domingo, 29 de junio de 2014

PROSTITUTA DEL DOLOR

Subte, línea D. Vuelvo a casa, tipo nueve de la noche.

Un muchacho flaquito, de veintilargos, se presenta al público como Fulano de Tal, de nacionalidad colombiana.

Su tono de voz es suave y arrullador. Dice ser padre de un niño muy pequeño y la única persona con la que el bebé puede contar en la vida.

Hasta hace poco trabajaba en un videoclub, dice, pero fue despedido. No cuenta el motivo. Está buscando empleo desesperadamente. Mientras tanto, la única fuente de ingreso que tiene es esta: lo que nosotros podamos darle a cambio de la historia que nos contará.

—Esta es la historia de un hombre que se enamoró de una mujer y le pidió que se casara con él. Ella, que era muy interesada, le dijo: «De acuerdo, me casaré contigo. Pero esto es algo muy importante, viviremos juntos por el resto de nuestros días. Por eso te pido un presente, como muestra de que valoras mi gesto. Quiero que me regales un avión».

»Era tanto el amor que este hombre sentía por esta mujer codiciosa que de inmediato se puso en campaña para conseguir lo que ella le pedía. Tras varios años de trabajo arduo y vida austera, ahorrando centavo a centavo, gastando sólo lo indispensable para seguir en pie y continuar trabajando, logró comprar el avión.

»Pero a ella, que era muy interesada, esto no le bastó. «Lo que me pides es muy importante», dijo. «Viviremos juntos por el resto de nuestros días, tendremos muchos hijos. Quiero que me traigas el corazón de tu madre.»

En este punto, reconozco la historia. Es un cuento judío que hace poco, casualmente, leí citado por David Cooper. No me parece adecuado para el perfil del auditorio. La expresión de los rostros que me rodean confirma que estoy en lo cierto.

—Tanto amaba este hombre a esta mujer codiciosa que apenas si dudó en satisfacer su deseo. Tomó un cuchillo, fue a casa de su madre, le atravesó el pecho y le arrancó el corazón. Metió el corazón en su bolsillo y corrió al encuentro de su amada. Sólo pensaba en ella, ya veía su rostro frente a él, sentía sus besos anticipadamente. En su carrera frenética tropezó, y al caer oyó algo, como una voz tenue, sin poder precisar de dónde venía. Le restó importancia y siguió corriendo. Pero al rato volvió a tropezar, y volvió a caer, y oyó la voz nuevamente. Entonces, sacó el corazón de su bolsillo, y lo acercó a su oído, y esta vez pudo sentir con total claridad. Era la voz de su madre, que le decía: «Ay, hijito querido, mi pequeño, ¿te has lastimado?».

Se produce un silencio absoluto. Después, algunos cuchichean. El muchacho está parado frente a mí. Le tiendo un billete.

—Gracias, amigo —me dice—. Que Dios te lo multiplique. —Luego se dirige de nuevo a todo el vagón—. En fin, esta es la historia que he querido venir a contarles. Su moraleja es que no hay en el mundo nada más grande que el amor de una madre, que es capaz de perdonarlo todo.

Alguien más le ofrece un billete.

—Gracias. Que Dios te lo multiplique.

Luego, la gente se desentiende de él. Su número ha terminado y ha cosechado todo lo que merece su historia macabra. Ahora debe circular para que pueda seguir desfilando el resto de los personajes de ese vodevil del medio evo que todos los días se representa en los pasillos del subte: ciegos, lisiados, el niño pobre que canta a los gritos.

Pero el muchacho permanece en su sitio. Recorre los rostros con su mirada, uno a uno. De pronto, sus piernas parecen debilitarse y se sostiene de un pasamanos.

—Hoy no me encuentro bien —dice—. Por favor, ayúdenme. Esto no lo haría por mí, lo hago por mi bebé…

No obtiene respuesta.

—Soy un hombre muy trabajador —sigue—, se los aseguro. Pero estoy pasando un mal momento. Sólo quiero que mi bebé esté bien. Lo que me den será cien por ciento para mi chiquitico y cero por ciento para mí.

Sonríe con tristeza.

La gente sigue en otra, como si él hubiese dejado de existir.

Ya no habla a la multitud, se concentra en una persona al azar: una chica que está a mi derecha.

—Por favor… Si no es dinero, algo de comida…

Se hinca. Junta las manos. La chica baja la vista.

—Por favor…Es para mi bebé…

Tamaño acto de humillación amerita una recompensa: dos manos se apresuran a alcanzarle sendos billetes.

No recuerdo haberlo visto levantarse.

Sigue ahí, congelado, de rodillas.

domingo, 8 de junio de 2014

POR NO CONOCER EL USO DEL DIOS DEL PAÍS

Dedicado a Mateo, por diferentes razones.
Segundo Libro de los Reyes, capítulo 10 al 17.


Ya hemos visto que Jehú comenzó su reinado con el pie derecho, haciendo lo que es justo a los ojos de Jehová: decapitando a setenta tipos. Después siguió por el buen camino aniquilando mediante engaños y a traición a todos los adoradores y sacerdotes de Baal que vivían en Israel. (1) Pero se mandó la cagada de dejar en pie los becerros de oro que había en Bet-el y en Dan. (2) Por eso, perdió el favor de Jehová.

Apretemos otra vez la tecla de avance rápido. Aceleremos la caída de este reino que se ha vuelto tan vil. Veamos en cámara rápida a estos fornicadores padecer los horrores de la guerra y sufrir una derrota tras otra, imaginemos de fondo la musiquita de Benny Hill y disfrutemos de la escena como lo hace Jehová.

Jehú reina veintiocho años. Durante su reinado, los sirios invaden gran parte del territorio de Israel. Jehú muere y lo sucede su hijo Joacaz. Joacaz es malo. Reina diecisiete años. Los sirios siguen invadiendo Israel. Joacaz muere. Lo sucede su hijo Joás. Joás es malo. Reina dieciséis años. Muere y lo sucede su hijo Jeroboam. Jeroboam es malo. Reina cuarenta y un años. Muere y lo sucede su hijo Zacarías. Zacarías es malo. Reina seis meses. Sallum conspira contra él, lo mata y reina en su lugar. Sallum reina un mes. Manahem lo mata y reina en su lugar. Manahem es malo. Reina diez años. Muere y lo sucede su hijo Pecaya. Pecaya es malo. Reina dos años. Peca conspira contra él, lo mata y reina en su lugar. Peca es malo —y claro… ¡Peca!—. Reina veinte años. Los asirios invaden algunas ciudades de Israel y deportan a sus habitantes a Asiria. Oseas conspira contra Peca, lo mata y reina en su lugar. Oseas es malo. Reina nueve años. Los asirios vuelven a atacar a Israel. Invaden todo el país y deportan a sus habitantes.

Volvamos a la velocidad de avance normal.

Salmanasar, rey de Asiria, trasladó gente de su país a Israel y la estableció en las ciudades tomadas, en lugar de los israelitas.

Mas aconteció que cuando comenzaron a habitar allí, como no conocían el culto a Jehová, Jehová envió contra ellos leones que los iban matando.

Entonces, mandaron a decir al rey de Asiria: Aquellos que trasladaste y estableciste en las ciudades de Israel no conocen el uso del dios del país. Y él ha enviado contra ellos leones que, he aquí, los están matando, por no conocer ellos el uso del dios del país.

El rey de Asiria, pues, ordenó: Llevadle a esta gente alguno de los sacerdotes que trajimos de allí, para que habite con ellos y les enseñe el uso del dios del país. (3)

¿Por qué los dioses no vendrán con manual de instrucciones?


(1) 2° Reyes 10:18-25
(2) 2° Reyes 10:29
(3) 2° Reyes 17:24-27

martes, 13 de mayo de 2014

DIOS CELEBRA UNA DECAPITACIÓN MASIVA

Segundo Libro de los Reyes, capítulo 3 al 10.


Joram, sucesor de Ocozías, también hizo lo que era malo a los ojos de Jehová. Por eso, durante su reinado, Jehová permitió que los sirios sitiaran Israel por tanto tiempo que el hambre empujó a alguna gente a comerse a sus hijos. (1)

A los doce años de su reinado, Jehová decidió reemplazarlo por Jehú, capitán del ejército de Israel. A tal fin, mandó al profeta Eliseo a ungir a Jehú como rey y a ordenarle que matara a Joram y a toda la casa de Acab, su padre. (2)

Ni lento ni perezoso, Jehú montó en su carro de guerra y partió con sus hombres a Jezreel, al encuentro de Joram y de su madre Jezabel. Mató a ambos —y al rey de Judá, que estaba de visita y que también hacía lo que era malo a los ojos de Jehová (3) — y tomó la ciudad.

Luego escribió cartas y las envió a Samaria, capital de Israel, a los principales de la ciudad y a los tutores de los setenta hijos de Acab que vivían allí, diciendo: Escoged al mejor de los hijos de vuestro señor y ponedle en el trono, y pelead por la casa de vuestro señor.

Mas ellos tuvieron grandísimo temor, y dijeron: He aquí que dos reyes no han podido hacerle frente, ¿cómo, pues, podremos resistirle nosotros?

Por lo cual, enviaron a decir a Jehú: Siervos tuyos somos y haremos todo lo que mandares. No elegiremos por rey a ninguno, haz lo que bien te pareciere.

Él, entonces, escribió por segunda vez, diciendo: Si sois míos y a mi voz seréis obedientes, tomad las cabezas de los hijos de vuestro señor y venid a mí, como a estas horas el día de mañana. (4)

Y así se hizo: los setenta hijos de Acab fueron decapitados y sus cabezas se enviaron a Jezreel dentro de canastos. Jehú las recibió y mandó que se las pusiera en dos montones a la entrada de la ciudad. (5) Finalmente, mató a todos los que habían quedado de la casa de Acab en Jezreel y en Samaria. (6)

Entonces, Jehová dijo a Jehú: Por cuanto has obrado bien en hacer lo que es recto a mis ojos para con la casa de Acab, conforme a todo lo que tenía en mi corazón, hijos tuyos hasta la cuarta generación se sentarán en tu lugar sobre el trono de Israel. (7)


(1) 2° Reyes 6:24-29. Ya hemos visto aquí y aquí que Jehová había amenazado a los hebreos con hacerles comer a sus hijos si le desobedecían.
(2) 2° Reyes 9:6-8
(3) 2° Reyes 8:25-27
(4) 2° Reyes 10:6
(5) 2° Reyes 10:7, 8
(6) 2° Reyes 10:11, 17
(7) 2° Reyes 10:30

domingo, 27 de abril de 2014

POBRE MI MADRE QUERIDA

—Juntémonos en tu casa —dice Claudio—. Es mejor que por un tiempo no vengas a San Martín.

—¿Por qué? —pregunto sorprendido.

—Es muy largo de contar… Después te explico.

—Pero me dejás con la intriga… Adelantame algo, por lo menos.

—Bueno… A ver… El otro día me encontré con Ulises. Y me dijo que estaba preocupado por mamá. «Desde que Guillermo la dejó, está llorando todo el día», me dijo. «No habla de otra cosa».

—¿Todavía? —pregunto.

—Sí… —dice Claudio—. Es insoportable.

—¿Entonces?

—Ulises quiere pegarte para que vuelvas con ella.

domingo, 13 de abril de 2014

OSOS TE DESPEDACEN

     Dedicado al Señor Potoca, una maldición con más onda e instantánea.
     Primer Libro de los Reyes, capítulo 22.
     Segundo Libro de los Reyes, capítulos 1 y 2.

   Yació, pues, Acab con sus padres, y reinó en su lugar su hijo Ocozías.
  Ocozías era malo. Reinó sobre Israel dos años. Cayó por una ventana, murió y lo sucedió su hermano Joram. (1)
   En tiempos de Joram, Elías fue arrebatado de la faz de la tierra por un OVNI y nunca se lo volvió a ver. (2) Pero ya tenía un sucesor: su discípulo Eliseo, que había sido elegido para tal fin por Jehová. (3) Una vez hubo partido Elías, el Espíritu de Jehová pasó de él a Eliseo, de modo que este adquirió el poder de su maestro y su capacidad de hacer milagros. (4)
   Un día, Eliseo estaba viajando de Jericó a Bet-el, y andaba por un camino cuesta arriba, cuando se cruzó con unos muchachos que se burlaron de él.
   —¡Sube, calvo! —repetían—. ¡Sube, calvo! (5)
  Entonces, volviéndose hacia atrás, Eliseo los miró y los maldijo en el nombre de Jehová. Y salieron dos osos del bosque, y despedazaron de ellos a cuarenta y dos muchachos. (6)
   Ten cuidado: antes de burlarte de un pelado, asegúrate de que no goce del favor de Dios.

     (1) 2° Reyes 1:2, 17
     (2) 2° Reyes 2:11
     (3) 1° Reyes 19:15, 16
     (4) 2° Reyes 2:14, 15; 4:32-35, 42-44; 5:1, 9, 10, 14; 6:5-7
     (5) 2° Reyes 2:23
     (6) 2° Reyes 2:24

domingo, 30 de marzo de 2014

EL PASILLO DE LA MUERTE


En el 99, mi hermana Silvana se separó de Ulises M, luego de poco más de un año de noviazgo. La ruptura no fue fácil. Ulises era un tipo posesivo al extremo de encerrar a mi hermana bajo llave, con la excusa de protegerla, cada vez que se ausentaba de la casa tomada en la que convivían.

En aquel entonces, nuestros padres vivían en La Pampa. Yo me hospedaba en lo de Roberto P y Claudia J —el hombre que hablaba con los extraterrestres y su mujer—. Cuando Silvana se separó de Ulises, aceptaron hospedarla a ella también —ya comenté que le debían un favor a mi madre—.

Ulises llamaba por teléfono a toda hora y se presentaba en el lugar para intentar convencer a mi hermana de que volviera con él. Silvana no lo atendía. Pero no parecía que Ulises fuera a darse por vencido.

Finalmente, se decidió que Silvana se iría a vivir a La Pampa con nuestros padres. Y Claudia, la dueña de casa, se encargó de informarle esto a Ulises la próxima vez que llamó.

A los veinte minutos, lo teníamos plantado en la entrada con el dedo pegado al timbre.

Claudia abrió la ventana pequeña que la puerta tenía a modo de mirilla.

—¿Qué querés? —preguntó—. Te dije que Silvana se va a La Pampa. Ya no tenés nada que hacer acá.

—Necesito hablar con ella —dijo Ulises—. Es un minuto.

—No hay nada que hablar —dijo Claudia—. Es una decisión tomada. Silvana es una menor y tiene que estar con sus padres.

—¡Quiero despedirme!

—¡Silvana no quiere verte más!

—¡Que me lo diga ella! ¡Usted qué se mete!

—¡Sus padres me nombraron su tutora! ¡Y ahora andate si no querés que llame a la policía!

Dicho esto, Claudia cerró la ventanita.

Ulises pegó el dedo al timbre otra vez.

—Pero qué hijo de puta… —dijo Claudia.

El timbre siguió sonando unos minutos. Después, silencio absoluto.

—Parece que se cansó —dije.

—¿A ver? —dijo Claudia. Se puso en cuclillas y miró por el ojo de la cerradura.

—¿Está? —pregunté.

—No lo veo.

Entonces, escuchamos la voz de Ulises.

—¡Silvana! ¡Por favor! ¡Perdoname! ¡Dame otra oportunidad!

—No lo puedo creer… —dijo Claudia.

—¡Te juro que voy a cambiar! —siguió Ulises—. ¡No te vayas! ¡No sé cómo voy a hacer para vivir sin vos!

—Es un escándalo… —dijo Claudia—. Nos está haciendo quedar mal con todos los vecinos…

El qué dirán era una de las mayores preocupaciones de Claudia —como ella miraba todo el tiempo la vida de los demás, creía que todos miraban la de ella—. Suficiente desgracia era lidiar con un marido que a quien se cruzara en su camino le hablaba sobre los mensajes que recibía de extraterrestres, como para también tener que soportar a este animal recitando a viva voz en su puerta el manual del amante despechado.

—¡Te amo, Silvana! ¡Te amo! ¡Te amo!

Me asomé a la habitación de mi hermana. Acostada de cara a la pared, cubría sus oídos sosteniendo una almohada alrededor de su cabeza.

Volví al comedor.

—Hacé algo, Roberto… —decía Claudia.

Roberto estaba sentado a la mesa, de brazos cruzados, las piernas estiradas. Todo su cuerpo expresaba rechazo a ejecutar cualquier acción.

—¿No vas a hacer nada? —preguntó Claudia.

—¿Qué querés que haga? —dijo Roberto—. Llamá a la policía, como le dijiste.

—¿Vos estás loco? —dijo Claudia—. Eso es lo único que falta para que los vecinos tengan el espectáculo completo. Vamos a salir en Crónica.

—¡Te amo! —seguía Ulises—. ¡Te amo! ¡Te amo!

Claudia caminaba de un lado a otro. Bufaba. En su cara se había instalado el rictus de perro que va a morder. Parado en un rincón, yo miraba el piso, para evitar establecer contacto visual con ella.

Súbitamente, Ulises dejó de gritar. Después de un rato, miré por el ojo de la cerradura y vi cómo se alejaba. Suspiré.

—Se va —dije, y me desplomé en una silla.

Claudia esperó un tiempo prudencial y abrió la ventanita de la puerta.

—Dios… —dijo.

La miré.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Mirá lo que está haciendo.

Una vez, hace varios años, para distraerme durante algún viaje largo, me puse a confeccionar una lista mental de las escaleras y los pasillos que habían sido significativos en mi vida. Es probable que, a la mayoría de ustedes, esto que acabo de decir le resulte sumamente extraño. Pero cosas como esta —o qué diez personas llevaría a una estación espacial donde tuviera que estar confinado de por vida, por ejemplo— son las que a veces pienso cuando me sobra el tiempo en condiciones en las que no puedo utilizarlo para nada mejor. Al menos, así era antes de que, luego de varios intentos infructuosos a lo largo de mi vida, lograra silenciar el diálogo interno y aprender a meditar. Cosa que conseguí por primera vez —juro que esto es verdad— sentado en un inodoro. Pero esa es otra historia, ahora no quiero desviarme demasiado de lo que estoy contando.

Decía, entonces, que me puse a confeccionar una lista de las escaleras y los pasillos importantes de mi vida. Hoy, las escaleras no vienen a cuento. De los pasillos, recuerdo tres.

Uno es el que comunicaba el PH de Homero, uno de los perros que paseaba cuando me dedicaba a eso, con la puerta de calle. Un poco inquietos por mi desaparición momentánea, al verme surgir del pasillo nuevamente después de que dejara a Homero en su hogar, los otros perros se alborotaban y me recibían pegando saltos y sacudiendo las colas con violencia —salvo aquellos que estaban ocupados en tratar de garcharse a algún compañero, o en evitar ser garchados—. Luego se abalanzaban sobre mí deshaciéndose en muestras de afecto, con esa mezcla de contento y alivio que exhiben estos animales cuando se reencuentran con uno. Como si, a pesar de ser una rutina repetida hasta el hartazgo, durante la ausencia de uno pensaran que esta vez la separación podría ser definitiva. Para alguien a quien le gustan los animales, esta muestra brutal de cariño es algo muy emotivo. Por eso, aquel pasillo había quedado grabado en mi memoria y en mi corazón.

Otro es el que, en la casa de mi abuela Yolanda, desembocaba en la habitación que había sido la de mis tías. La casa era tétrica en su totalidad, pero ese pasillo era el lugar que más miedo me daba. En la habitación de mis tías había un espejo de cuerpo entero, colocado justo frente a la entrada. De modo que, cuando la puerta de la habitación estaba abierta, al asomarme al pasillo veía a lo lejos mi propia imagen. Con el ambiente oscuro y la disposición de ánimo en que me dejaba el rumor casi constante de la caldera que alimentaba la calefacción central, aquella figura dejaba de parecerse a mí y se transformaba en un engendro del infierno.

Las noches que me quedaba a dormir y mi abuela me pedía que le buscara algo de la cocina —ella tenía dificultades para andar—, debía pasar forzosamente junto a la entrada de aquel pasillo. Lo hacía acelerando el paso y con la vista baja. Temía mirar el espejo y descubrir que el engendro ya no imitaba mis movimientos.

Al igual que Homero el shar pei, Claudia y Roberto vivían en un PH. Y el tercer pasillo significativo que recuerdo de aquella lista es el que comunicaba ese departamento, el último del complejo, con la calle. Ese pasillo es lo que veo cuando, a pedido de Claudia, me asomo por la ventanita de la puerta. Al final del mismo, se encuentra Ulises. Sentado en el piso, golpea la nuca contra una de las paredes, una y otra vez.

—Hay que hacer algo —me dice Claudia—. Nos van a echar. Tenés que salir a hablarle.

—¿Qué?

—Tenés que decirle que se vaya, Guillermo. Vamos a terminar todos en la calle.

Me la quedo mirando. Abre la puerta.

—Andá.

Titubeo. Salgo.

Frente a mí, el pasillo. Es más largo que de costumbre. Mide kilómetros. Sin embargo, la figura de Ulises se ve enorme. El martilleo de su nuca contra la pared hace temblar el piso. Se confunde con el pulso de la sangre contra mis sienes. Gradualmente, ambos ritmos se vuelven un solo latido. Comienzo a andar, no puedo evitar que mis pasos marquen el mismo compás. Ulises, golpeando su nuca, es quien mueve mis pies, atrayéndome inexorablemente. El sol también ha crecido. Ocupa todo el cielo. El calor es insoportable. Antes de llegar a mi destino, me habré deshidratado. No podré ofrecer resistencia si Ulises decide atacarme. Luego de varios días de caminata ininterrumpida, llego junto a él. El sol no se ha movido de su sitio. Su reflejo en la piel escamada de Ulises, de un rojo intenso, hiere mi vista.

—Hola —digo.

Ulises parece percatarse de mi presencia recién en ese momento. Deja de golpear su nuca contra la pared y me mira. Su cabeza, descomunal, es la de un tigre. Sus ojos fieros están llorando.

—Hola —dice.

Le tiendo mi mano. La estrecha con su garra. Nos quedamos un tiempo en silencio. Miro la calle.

—Yo amo a tu hermana —dice.

—Ajá… —digo.

—¿Cuándo se va?

—Mañana.

Nos quedamos en silencio otra vez. Suspiro.

—Vos no entendés —dice—, porque no sabés lo que es amar a alguien.

Sus palabras son un látigo. Se me eriza la nuca y estoy a punto de mostrar los dientes. ¿Quién sos vos para decir si he sufrido o no por amor?, pienso, pero no digo nada.

Se pone de pie. Despliega sus alas membranosas.

—Decile a Silvana que la voy a estar esperando —dice—. Siempre.

Emprende vuelo. El aire que desplazan sus alas se vuelve un torbellino y su figura cubre el sol. Bendigo el viento fresco de su partida.