lunes, 30 de septiembre de 2013

NO ESTÁS SOLO

Cuando era chico, Ulises hablaba con un espíritu que vivía en su casa.

«Yo lo veía», me dice. «Era un viejo de barba larga. Lo podía dibujar y todo.»

El viejo estaba siempre debajo de la mesa del comedor. Ulises se metía debajo de la mesa y hablaba con él. Hizo esto de los seis años a los trece.

«Me voy a hacer cargo de vos hasta que conozcas a tu papá», le decía el viejo —el padre de Ulises se había marchado de la casa antes de que él naciera—. «Pero no puedo hacer nada para que tu mamá deje de pegarte.»

Pocos días después de que Ulises cumpliera los trece años, una vez que el viejo y él estaban conversando, Graciela irrumpió en el comedor insultándolo a gritos y le ordenó que saliera de debajo de la mesa.

«Hacele caso», dijo el viejo. «Salí.»

«Pero me va a pegar…», dijo Ulises.

«Salí y dale una cachetada.»

«¿Cómo le voy a levantar la mano a mi mamá?»

«Dale una cachetada y no te va a volver a pegar nunca más. Sé que te cuesta, pero lo tenés que hacer.»

Ulises salió de debajo de la mesa. Su madre se le tiró encima para pegarle. Ulises le metió un bife. Graciela retrocedió unos pasos y se quedó inmóvil. Más fuerte que el impacto del golpe fue la sorpresa.

«Si me volvés a tocar, te apuñalo», dijo Ulises.

Fue la última vez que su madre intentó golpearlo.

Ulises cargó algunas cosas en su mochila y partió, con la firme determinación de encontrar a su padre.

domingo, 15 de septiembre de 2013

SAÚL, DAVID Y CIEN PREPUCIOS COMO DOTE

Primer Libro de Samuel, capítulo 8 al 28.


El último de los jueces justos de Israel fue Samuel.

Mas aconteció que cuando Samuel era ya viejo, puso por jueces a sus hijos Joel y Abías.

Pero no anduvieron los hijos por los caminos de su padre, sino que declinaron tras el interés, y aceptaron sobornos, y pervirtieron el derecho.

A raíz de esto, los ancianos de Israel se congregaron y fueron a Samuel a pedirle que constituyera sobre ellos un rey para que los juzgara, como era usanza de otras naciones.

Jehová tomó esto como una afrenta, puesto que era él quien reinaba sobre Israel. Pidiendo un rey, el pueblo lo estaba desechando. No obstante, luego de advertir a los hebreos lo que implicaría tener un rey como otras naciones —ceder sus hijos como siervos y siervas, pagar tributo, etc.—, accedió a la demanda. (1)

Obviamente, el rey lo elegiría él. Y el primero a quien eligió fue Saúl. Pero Saúl se mandó dos cagadas y Jehová se arrepintió de haberlo elegido. (2) Como antes se había arrepentido de haber creado a la humanidad y de tantas otras cosas. Porque, repito, el Dios de los hebreos no era infalible: eso del Dios omnisciente, conocedor de dónde terminan todos los caminos, es un invento cristiano. Jehová se guiaba por corazonadas y muchas veces le pifiaba. Y todos sus errores los solía reparar de la misma forma: mediante la destrucción.

La primera cagada que se mandó Saúl fue ofrecer él mismo un holocausto a Jehová, siendo que, al no ser sacerdote, no tenía permiso para hacerlo.

El pueblo se había agrupado, con él al mando, para batallar contra los filisteos. Samuel, que sí era sacerdote, había dicho que se reuniría con ellos en el término de siete días. Cumplido ese plazo, Samuel aún no aparecía y el combate era inminente. El pueblo, atemorizado ante el despliegue de fuerzas de los filisteos, comenzaba a dispersarse. En estas circunstancias es que Saúl decide hacerse cargo él mismo del sacrificio de las reses en honor a Jehová, acto que ya sabemos era indispensable para ganar su favor —con el estómago vacío no te movía un dedo—. Con esto, pretendía infundir valor en el corazón de los hebreos. (3)

La segunda cagada que se mandó Saúl fue no matar a la totalidad de los prisioneros tras un combate contra los amalecitas ni destruir todos sus rebaños, tal cual había ordenado expresamente Jehová. (4)

Como verán, ninguna de las dos faltas de Saúl fue cometida por mala fe —lo mejor de los rebaños de los amalecitas no fue conservado por codicia, sino para ser sacrificado como ofrenda a Jehová—. (5)

¿Cuál fue el pecado, entonces?

El no haber obedecido ciegamente. El haber obrado con autonomía y usando la razón. Porque en lo que sí coinciden la religión judía y la cristiana —y, hasta donde yo sé, también el islamismo— es en que promulgan el sometimiento absoluto a la voluntad de Dios. (6)

Por estas faltas, pues, Jehová decide cambiar a Saúl por David. (7) Pero no destruye de inmediato al primero para poner al segundo en su lugar, escoge para esto un camino más sinuoso. Entrecruza las vidas de ambos de manera tal que entre ellos nace una amistad, (8) y luego le hace saber a Saúl que es David quién goza ahora de su favor y quién habrá de reemplazarlo, destronándolo. (9) Se forma así un triángulo entre ellos dos y Jehová, con Saúl oscilando entre el odio y la culpa, e intentando matar a David reiteradas veces para luego arrepentirse. (10)

Yo veo un paralelismo notable entre esta historia y la de Caín y Abel, aunque el desenlace sea distinto.

La historia de Saúl y David es la única de la Biblia que me gusta genuinamente y de algún modo me conmueve —las otras sólo me indignan y me divierten—. Para conocerla, les recomiendo que lean Saúl, la obra teatral de André Gide, donde él narra con maestría las relaciones tortuosas de este triángulo y las de otro: el triángulo gay formado por David, Saúl y su hijo Jonatán. (11)

Yo sólo he de narrarles un pequeño episodio en particular.

Luego del famoso combate en el que David derriba a Goliat con su honda, Saúl y David —junto con el resto de los combatientes— son recibidos por las mujeres de Israel que, bailando y tocando panderos, cantan:

¡Hirió Saúl sus miles; mas David, su diez miles!

A partir de aquí es que Saúl comienza a ponerse celoso de David, (12) y en poco tiempo esos celos mutan en odio y temor. (13)

Saúl desea que David muera.

Primero, en un rapto de locura, intenta matarlo arrojándole una lanza mientras David toca el arpa en su presencia (14) —tal era la función que David cumplía en la corte en un principio, antes de que se revelara su veta guerrera y se lo pusiera al mando de un grupo de soldados: tañer el arpa para apaciguar a su rey cada vez que a éste lo torturaban sus demonios internos—. (15)

Después, planea hacerlo morir a manos de los filisteos. A tal fin, le ofrece la mano de su hija Micol. (16) Cuando David declara no tener dinero para pagar la dote, Saúl le manda a decir:

No desea el rey dote alguna, sino cien prepucios de filisteos, para vengarse de sus enemigos. (17)

Con lo cual pareció a David cosa muy acertada ser yerno del rey (18) —por Dios, qué gente extraña estos hebreos…—.

David, pues, se pone en campaña para conseguir los prepucios, con la ayuda de sus hombres. Desafiando los pronósticos de Saúl, no sólo no pierde la vida en esta empresa, sino que retorna con el doble de lo pedido: es decir, con doscientos prepucios. (19)

Saúl cumple su palabra y cede la mano de su hija a David.

Lo que yo me pregunto es quién fue el desgraciado que tuvo que abrir la bolsa y contar uno por uno los anillitos de piel ensangrentados.


(1) 1º Samuel 8:7-22
(2) 1º Samuel 15:35
(3) 1º Samuel 13:4-14
(4) 1º Samuel 15:2, 3, 7-10
(5) 1º Samuel 15:13-15
(6) 1º Samuel 15:19-23
(7) 1º Samuel 16:1
(8) 1º Samuel 16:21, 22
(9) 1º Samuel 28:16, 17
(10) 1º Samuel 24:16-19; 26:21
(11) 1º Samuel 20:30; 2º Samuel 1:26
(12) 1º Samuel 18:6-9
(13) 1º Samuel 18:12
(14) 1º Samuel 18:10, 11
(15) 1º Samuel 16:14-16, 23
(16) 1º Samuel 18:20, 21
(17) 1º Samuel 18:25. Ojo: algunas traducciones pacatas tergiversan esto y dicen cien cabezas en vez de cien prepucios. Si la que tienes en tus manos es una de ellas, pide otra biblia a tu hermano, o googléalo, y verás que no miento.
(18) 1º Samuel 18:26
(19) 1º Samuel 18:27

domingo, 1 de septiembre de 2013

PIDE UN DESEO

El padre de Walter N era policía.

Cuando Walter era adolescente, cada vez que el padre juzgaba que se había portado mal, lo azotaba con el garrote reglamentario y lo encerraba por un día en el calabozo de la comisaría.

Falleció joven, antes de que su hijo cumpliera los dieciocho años.

Una década después, Ulises, Claudio y Walter están echados en el pasto, en la plaza de San Martín. Medio borrachos, medio drogados, adormecidos por el sol de la siesta. El silencio sólo es interrumpido, de cuando en cuando, por el zumbido de alguna mosca, hasta que Ulises habla.

—Si ahora mismo aparece un duende y nos dice que le pidamos un deseo, uno cada uno, ¿qué le piden?

Los otros dos no contestan.

—Lo que sea —sigue Ulises—. Lo que siempre desearon, por más que les parezca imposible. Pídanselo al duende y él lo hará realidad.

Tampoco obtiene respuesta. Los otros dos duermen con los ojos abiertos. Unas nubes cubren el sol. Se levanta una pequeña ráfaga de aire que hace revolotear algunas hojas alrededor de los tres compañeros. El sol vuelve a brillar, más intenso que antes. Cocina la piel. Una mosca se posa sobre la frente de Walter. Recorre el pómulo, la mejilla, el rostro de madera tallado a cuchillo, hasta llegar a los labios. Walter se lleva la mano a la boca. La mosca emprende vuelo. Hace un par de ochos en el aire y se posa en el mismo punto que acaba de abandonar.

—¡Ey! —dice Ulises.

Los otros dos se sobresaltan. No mucho, levemente.

—¿Qué? —pregunta Claudio, que parece más despierto.

—¡Tienen que pedirle un deseo al duende! —dice Ulises.

—Qué rompebolas… —dice Claudio.

—Yo le pediría garcharme a Flavia Palmiero —dice Ulises—. Desde chico que le tengo ganas. Desde que la veía en La Ola Verde.

Silencio de nuevo.

—¿Vos? —pregunta Ulises—. ¿Qué le pedirías?

—Garcharme a Carlitos Balá —dice Claudio—. De chico lo veía todas las tardes.

Ulises se ríe.

—Le das el chupete para el chupetómetro —dice.

Cuando termina de festejar su propio chiste, arremete otra vez.

—¿Vos, Walter? —pregunta—. ¿Qué le pedirías al duende?

Walter parece estar en otro lado, los ojos rojos clavados en la nada. Sin embargo, luego de unos segundos da su respuesta.

—Que mi viejo volviera —dice—. Aunque sea por un rato.

Incómodos, Claudio y Ulises cruzan miradas. Walter completa:

—Para cagarlo a trompadas.

domingo, 18 de agosto de 2013

HUMILLAD A NUESTRAS MUJERES

Jueces, capítulo 19 al 21.


Después de la muerte de Sansón, salteamos dos capítulos aburridos y llegamos a otra historia muy interesante.

Hubo una vez cierto levita (1) que, viajando junto con su mujer desde Bet-lehem hacia la serranía de Efraín, decidió pasar la noche en Gabaa, ciudad de la tribu de Benjamín.

Como nadie les dio cobijo, los viajeros acamparon en la plaza de la ciudad.

Mas he aquí que un anciano que volvía de trabajar en el campo los encontró allí y los invitó a su casa, a comer y a dormir.

Estaban morfando lo más tranquilos —los dos viajeros, el anfitrión y su hija—, cuando unos hombres de la ciudad rodearon la casa, golpearon la puerta y dieron voces al anciano diciendo:

¡Saca fuera al hombre que tienes ahí, y le conoceremos! (2)

Algún lector incauto puede interpretar que esta gente pretendía conocer al levita en el sentido que nosotros damos a la palabra; pero, como ya he aclarado en otras ocasiones, cuando en la Biblia dice conocer, a menudo debemos leer empernar.

A quienes siguen este blog desde hace tiempo, esta historia les recordará a otra. Ya he dicho que el librito este es medio reiterativo. Pero esta vez el desenlace será distinto: no habrá ángeles que acudan a encandilar a los malhechores.

Salió, pues, el dueño de la casa, y dijo:

No, hermanos míos, no hagáis esta maldad, os lo ruego. He aquí a mi hija, virgen, y la concubina de él; a estas os sacaré, si os place, y humilladlas, haciendo con ellas como bien os pareciere. Mas no hagáis a este hombre cosa tan nefanda. (3)

Pero los hombres no quisieron escucharle, ellos querían hacerle el orto al forastero.

Entonces, el levita asió a su concubina y la arrojó afuera de la casa. Si bien no era el plan inicial, los tipos no iban a rechazar a la mujer teniéndola ahí servida, hubiese sido una picardía, de modo que la conocieron y se saciaron de ella toda aquella noche, y la soltaron al romper el alba. (4)

La mujer se arrastró como pudo hasta la puerta de la casa y allí la encontró su señor cuando salía para seguir su viaje.

¡Levántate y vámonos!dijo él, mas no hubo quien respondiese. Cargó, pues, el cadáver sobre el asno y siguió su camino. (5)

Ya en su casa, cogió un cuchillo y dividió el cuerpo en doce trozos que envió por todo el territorio de Israel, a modo de mensaje. (6) Con el calor que hacía por esos pagos, no quisiera estar en las sandalias del cartero que debió soportar el hedor de esos paquetes mientras andaba por el desierto.

Ante esto, la gente del pueblo se sorprendió y se indignó sobremanera.

¡Nunca se ha hecho ni jamás se ha visto cosa semejante, desde el día en que los hijos de Israel subieron de Egipto hasta el día de hoy! —decían.

Y decidieron reunirse para investigar quién era el culpable y castigarlo.

De manera que se presentaron los jefes de todo el pueblo, de todas las tribus de Israel, en la Asamblea del pueblo de Dios, que constaba de cuatrocientos mil hombres.

Dijeron, pues, los hijos de Israel:

Decid cómo fue hecha esta maldad.

Respondió entonces el levita, que se encontraba entre la concurrencia:

A Gabaa llegué yo con mi concubina, para pasar allí la noche. Mas levantándose contra mí los vecinos, cercaron la casa en la cual me hospedaba. A mí intentaron matarme, y a mi concubina la humillaron, de modo que murió. Por tanto, eché mano de mi concubina y la corté en trozos, y la envié por todo el país de la herencia de Israel, por cuanto se había cometido lascivia execrable y villanía en Israel. He aquí que todos vosotros sois hijos de Israel; dad aquí vuestro parecer y consejo. (7)

Nótese cómo nuestro héroe omite el detalle de que él entregó su mujer a los violadores.

Levantose, pues, todo el pueblo como un solo hombre, diciendo:

Subiremos contra Gabaa de Benjamín, para hacerles conforme a toda la villanía que se ha cometido en Israel.

De esto, yo interpreto que planeaban conocerlos.

Como primera medida, enviaron mensajeros a todas las parentelas de Benjamín, pidiendo que los culpables del hecho deleznable fueran entregados para ser muertos, previo conocimiento. Mas no quisieron los hijos de Benjamín escuchar la voz de sus hermanos; antes bien los hijos de Benjamín de las demás ciudades se reunieron en Gabaa, para salir en guerra contra los hijos de Israel.

Por tres veces, los hijos de Israel consultaron a Dios si debían combatir contra la gente de Benjamín.

En las tres ocasiones la respuesta fue afirmativa, porque Dios aprueba y promueve la matanza entre hermanos. (8)

Benjamín salió vencedor en los dos primeros combates, mas en el tercero fue derrotado. Sus ciudades fueron quemadas y su gente herida a filo de espada. (9) Solo sobrevivieron seiscientos hombres. (10) Hombres en el sentido de gente con pitito, no en el sentido de gente en general. Todos hombres. Ninguna mujer.

Pues bien, resulta que al enterarse del crimen cometido por la gente de Gabaa, los hombres de Israel habían jurado que ninguno de ellos daría su hija a benjamita por mujer. Por tanto, la tribu de Benjamín parecía condenada a la extinción.

Del mismo modo que el levita se quejaba de que hubiesen violado y matado a su mujer, siendo que él mismo la había entregado a sus agresores, ahora la gente de Israel lamentaba la suerte de los benjamitas después de haber aniquilado a sus mujeres.

¿Por qué, oh Jehová, ha acontecido esto, que hoy se eche de menos una tribu en Israel? —clamaban llorando. (11)

Pensaron, entonces, qué podían hacer para ayudar a los benjamitas. Las mujeres debían ser hebreas, eso se sobrentiende. En ningún momento se discute la posibilidad de secuestrar mujeres de otros pueblos: el mestizaje hubiese equivalido a la extinción. De manera que había que buscar una vuelta de tuerca para obtener la solución sin transgredir el juramento. (12)

Todo contrato tiene su letra pequeña, los juramentos a Jehová no escapan a esta regla. Se había dicho que nadie entregaría su hija a un benjamita por propia voluntad. Aquí tenemos una pequeña fisura. También hemos visto con anterioridad que un segundo juramento puede contrarrestar parcialmente al primero.

Al momento de convocar a todas las tribus para tratar el asunto de la mujer descuartizada, los hebreos habían hecho un gran juramento contra las ciudades que no enviasen representantes a la asamblea.

¡Que mueran irremisiblemente! —se había dicho. (13)

Entonces dijeron los hijos de Israel:

¿Quién hay de entre todas las tribus de Israel que no haya subido a la Asamblea de Jehová?

Revisaron las planillas de inscripción, y he aquí que no había venido al campamento hombre alguno de parte de Jabés-galaad. Por lo cual, la Congregación envió allí doce mil soldados para que matasen a todos los hombres, incluidos los niños, y a toda mujer que hubiese tenido conocimiento carnal de varón. Pero a las vírgenes las conservarían con vida para darlas a los benjamitas. (14)

Se ve que las minas de Jabés-galaad eran más bien putonas, porque las vírgenes que se lograron recolectar mediante esta jugada no eran suficientes para cubrir las necesidades de Benjamín. (15)

¿Qué haremos a fin de conseguir mujeres para los que restan? —se preguntaban los ancianos de la Congregación.

Hasta que a alguien se le ocurrió una idea.

Se acercaba la fecha de una fiesta que la gente de Silo hacía todos los años en honor a Jehová. En esta fiesta, las minas salían de la ciudad para bailar en el campo.

Se dijo, pues, a los benjamitas:

Poneos de emboscada en las viñas y estad alerta. Cuando salieren las hijas de Silo, tomad cada cual una para sí y asunto arreglado. (16)

Así lo hicieron los hijos de Benjamín, y Jehová no se enojó con nadie. No se podía culpar a la gente de Silo por faltar a su juramento, puesto que sus mujeres habían sido secuestradas. (17)

De modo que todos vivieron felices y comieron codornices.

Y los platos los lavaron las mujeres, claro.


(1) Descendiente de Leví.
(2) Jueces 19:22
(3) Jueces 19:23
(4) Jueces 19:25
(5) Jueces 19:27, 28
(6) Jueces 19:29
(7) Jueces 20:4-7
(8) Jueces 20:18, 23, 26-28
(9) Jueces 20:48
(10) Jueces 20:47
(11) Jueces 21:23
(12) Jueces 21:7
(13) Jueces 21:5
(14) Jueces 21:8-12
(15) Jueces 21:14
(16) Jueces 21:19-21
(17) Jueces 21:22

domingo, 11 de agosto de 2013

MARCAS EN LA PIEL

En el brazo derecho tiene una cara diabólica, de ojos rojos y orejas puntiagudas, tocada con una galera, que fuma y lanza unos dados. No se ve mano alguna; simplemente, los dados flotan sobre el humo que el engendro del infierno expulsa por la nariz.

En el brazo izquierdo, un dragón de estilo oriental. Vuela sobre una nube negra, típico truco de tatuador para cubrir el escracho que está debajo: un dibujo feo que le había hecho Ulises con una aguja, re tumba.

En la cara interna del antebrazo izquierdo, una cruz. Al derecho o invertida, según cómo la mires.

En la cara externa de los antebrazos, los más recientes. Dos palabras. En el derecho, solve. En el izquierdo, coagula. Son las que tiene escritas en los brazos el Baphomet de Eliphas Lévi, aunque él no lo supiera, al menos conscientemente, a la hora de tatuárselas. Hablan, creo yo, de la capacidad que ha tenido para renacer en distintos momentos de su vida.

En el pecho, un viejo dibujo mío. El rostro de una mujer. También de orejas puntiagudas. Tiene algo de élfico o de vampírico. Mira con aire altivo. No me pidió permiso para tatuárselo, fue una sorpresa. Aún hoy, alguna tarde de verano mientras tomamos unos tes en cueros, cuando por un segundo vuelvo a prestarle atención a pesar de que ya forme parte del paisaje rutinario, me resulta extraño ver ese rostro salido de mi mano que me mira desde su cuerpo.

 Por último, en cada muslo una fecha.


                                                       13/04/98                                 14/04/98


Tatuadas por él mismo.

Enigmáticas.

¿Qué sucedió esos días?

El trece de abril del 98, Erasmo se enteró de que la chica de la que estaba enamorado, compañera suya de colegio, se había puesto de novia con otro.

Volvió a su casa —en aquel entonces vivía con su padre— y se cortó las venas con una hoja de afeitar.

O al menos creyó que se las cortaba.

Se hundió la hoja en el antebrazo, comenzó a perder sangre y se desmayó.

Quedó tendido en el piso del departamento.

Cuando volvió en sí, su padre aún no había regresado del trabajo. Mareado, tardó en recordar lo que había pasado. Permaneció tendido, revolviendo en esa jalea espesa en que se había convertido su memoria, hasta que logró dar con lo que buscaba. Entonces, abrió los ojos y se acercó el antebrazo a la cara. La sangre coagulada impedía apreciar la gravedad de la herida.

Se incorporó con esfuerzo. Se quedó sentado en el piso hasta que la cabeza dejó de darle vueltas. Luego fue al baño y se enjuagó el brazo. Ya casi no sangraba. Con dos dedos, con mucho cuidado, separó los bordes de la herida. Se veían las venas, intactas. El corte no había sido lo suficientemente profundo.

Sintió que era una señal. Al día siguiente, se tatuó las fechas en las piernas. La primera, de su muerte. La segunda, de su renacimiento. Y decidió dejar de usar su segundo nombre para hacerse llamar por el primero: Claudio.

Así me lo contó al poco tiempo de habernos conocido.

Años más tarde, más en confianza, me contó otra versión. El hecho era el mismo, pero variaba el móvil.

El trece de abril del 98, un lunes, un compañero de clase de Erasmo contó que el día anterior su madre había cocinado un pastel de carne delicioso.

—La mía nos hizo unos canelones que estaban para chupar el plato —dijo otro.

Otra madre había cocinado matambre de pollo.

Otra, ñoquis caseros con salsa bolognesa.

Otra, unas empanadas de las que solamente ella sabía la receta.

—Faaa… —dijo uno—. Qué copado cuando tu vieja se pone las pilas y cocina algo rico… Qué buenos que son los domingos…

Varios aprobaron este comentario.

—¿Y la tuya? —preguntó alguien—. ¿Qué te cocina?

Erasmo tardó unos segundos en contestar. Todas las miradas se clavaron en él.

—Galletitas con queso —dijo, con una mueca de ironía.

El grupo largó una carcajada.

—Siempre el mismo vos, eh…

En su casa, lo recibió el silencio al que creía estar acostumbrado. Se dispuso a preparar algo para el almuerzo. No sabía cocinar mucho más que fideos, de modo que fue eso lo que hizo. Se sentó en la cocina a esperar que el agua estuviese a punto. El sonido del hervor lo sacó de su ensimismamiento. Advirtió que estaba en penumbras, unas nubes espesas habían cubierto el sol. Pensó en encender la luz, pero no encontró razones para hacerlo. Los fideos se pasaron, como siempre. Se los quedó mirando, una masa húmeda en el colador.

—No voy a comer esto —dijo.

Fue al baño. Abrió el botiquín. Tomó la máquina de afeitar de su padre y retiró la hoja.

domingo, 28 de julio de 2013

MUCHA FUERZA Y POCOS SESOS

Jueces, capítulo 16.


Como hemos visto, el odio engendra más odio y quien se venga corre el riesgo de entrar en una cadena interminable de represalias.

Dejamos a Sansón con una quijada de asno en la mano y rodeado de mil cadáveres, cantando feliz de la vida como en una película de Disney, sin saber que sus días están contados.

Después de esto, los filisteos comenzaron tareas de inteligencia para averiguar cuál era el origen de la fuerza sobrehumana de Sansón y cómo neutralizarla. Y qué mejor táctica para develar el secreto de un hombre que preguntárselo a su mujer, siempre dispuesta a traicionarlo —mujer mala, fea, caca—.

Muerta la filistea, Sansón anduvo un poco de putas (1) y luego se enganchó con cierta mujer del Valle de Sorec, la cual se llamaba Dalila.

Los príncipes de los filisteos, pues, vinieron a ella y le ofrecieron guita a cambio de que les consiguiera la información que ellos buscaban. (2)

Por lo cual, Dalila dijo a Sansón, con mucho disimulo:

Ruégote me declares en qué consiste tu fuerza tan grande y de qué manera podrás ser amarrado, para poderte dominar.

Y Sansón le respondió:

Si me ataren con siete cuerdas de arco frescas, que aún no se hayan secado, seré débil y vendré a ser como cualquiera de los hombres.

Claro que esto era mentira: ustedes y yo sabemos cuál era la kryptonita de Sansón.

Cuestión que los príncipes de los filisteos le trajeron las siete cuerdas de arco frescas a Dalila y ella las usó para atar a Sansón mientras dormía. Y varios filisteos entraron en la habitación.

Entonces, ella dijo:

¡Sansón, los filisteos te acometen!

Y él rompió las cuerdas como se rompe un hilo de estopa cuando toca el fuego, y, aunque la Biblia no lo menciona, supongo que cagó a tortazos a los filisteos.

He aquí que me has mentido —dijo Dalila—. Ahora bien, ruégote me declares con qué podrás ser atado.

Y Sansón le mandó fruta otra vez.

Si me ataren fuertemente con sogas nuevas —dijo—, que nunca se hayan usado, seré débil y vendré a ser como cualquiera de los hombres.

Bueno, ya entendieron la mecánica de la historia, parecida a la de algunos cuentos infantiles, así que resumamos.

Esa noche pasó lo mismo que la anterior. Y, otra vez, Dalila reprochó a Sansón su mentira y le pidió la información. Y oootra vez Sansón le mintió. Y oootra vez los filisteos entraron a la habitación y la ligaron. Una historia bastante estúpida. Bastante estúpida ella que pregunta tan frontalmente, y bastante estúpido él que finalmente cede.

Y aconteció que como ella le acosaba con sus palabras todos los días y le apremiaba, por fin se impacientó su alma hasta desear morir. (3)

O.K., puedo imaginarme que la mina era insoportable:

—Dale, Sansón, decime… Por favor… ¡Qué malo que sos, eh! Y después me decís que me amás… ¡Si me amaras, me lo contarías! Dale… Porfi porfi porfi…

Así durante horas. Más o menos como Graciela pidiéndome que me dé vuelta mientras duermo. ¿Pero tengo que creer que él era tan boludo como para darle la información, siendo que por tres noches consecutivas los filisteos se habían emboscado en la habitación? ¿Tengo que interpretar que sabía que los filisteos lo matarían pero se entregaba a ellos porque tenía las pelotas llenas de que la mina le insistiera, por eso de «se impacientó su alma hasta desear morir»? Pero si así fuera, no se sorprendería cuando no logra escapar de sus ligaduras. Y así sucede:

Ella, entonces, le dijo —después de cortarle las trenzas y atarlo—: ¡Sansón, los filisteos te acometen! Y él, despertando de su sueño, dijo: Saldré como las demás veces, y sacudiré mis vínculos. Mas no sabía que Jehová se había apartado de él. (4)

Un boludo importante.

El resto de la historia es bien conocida: los filisteos lo capturan, le arrancan los ojos y lo usan de bufón en una fiesta, en una casa enorme. Sansón reza, recupera su fuerza, se apoya en unas columnas, las derriba y la casa se derrumba aplastando a todos los filisteos y a él mismo.

De modo que fueron más los que mató muriendo, que los que había muerto en su vida.

Lo que se dice un final feliz.


(1) Jueces 16:1
(2) Jueces 16:5
(3) Jueces 16:16
(4) Jueces 16:20

domingo, 14 de julio de 2013

EL HORROR

Cansado de las escenas de celos, los planteos enfermizos, las demandas continuas, decidí separarme de Graciela. Desde el inicio de esta etapa de la relación hasta esta ruptura —que no sería la definitiva— habían pasado poco más de tres meses, aunque, primero por la novedad y más tarde por el hastío, a mí me parecían años.

No recuerdo qué había ocurrido la noche anterior, pero fue la gota que rebalsó el vaso: una escena de celos con la hija, con la nieta, con alguien de una vida pasada… Esa mañana desperté aplastado. Había tomado la decisión en sueños, ahora me esperaba la tarea ardua de llevarla a la práctica.

Contrastando, Graciela amaneció mimosa. Le encantaban los matinales. A tal punto que más de una vez me desperté y ya estábamos garchando —corrientes psicológicas identifican el tener sexo con gente dormida con el abuso sexual y la necrofilia (*) —. En esta ocasión, todo su manoseo caía en saco roto: no hubiese logrado levantarme ni el Cristo.

Al ver que no reaccionaba, sus caricias fueron menguando.

—¿Es por lo de anoche? —preguntó finalmente.

Me quedé en silencio, ahí tirado, como en estado catatónico. Tampoco hacía falta que hablara: ella lo haría por los dos.

—Perdoname, soy una boluda… —dijo—. Vos sabés cómo soy…

—…

—Sé que no tengo derecho a ponerme celosa, pero a veces no lo puedo controlar.

—…

—Sé que las cosas fueron claras desde un principio, que no somos novios ni nada, pero yo te amo, ¿entendés?

—…

—Y sé que vos no. Y sé que esto que estoy viviendo no es más que un pequeño oasis en medio del desierto de angustia y soledad que es mi vida.

—…

—Sé que tarde o temprano te vas a ir, más temprano que tarde, seguramente con una mujer más joven que yo, que te sepa dar lo que yo no. Eso que vos tanto necesitás y que yo nunca supe qué es, porque yo te doy toda mi vida, me entrego en cuerpo y alma, pero se ve que eso no te alcanza.

—…

—Entonces me da miedo, ¿entendés? Miedo de que la dueña de tu corazón esté a la vuelta de la esquina. Y de que esta luz que encendiste en mi vida esté a punto de apagarse, sumiéndome en la oscuridad total.

Nos quedamos en silencio. Y en medio de ese silencio, de pronto, entendió. Se llevó una mano crispada al pecho y, con tono de mártir de telenovela, exclamó:

—Es ahora… Te estás yendo. Me estás dejando. No te animás a decírmelo.

Se volteó. Trató de captar mi mirada.

—Es así, ¿no? —preguntó.

No contesté. Me pareció que «es así, ¿no?» tenía las mismas letras que «asesino». Reacomodé las letras en mi cabeza para corroborarlo.

—¡¿Por qué?! ¡¿Conociste a alguien?!

—No.

—¡¿Entonces por qué?! ¡¿Por qué, por qué?!

Abrí la boca. Antes de emitir sonido, traté de elegir las palabras lo mejor posible.

—Siento que me pedís más de lo que te puedo dar —dije—. Siento que la diferencia entre lo que vos y yo sentimos, contrario a los que pensamos en un principio, sí tiene importancia, y es lo que genera situaciones como la de ayer.

—Soy una boluda. Perdoname. Te juro que no va a volver a pasar.

—Siento que esta relación nos hace mal a los dos, tanto a mí como a vos, porque situaciones como la de ayer nos hacen sufrir a ambos.

—Te pido que no hables por mí. Que me dejes decidir a mí lo que es mejor para mi vida.

—Hablo por mí, entonces.

Otra vez se llevó la mano al pecho, como si quisiera quitarse una estaca que yo acabara de clavarle.

—Te pido que lo pienses mejor —dijo—. Dame otra oportunidad. No quise hacerte sufrir. Perdoname. No va a volver a pasar.

—…

Entendió el significado de mi silencio y rompió en llanto. Tan a mares como las lágrimas, le salían las palabras. Habló de lo sola que estaba, de lo mal que se sentía, de lo dura que había sido su vida, de lo sombrío que era el futuro que le esperaba si yo me iba.

Así como salían de su boca, las palabras entraban en mi cuerpo. A través de cada poro. Anegando mi interior. Hasta quebrar aquello que contenía mi propio llanto, liberándolo. De pronto, todo era horrible. La vida de ella, la mía. Las de sus hijos, las de mis padres, las de mis hermanas. Ya no escuchaba su voz. En mi mente se proyectaban, como diapositivas, imágenes de lo feo que todos nosotros habíamos vivido, interminables. Y eran la revelación oscura de que así sería siempre, porque así era la vida.

Cuando mi llanto aflojaba, otra imagen venía a reavivarlo. Ella ya no lloraba. No hacía falta, yo lloraba por los dos. Y ella podía darse el gusto de consolarme. Como a un niño. Meciéndome entre sus brazos. Estrechándome contra su pecho. Asfixiándome.

Así estuve por largo rato. Veinte minutos, calculo. Aunque ella dijo que perdí la noción del tiempo y estuve llorando una hora.

Luego volví al estado catatónico del principio. El último lugar de la Tierra en el que quería estar era ese, pero no lograba juntar la fuerza necesaria para levantarme. Deseaba que ella y el departamento se desvanecieran. Quedarme solo, en medio de la nada. Su presencia, en cambio, era más sólida que nunca. Aún me sostenía entre sus brazos. Éramos La Piedad.




A las tres semanas de no recibir noticias mías, volvió a llamarme. Dijo que, reflexionando mucho en esos días, se había dado cuenta de que yo tenía razón: nuestra relación como amantes, siendo que sentíamos cosas distintas el uno por el otro, no era sana. Me proponía, entonces, que fuéramos amigos. Que nos juntáramos, cada tanto, a charlar, a tomar un café.

—¿Puede ser? —me preguntó.

Y volví a picar.

¿Por qué?

Por culpa.

Y porque, además de un cervatillo, en esa época de mi vida también era un pececillo.

O un pescadillo, como quieran.

Nos encontramos en el mismo café que la primera vez, aquella en que escapé de sus besos.

Apenas llegó, anunció que tenía dos sorpresas para mí.

—Mirá —dijo, y se bajó el escote mostrándome media teta en la que se había tatuado un dibujo mío.

Era el único dibujo que había logrado que le hiciera, después de insistirme horrores: un lagartijo hecho a desgano, lo mismo que dibujaba siempre que no tenía ganas pero alguien me rompía mucho las pelotas.

—¿Te gusta? —me preguntó.

«¡Hola! Mirá donde estoy…», me decía el lagartijo con una sonrisa.

—Sí… —respondí.

—Te llevo en mi piel —dijo.

Hice lo que pude por transformar en una sonrisa la mueca que surgió de mi boca.

Y esta es la otra —dijo con aire misterioso.

Ahora me va a mostrar la cajeta, pensé.

Puso un paquetito, envuelto en papel para regalo, sobre la mesa.

Levanté las cejas. La mueca de un rato antes no se decidía a abandonar mi cara.

Sonrió.

—¡¿Y?! —dijo—. ¡Abrilo! ¡¿No te da curiosidad?!

—Sí… —respondí.

Lo abrí. Era un objeto horrible. Una pequeña artesanía de cerámica. Sobre una base que simulaba pasto, un tronco semipodrido. Y apoyado contra este, un cráneo humano, sin el maxilar inferior, con algunos mechones de pelo aún pegados aquí y allá. De sus cuencas vacías salían cucarachas, gusanos y un ciempiés, que se metían en el tronco. O hacían el recorrido inverso, quién sabe. Todo esto, mal hecho. Feo, deforme, de proporciones erradas. Lo cual le daba un aspecto más siniestro todavía. El artista parecía haber sido un niño malparido, lleno de odio a la especie humana y a la vida en general.

Tal sentimiento desproporcionado, proveniente de una criatura de tan corta edad, no podía causar otra cosa que el espanto más visceral.

—¿Te gusta? —me preguntó.

No pude responder enseguida. Tragué saliva, carraspeé, parpadeé un par de veces.

—Sí…

—A mí no me gusta —dijo—, pero pensé que a vos sí. Porque tiene esa onda de los dibujos que hacés. Así, medio morbosito.

Levanté las cejas y asentí con la cabeza, sin quitar la vista de la escultura monstruosa, incrédulo aún de su fealdad.

Veinte minutos bastaron para ponernos al día con las cosas trascendentes que nos habían pasado desde la última vez que nos habíamos visto. Después torció la conversación hacia el asunto que realmente le interesaba. Esta vez no habló de viajes en colectivo. Nada de vuelo poético. Esta vez su lenguaje fue del tipo comercial: habló de satisfacer necesidades mutuas.

Cedí a la tentación y ahí nomás firmamos contrato.

Mi tercera experiencia en un hotel fue tan desagradable como la primera y la segunda. No hizo ningún esfuerzo por disimular lo poco que le importaba que yo disfrutara del encuentro. Yo era un gran consolador con el que se estaba masturbando. Y, frente a mi nariz, el lagartijo sonriente subía y bajaba, subía y bajaba…




Me ofreció ir a su casa. Le dije que otro día. Volví a la mía. En aquel entonces, yo vivía en Munro con Liliana N, la madre de Leonel M. No me la cogía, solo convivíamos compartiendo gastos. No es que me garchara a las madres de todos mis amigos. Lo juro.

Llegué a medianoche, pero Liliana aún estaba despierta. Al día siguiente yo entraba más tarde al laburo, así que nos quedamos charlando un rato. Ella estaba al tanto de lo mío con Graciela y de sus características psicopatológicas.

—¿Y? —me preguntó—. ¿Te encontraste, al final?

—Sí —respondí.

—¿Y qué tal?

—Bien. Charlamos un rato. Mirá la cosa horrible que me regaló.

La expresión de Liliana trocó en espanto e incredulidad.

—¡¿Qué es eso?! —preguntó.

—Una boludez. Una artesanía.

La tomó con aprensión, como presta a soltarla apenas se moviera.

Se rió.

—¡Es un horror! —exclamó—. ¡¿Por qué te regaló una cosa así?!

—Dice que se parece a mis dibujos.

—Esto es una macumba, boludo…

—Naaah… ¿Qué macumba?… Esto lo venden en los todo por dos pesos. Yo ya he visto.

—¿No me contaste que era umbandista?

—Sí, pero de joven. Le duró unos meses nomás.

—¿Te lo vas a quedar?

—No, lo voy a tirar a la mierda. ¿Para qué quiero una cosa así?

—Para mí que es un trabajo.

—¡Y dale con la macumba!

Se rió.

—¿Te molesta si lo saco afuera ahora mismo? —preguntó.

Me reí.

—Para nada.


(*) Esto han de leerlo con el tono rápido y monocorde que usan los locutores para dictar las salvedades a las promociones de negocios de electrodomésticos en las publicidades de radio.

Esto que acabo de escribir, también.