo utilizarlo para nada mejor. Al menos, así era antes de que, luego de varios intentos infructuosos a lo largo de mi vida, lograra silenciar el diálogo interno y aprender a meditar. Cosa que conseguí por primera vez —juro que esto es verdad— sentado en un inodoro. Pero esa es otra historia, ahora no quiero desviarme demasiado de lo que estoy contando.

Decía, entonces, que me puse a confeccionar una lista de las escaleras y los pasillos importantes de mi vida. Hoy, las escaleras no vienen a cuento. De los pasillos, recuerdo tres.

Uno es el que comunicaba el PH de Homero, uno de los perros que paseaba cuando me dedicaba a eso, con la puerta de calle. Un poco inquietos por mi desaparición momentánea, al verme surgir del pasillo nuevamente después de que dejara a Homero en su hogar, los otros perros se alborotaban y me recibían pegando saltos y sacudiendo las colas con violencia —salvo aquellos que estaban ocupados en tratar de garcharse a algún compañero, o en evitar ser garchados—. Luego se abalanzaban sobre mí deshaciéndose en muestras de afecto, con esa mezcla de contento y alivio que exhiben estos animales cuando se reencuentran con uno. Como si, a pesar de ser una rutina repetida hasta el hartazgo, durante la ausencia de uno pensaran que esta vez la separación podría ser definitiva. Para alguien a quien le gustan los animales, esta muestra brutal de cariño es algo muy emotivo. Por eso, aquel pasillo había quedado grabado en mi memoria y en mi corazón.

Otro es el que, en la casa de mi abuela Yolanda, desembocaba en la habitación que había sido la de mis tías. La casa era tétrica en su totalidad, pero ese pasillo era el lugar que más miedo me daba. En la habitación de mis tías había un espejo de cuerpo entero, colocado justo frente a la entrada. De modo que, cuando la puerta de la habitación estaba abierta, al asomarme al pasillo veía a lo lejos mi propia imagen. Con el ambiente oscuro y la disposición de ánimo en que me dejaba el rumor casi constante de la caldera que alimentaba la calefacción central, aquella figura dejaba de parecerse a mí y se transformaba en un engendro del infierno.

Las noches que me quedaba a dormir y mi abuela me pedía que le buscara algo de la cocina —ella tenía dificultades para andar—, debía pasar forzosamente junto a la entrada de aquel pasillo. Lo hacía acelerando el paso y con la vista baja. Temía mirar el espejo y descubrir que el engendro ya no imitaba mis movimientos.

Al igual que Homero el shar pei, Claudia y Roberto vivían en un PH. Y el tercer pasillo significativo que recuerdo de aquella lista es el que comunicaba ese departamento, el último del complejo, con la calle. Ese pasillo es lo que veo cuando, a pedido de Claudia, me asomo por la ventanita de la puerta. Al final del mismo, se encuentra Ulises. Sentado en el piso, golpea la nuca contra una de las paredes, una y otra vez.

—Hay que hacer algo —me dice Claudia—. Nos van a echar. Tenés que salir a hablarle.

—¿Qué?

—Tenés que decirle que se vaya, Guillermo. Vamos a terminar todos en la calle.

Me la quedo mirando. Abre la puerta.

—Andá.

Titubeo. Salgo.

Frente a mí, el pasillo. Es más largo que de costumbre. Mide kilómetros. Sin embargo, la figura de Ulises se ve enorme. El martilleo de su nuca contra la pared hace temblar el piso. Se confunde con el pulso de la sangre contra mis sienes. Gradualmente, ambos ritmos se vuelven un solo latido. Comienzo a andar, no puedo evitar que mis pasos marquen el mismo compás. Ulises, golpeando su nuca, es quien mueve mis pies, atrayéndome inexorablemente. El sol también ha crecido. Ocupa todo el cielo. El calor es insoportable. Antes de llegar a mi destino, me habré deshidratado. No podré ofrecer resistencia si Ulises decide atacarme. Luego de varios días de caminata ininterrumpida, llego junto a él. El sol no se ha movido de su sitio. Su reflejo en la piel escamada de Ulises, de un rojo intenso, hiere mi vista.

—Hola —digo.

Ulises parece percatarse de mi presencia recién en ese momento. Deja de golpear su nuca contra la pared y me mira. Su cabeza, descomunal, es la de un tigre. Sus ojos fieros están llorando.

—Hola —dice.

Le tiendo mi mano. La estrecha con su garra. Nos quedamos un tiempo en silencio. Miro la calle.

—Yo amo a tu hermana —dice.

—Ajá… —digo.

—¿Cuándo se va?

—Mañana.

Nos quedamos en silencio otra vez. Suspiro.

—Vos no entendés —dice—, porque no sabés lo que es amar a alguien.

Sus palabras son un látigo. Se me eriza la nuca y estoy a punto de mostrar los dientes. ¿Quién sos vos para decir si he sufrido o no por amor?, pienso, pero no digo nada.

Se pone de pie. Despliega sus alas membranosas.

—Decile a Silvana que la voy a estar esperando —dice—. Siempre.

Emprende vuelo. El aire que desplazan sus alas se vuelve un torbellino y su figura cubre el sol. Bendigo el viento fresco de su partida.

domingo, 16 de marzo de 2014

PERROS LAMAN TU SANGRE

Primer Libro de los Reyes, capítulos 21 y 22.


A pesar de la gran exhibición del poder de Jehová hecha por Elías en su duelo con los profetas de Baal, los hebreos, obstinados como ellos solos, seguían adorando a otros dioses y cometiendo vilezas.

Y Acab, rey de Israel, incitado por su mujer Jezabel, era el más vil de todos. (1)

Por esto, Jehová maldijo a Acab por boca de Elías, diciendo: ¡Perros lamerán tu sangre! (2)

Tres años después de esta maldición, Acab partió a la guerra contra Siria para intentar recuperar el dominio de Ramot-galaad, ciudad que antaño perteneciera a Israel. En esta campaña perdió la vida, alcanzado por una flecha. Y corrió la sangre de su herida por el fondo de su carro.

Más tarde, cuando lavaron el carro en el estanque de Samaria, los perros lamieron su sangre, conforme a la palabra que Jehová había hablado.

También las rameras se bañaban allí. (3)


(1) 1° Reyes 21:25
(2) 1° Reyes 21:17-19
(3) 1° Reyes 22:38

domingo, 2 de marzo de 2014

SALGAN AL SOL

Estoy en la librería.

Una señora muy paqueta me pregunta por un libro de Florencia Bonelli.

Le digo que viene en dos formatos.

—El grande sale ciento veintinueve pesos. El de bolsillo, cincuenta y nueve.

Mira los dos. Los sostiene uno cerca del otro.

—¿Por qué el chico es más barato? —dice.

Es el tipo de pregunta que me deja en jaque. Siento el impulso de poner cara de chino y decirle:

—Abre tu mente: en tu pregunta está la respuesta.

Pero opto por explicarle:

—El chico es más barato porque es más pequeño. Tiene menos papel.

—Aaah… —dice, mientras asiente con la cabeza.



Tiempo después, otra señora paqueta. Me pregunta por libros de cocina judía.

Le ofrezco «Pasión por la cocina judía», de editorial Atlántida.

—¿Y uno como éste pero de cocina árabe? —me pregunta.

Le muestro «Pasión por la cocina árabe», también de Atlántida.

—Ajá… —dice, mientras lo hojea. Y me pregunta—: Este es de cocina árabe pero es de cocina judía, ¿no?

Otra vez en jaque. ¿Qué mierda me está preguntando esta vieja?, pienso.

Omito responder. Me fijo los precios de ambos libros en la máquina. Se los digo.

Arremete de nuevo.

—Este es de cocina árabe pero es de cocina judía, ¿no?

Voy a tener que contestarte nomás, pienso. Y tratando de no utilizar el tono de voz con el que le hablaría a una niña de seis añitos, le digo:

—No. Este es de cocina judía. Este es de cocina árabe.

—Aaah…



Derribemos un mito: posición económica no es proporcional a índice de coeficiente intelectual.

lunes, 17 de febrero de 2014

TERCERA VUELTA

«En tus escritos abundan las historias carnales, de arrebatos y violaciones varias, con uso y abuso de poder (¿¿¿O serán justo las que yo leí??? ¡¡¡Mirá que seleccioné al azar!!!). Las historias que leí me recordaban mucho a tu casa cinco, con ese Plutón que abre, Marte que continúa y Venus en Escorpio que cierra. Contadas, además, con la precisión y el control emocional de un Mercurio-Saturno, y Luna en Capricornio.»

—Comentario hecho recientemente por una astróloga sobre mi blog—.



Hoy, Carne con Alambre cumple tres años. Y sigue dándome muchas satisfacciones, por el intercambio de ideas que genera. Cada vez que ustedes comentan alguna entrada y cuando yo visito sus blogs. Y más aún en los encuentros personales que he tenido con algunos de ustedes, que invariablemente han derivado en charlas de horas —aspiro a conocerlos a todos, como ya he dicho—.

En esta tercera vuelta, conocí personalmente a —por orden de aparición—:

Dan, que afortunadamente no escuchó el zumbido de una mosca dentro del cráneo de una mujer.

Bigote Falso, que es una persona múltiple.

vera miloideo, que me citó en una iglesia.

Mateo, de ningún modo merecedor del castigo de Zeus Xenios.

Y Lorena, con quien contemplamos las babas del diablo a la vera del Paraná.

Además, se sumaron virtualmente —también por orden de aparición—: Nena bien —cuyo blog murió cuando aún era un niño—, Malena —nieta de un ángel y de una bruja—, Marla —que defiende a las madres que simplemente son—, nele b —que no quiere ser inmortal—, Begoña Rosamarchita —que busca en las aspas del ventilador unas manos que, cortando el aire, le revuelvan el pelo—, MAGAH —que come pastillas de mentol sin azúcar—, m —que gracias a mí se reencontró con la tristeza—, Zeithgeist —que se rompe el culo (y sin insulina) para equipar a sus hijos virtuales—, Ash Snaga —creador de monstruos— y Ariel Panchez —que tiene pájaros en la cabeza, literalmente—.

Y siguen acompañándome —ya son amigos de la casa—: El Señor Potoca —cuyos conocimientos sobre química lo harían un buen profeta—, José Gabriel —que quiere comprar una casa con prepucios—, Gabriela Aguirre —lacayo de una princesa—, f —uno de los nuestros, como diría Conrad—, Lunática —que carga una mona—, diana bz —dibujante excelente —, Valeria —que saca monedas del barro—, Rosi Ta —con quien compartimos el amor por los animales, y la curiosidad por el origen y la naturaleza de la maldad—, Hugo —que sigue pirateando, lo cual es genial y agradezco mucho; pero que estaría bueno que vuelva a escribir—, Dany  —cuyo blog ya existe en formato papel y estamos esperando la fiesta de presentación—, Yoni Bigud —que bajó al Edén y volvió—, Viejex —al otro lado del espejo—, Juanita is dead —que se iba, que no se iba, que se iba, que no se iba y que finalmente se fue— y Nachox —cuyo blog está congelado, aunque sospecho que tiene muchas cosas para decir—.

Alzo, pues, esta jarra de grog rebajado con pomelo, y brindo por este espacio y por todos ustedes.

Gracias por tantas alegrías.

¡Salud!

domingo, 2 de febrero de 2014

REPULSIÓN

Fecha: Lun, 05 Dic 2007 10:16
De: veronicabellyd@hotmail.com
A: claudiog@yahoo.com.ar
Asunto: Empanada


Podía aceptar al nuevo Claudio, al que me dedicaba menos tiempo. Pero no puedo aceptar al Claudio que tiene cambios bruscos de ánimo y me agrede (y encima delante de la gente).

Perdoná si herí tus sentimientos con respecto a tu amigo. La verdad es que nunca me cayó muy bien. Me parece muy vago. Pasear perros no es un trabajo y no le preocupa progresar, por lo que veo. No entiendo tu amistad con él, ya que vos no sos así. En fin, debe tener otras cosas que comparten. Vos sabrás.

Perdoná que se me haya caído la empanada. Tengo que ser menos torpe.


Entre todas las mujeres que estuvieron con Claudio desde que lo conozco, existió Verónica R. Ni Viviana ni Natalia me caían bien —hubo otras que sí—, pero con Verónica la cosa iba más allá: desde un comienzo sentimos una aversión mutua. La mayoría de ustedes habrán vivido algo así con cierta gente. Lo contrario al amor a primera vista: un flechazo de repulsión instintiva. Un sexto sentido animal nos alerta contra el animal que tenemos enfrente.

Verónica bailaba danza árabe y se había hecho de cierto renombre dentro del ambiente. Era una mujer materialista y boba. Tenía tetas compradas, cara de pájaro y la actitud de una diva.

Frente a ella, Claudio exhibía su faceta más superficial. Y las charlas sobre temas profundos o con cierto contenido intelectual las reservaba para cuando se reunía conmigo. Verónica era muy demandante, exigía estar presente cada vez que Claudio y yo nos encontrábamos. Claudio no sabía poner límites a eso. Cuando nos reuníamos, entonces, ella se quedaba en una habitación contigua leyendo alguna revista o mirando la televisión.

Sin embargo, en una oportunidad nos juntamos sin estar ella presente. Se había quedado en su casa con una amiga. Se hicieron las ocho de la noche y Claudio se ofreció a acercarme con el auto. Como más tarde ellos dos se reunirían, pasamos previamente por lo de Verónica para avisarle.

—Bancame un toque —dijo Claudio, y se bajó del coche.

Entró a la casa. No tuve que esperar más de cinco minutos. Volvió al auto, cerró de un portazo y arrancó a toda velocidad. Su cara se había transfigurado: el ceño fruncido, la boca apretada en una línea blanquecina. Conducía con los puños crispados, las venas le latían en el cuello musculoso. El cambio no me sorprendió sobremanera, que discutiera con Verónica era algo muy habitual. Sólo me extraño que cinco minutos les hubiesen bastado para pelearse.

Recién a mitad del camino rompió el silencio, sin apartar la vista del frente.

—Estaba comiendo empanadas con la amiga. «Llevate una para el viaje», me dijo. «Dame otra para Guillermo», le pedí. Me estaba dando la mía y la caja se le resbaló para un lado, y una empanada se le cayó al piso. «Dale esa», me dijo.

domingo, 19 de enero de 2014

DUELO DE PROFETAS

Primer Libro de los Reyes, capítulo 2 al 18.


David, hijo de Isaí, reinó sobre todo Israel.

Y fueron los días que reinó sobre Israel cuarenta años.

Y murió en buena vejez, saciado de días, y de riquezas, y de gloria. Y Salomón, su hijo, reinó en su lugar. (1)

En un comienzo, Salomón fue un hombre justo y devoto de Jehová. Pero después se fue enganchando con un montón de minitas extranjeras y comenzó a adorar a los dioses de ellas. (2)

Oh, Dios, ¿será posible que las mujeres siempre arruinen todo?

Con lo cual se indignó Jehová contra Salomón, puesto que su corazón se había apartado de Jehová el Dios de Israel.

Por tanto, Jehová dijo a Salomón: Por cuanto no has guardado mi pacto y mis estatutos, sin falta rasgaré tu reino y lo daré a un siervo tuyo. Sólo que en tus días no haré esto, por amor a David tu padre, sino que lo rasgaré de mano de tu hijo. Mas no le arrebataré el reino todo; le dejaré una tribu, por amor a David mi siervo.

Y así fue. Luego de muerto Salomón, reinó en su lugar su hijo Roboam. Los israelitas no estaban contentos con él, porque era un tirano explotador, (3) de modo que se sublevaron y constituyeron como rey a Jeroboam. Sólo la tribu de Judá siguió fiel a Roboam.

Sin embargo, Jeroboam no fue mejor que Roboam. Ambos hacían lo que era malo a los ojos de Jehová, permitiendo que sus súbditos adoraran a otros dioses, fueran homosexuales (4) y cosas por el estilo. A partir de aquí, como antes ocurriera con los jueces, los monarcas de ambos reinos se van sucediendo, siendo algunos buenos y otros malos a los ojos de Dios. Y la suerte de sus reinos está ligada a su comportamiento: los que se portan bien son premiados —vencen a sus enemigos—, los que se portan mal son castigados —son vencidos por sus enemigos—. Pero este mecanismo, que serviría para amaestrar a un mono, no funciona con esta gente. Son tan viles que siguen pecando a pesar de todo: los períodos malos superan a los buenos hasta que, finalmente y como consecuencia de esto, ambos reinos son destruidos —Israel por los asirios y Judá por los babilonios— y sus habitantes son deportados a otras tierras ocupadas por los imperios invasores.

Esto que resumo es, prácticamente, todo lo que pasa en los dos libros de los Reyes y en los dos de las Crónicas. Si el libro de los Jueces era aburrido, estos cuatro lo son más. Salvo, claro, algunos episodios que les narraré en esta ocasión y en próximas entregas.

Apretemos, pues, la tecla de avance rápido nuevamente.

Jeroboam, rey de Israel, muere. Lo sucede su hijo Nadab. Nadab es malo. Reina dos años. Baasa conspira contra él, lo mata y reina en su lugar. Baasa es malo. Reina veinticuatro años. Muere y lo sucede su hijo Ela. Ela es malo. Reina dos años. Zimri conspira contra él, lo mata y reina en su lugar. Zimri es malo. Reina siete días. Es derrocado por Omri y se suicida. Omri es más malo que todos los reyes anteriores. (5) Reina doce años. Muere y lo sucede su hijo Acab.
  
Y acab volvemos… Perdón: y acá volvemos a la velocidad de avance normal.

Acab hizo lo que era malo a los ojos de Jehová más que todos los reyes de Israel que habían sido antes de él. Porque aconteció que tomó por mujer a Jezabel, hija del rey de los sidonios, y edificó un templo a Baal, y le adoró.

En ese tiempo aparece en escena Elías, uno de los profetas más importantes de la Biblia, feroz oponente de Acab y Jezabel. A partir de que anuncia a Acab la sequía que se viene como castigo por su conducta, es perseguido y permanece escondido durante tres años.

Cumplido ese plazo, Elías tuvo revelación de Jehová que decía: Anda, muéstrate a Acab, porque voy a dar lluvia sobre la tierra.

Elías fue al encuentro de Acab.

¿Estás tú aquí, perturbador de Israel? —dijo Acab al verlo.

Yo no he perturbado a Israel —respondió Elías—, sino tú y la casa de tu padre, por haber dejado los mandamientos de Jehová y haber seguido a Baal. Ahora bien, congrégame a todo Israel en el monte Carmelo. Y también a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal.

Por alguna razón que se me escapa, a pesar de que durante la ausencia de Elías los demás profetas de Jehová habían sido sistemáticamente perseguidos y aniquilados, Acab obedece la orden de Elías en vez de capturarlo y ejecutarlo.

Supongo que el escritor estaba muy caliente con la escena que sigue —a mí me habría pasado lo mismo, está re copada— y no se le ocurrió un modo más verosímil de llegar a ella.

Estaban, pues, todos los hijos de Israel y los profetas de Baal reunidos en el monte Carmelo.

Y Elías dijo al pueblo:

¿Hasta cuándo vacilaréis entre dos opiniones? Si Jehová es Dios, seguidle; mas si lo es Baal, entonces seguidle a él.

Mas el pueblo no respondió palabra.

—Bueno —dijo Elías—, miren, hagamos una cosa: traigan dos terneros, uno para los profetas de Baal y uno para mí. Los cortamos y, ellos en su altar y yo en el mío, los ponemos sobre leña, pero sin encenderla. Después, cada uno invoca a su dios. Y el dios que responda encendiendo el fuego, es el Dios posta. (6)

A lo cual respondió todo el pueblo:

¡Bien dicho!

—Arranquen ustedes que son más —dijo Elías a los profetas de Baal. (7)

Entonces, ellos agarraron su ternero, lo prepararon e invocaron a su dios, diciendo: ¡Oh Baal, óyenos! Y los cuatrocientos cincuenta saltaban junto al altar, y clamaban a grandes voces, y se tajeaban a ellos mismos con cuchillos, conforme a su costumbre, hasta chorrear sangre (8) —algo así como punks haciendo pogo en un recital de GG Allin—.

Pero no pasaba nada.

Y, mientras, Elías se burlaba de ellos.

—¡Griten más fuerte! —decía—. Es dios, pero quizás está de viaje. ¡O tal vez duerme y hay que despertarlo! (9)

Así estuvieron desde la mañana hasta la tarde, mas no hubo quien respondiese.

Entonces, Elías dijo al pueblo:

Acercaos a mí.

Y el pueblo se le acercó. Y él compuso el altar de Jehová que estaba derribado, e hizo alrededor del altar una zanja. Luego, preparó la leña y puso sobre ella el ternero trozado. Y, nomás pa’ hacerse el guapo, dijo a quienes le rodeaban:

Llenad cuatro cántaros de agua y derramadla sobre el holocausto y sobre la leña.

Y ellos obedecieron.

—Otra vez —dijo Elías.

Y ellos lo hicieron de nuevo.

—Otra vez más —dijo Elías.

Y ellos lo volvieron a hacer, de modo que el agua corría alrededor del altar, y también la zanja quedó llena de agua. (10)

Y Elías dijo:

¡Oh Jehová, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, hoy mismo sea conocido que tú eres Dios en Israel! ¡Respóndeme, oh Jehová, respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, Jehová, eres el Dios verdadero!

Entonces —charáaan—, cayó el fuego de Jehová y consumió el ternero, y la leña, y las piedras, y el polvo; y aun lamió el agua que había en la zanja.

¡Un aplauso para el asador!

Y lo vio todo el pueblo, por lo cual cayeron sobre sus rostros, diciendo:

¡Jehová es el Dios! ¡Jehová es el Dios!

Y Elías les dijo:

¡Atrapad a los profetas de Baal! ¡No se escape ni uno!

Ellos obedecieron. Y Elías llevó a los profetas a un arroyo, y allí los degolló. (11)


(1) 1° Crónicas 29:26-28 
(2) 1° Reyes 11:1-5
(3) 1° Reyes 12:1-5, 12-14
(4) 1° Reyes 14:24
(5) 1° Reyes 16:25
(6) 1° Reyes 18:23, 24
(7) 1° Reyes 18:25
(8) 1° Reyes 18:26, 28
(9) 1° Reyes 18:27
(10) 1° Reyes 18:33-35
(11) 1° Reyes 18:40

domingo, 5 de enero de 2014

SIN ARREGLO

Ulises tenía cierta habilidad para reparar electrodomésticos. Era algo que había aprendido solo. Abriendo, desarmando y volviendo a armar, rompiendo. Gracias a la práctica y mediante el método de prueba y error, había adquirido algunos conocimientos técnicos que volvía a aplicar ante situaciones conocidas. El resto de las veces, sus manos operaban movidas por la intuición.

A menudo, terminaba un trabajo y, habiendo ensamblado el aparato y comprobado su funcionamiento, descubría que le habían quedado algunas piezas afuera.

—Si así funciona, es porque esto sobraba —decía, y daba por liquidado el asunto.

Un día, decidió lucrar con su habilidad. Se asoció a un amigo que también se daba algo de maña con los aparatos y juntos iniciaron un pequeño emprendimiento comercial.

El ochenta por ciento de las veces, lograban arreglar el electrodoméstico. En el resto de las ocasiones, el aparato terminaba con daños irreparables.

Para zafar, Ulises y su compañero entregaban al damnificado otro aparato.

¿De dónde lo sacaban?

De otro cliente.

Así pateaban el problema para adelante.

Cuando el segundo cliente reclamaba su televisor, por ejemplo, le decían que el arreglo se había demorado por un imprevisto. Y esperaban a que cayera un incauto con un tercer televisor, para solucionar el conflicto del mismo modo que el anterior. Y así.

Obviamente, el elemento aportado por el próximo cliente no siempre equivalía al objeto demandado por la víctima —tal vez el nuevo elemento era una aspiradora—, lo cual demoraba las cosas.

A medida que el tiempo pasaba, se iba haciendo más difícil resolver este tipo de situaciones. Ya que en el medio de este proceso tarde o temprano se rompía otro televisor, cortando la cadena de indemnizaciones —o más bien obligando a iniciar una segunda, paralela a la primera— y generando otro cliente descontento, simultáneo al anterior.

Cada vez que se rompía un aparato de naturaleza distinta a los dañados anteriormente —licuadora, radio, secarropas—, se iniciaba una nueva cadena de indemnizaciones. Si bien esto aumentaba las probabilidades de que el objeto aportado por la próxima víctima resolviera alguno de los problemas en espera, los damnificados simultáneos fueron aumentando de tal forma que nuestros dos emprendedores estaban todo el tiempo haciendo malabares con los electrodomésticos disponibles.

—Una vecina me dio esta videocasetera —decía, por ejemplo, Ulises.

—Bárbaro, la arreglamos y se la damos a la vieja de Sarmiento —decía su compañero. Y agregaba—: Che, hoy el dueño de la rotisería volvió a reclamar el ventilador…

—Creo que mañana entra uno —decía Ulises.

Todas las cadenas se cortaron al mismo tiempo. El día que un gordo gigantesco, dueño de un minicomponente, perdió la paciencia y, aferrando a Ulises por el cuello, lo alzó en el aire al tiempo que lo amenazaba con un puño del tamaño de un melón.

De inmediato, Ulises le entregó el dinero equivalente al valor de un equipo nuevo y abandonó el negocio. Entendió que sus ocupaciones habituales, el robo nocturno de comercios y el asalto a mano armada, eran actividades menos riesgosas que esta.