domingo, 12 de febrero de 2012

CÓDIGO GUERRERO

Ulises M era bisexual. Decía que se acostaba con hombres sólo para obtener algún beneficio económico. Poco tiempo después de romper con mi hermana, se garchaba a un viejo a cambio de plata. Más tarde comenzó su relación con Roberto, un peluquero del barrio. Les debo la inicial porque desconozco el apellido. Ulises se acostaba con Roberto a cambio de hospedaje y comida —en esa época ya había sido desalojado, junto con sus compañeros y respectivas familias, de la casa tomada—. Y cada tanto, Roberto le tiraba unos mangos para sus cosas.

No era como la relación que había tenido con el viejo. Con Roberto pasaban tiempo juntos, se divertían, se reían. Eran algo así como amigos. A menudo, Ulises se quedaba en la peluquería mientras Roberto trabajaba o descansaba entre cliente y cliente.

En una de esas ocasiones, entró al local un vendedor de sombreros, un negro brasilero que hablaba en portuñol. Llevaba los sombreros atados a un palo con varias cuerdas. Ofreció la mercadería.

—No, gracias —dijo Roberto.

El negro se rió.

—No, gracias —repitió imitando el tono afeminado de Roberto y doblando la muñeca hacia atrás. Y se dio vuelta para marcharse.

Pobre, creyó que iba a ser tan fácil.

—Eh, ¿qué te pasa, brasuca? —dijo Ulises.

El brasilero se hizo el distraído y siguió andando. Ulises se interpuso entre la puerta y él.

—Te estoy hablando. ¿No me escuchás?

El negro abrió los ojos como platos y fingió que no entendía el idioma.

—Ah, ¿no entendés? —dijo Ulises—. ¿Y esto lo entendés?

Y le metió un derechazo en el medio de la jeta.

Congelemos la imagen. Ulises aún con el puño cerrado, el brazo extendido. El negro cayendo hacia atrás, suspendido en el aire. El palo volando, las cuerdas como látigos, una bandada de sombreros. Más allá, Roberto, junto a los sillones de peluquería, tomando envión para sumarse a la gresca. Ya conocemos a Ulises, juzgo oportuno describir a Roberto. Tal vez alguien lo imaginó viejo; Roberto es joven, tiene treinta y pico. Tal vez alguien lo imaginó femenino; Roberto es alto, musculoso y pelado. Imagínense al cantante de Midnight Oil. O mejor al pelado que cantaba I’m too sexy. Los que saben de historieta imaginen a Den, de Richard Corben. Roberto no parece una mujer, a pesar de que algunos sábados por la noche se traviste y se pone una peluca roja. Y a Roberto, como a Ulises, le gusta agarrarse a trompadas.

Un último vistazo al vendedor de sombreros, antes de que caiga al piso y las dos fieras se abalancen sobre él. Estatura media, contextura delgada. No tiene muchas chances de salir bien parado, al menos que sea un astro de la capoeira. Por lo rápido que perdió el equilibrio, sospecho que no lo es.

Quitamos la pausa y observamos la paliza. Trompadas, patadas, el negro no logra ponerse en pie en ningún momento. En un paroxismo de furor, Roberto cambia de objetivo: se acerca al palo con cuerdas. Pero antes de que pueda patear los sombreros, Ulises le da vuelta la cara de un bife.

—¡¿Qué hacés, pelotudo?! —exclama Roberto con un falsete más estridente que de costumbre.

—¡La mercadería no! —dice Ulises—. ¡¿Qué sabés si no tiene pibes que alimentar?!

Por Dios, Ulises, ¿de qué sirve la mercadería si les estropeás el padre?

Los sombreros no se venden solos.

domingo, 5 de febrero de 2012

PALABRA DE DIOS: ABRAM

     Génesis, capítulo 11 al 16.

   Noé engendró a Sem, que engendró a Arfaxad, que engendró a Selah, y así por varias generaciones hasta llegar a Abram.
   Abram era bueno a los ojos de Dios. Por eso, Dios lo eligió como padre de su pueblo.
  Vete de tu tierra, y del lugar de tu nacimiento, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré, le dijo un día. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre.
  Partió, pues, Abram de su tierra, junto con Sarai —su mujer— y su sobrino Lot. Y estuvieron andando hacia el lugar que Dios había indicado hasta que una hambruna asoló la tierra y los obligó a parar un tiempo en Egipto, porque ahí había algo de morfi.
   Sarai, la mujer de Abram, estaba muy buena. Abram tenía miedo de que los egipcios lo mataran para garchársela. Habló, entonces, con ella antes de entrar a Egipto y le pidió que se hiciera pasar por su hermana. (1)
  Efectivamente, cuando entraron a Egipto, todos los hombres se la querían empomar. Y el que se la terminó empomando fue el faraón. Tan contento estaba con la mina que le regaló un montón de rebaños y de esclavos a Abram.
   Pero Dios se enfureció por esto y envió grandes plagas al faraón y a su familia. Ojo que estas no son las famosas diez plagas de Egipto. Esas vienen después, en la parte de Moisés.
   Cuestión que el faraón lo llamó a Abram y le dijo:
   —¿Qué me hacés, boludo? ¿Por qué no me dijiste que era tu mujer? Si hubiera sabido, no me la empomaba. Ahí la tenés. Agarrala y mandate a mudar, haceme el favor. (2)
   Y Abram partió de Egipto, junto con Sarai, Lot, y todos los esclavos y rebaños que había conseguido gracias al sudor de su mujer.
   Acá apretamos el botón de avance rápido. La caravana sigue marchando. Los rebaños se multiplican. Dios había dicho henchid la tierra —Dios, cómo me gusta decir henchid— y los animales no paran de garchar. Llega un momento en que son tantos las vacas, asnos y camellos que tiene Abram por su lado y Lot por el suyo que ya es dificultoso andar todos juntos. Y dos por tres los pastores de uno y los pastores del otro se pelean —imaginen todo esto a velocidad rápida y con la musiquita de Benny Hill—. De modo que Abram y Lot deciden dividirse y henchir la tierra cada uno por su lado. Así es como Lot termina en Sodoma. Ya vamos a volver con él.
   Después, Dios vuelve a prometerle tierras a Abram, reiterativo como es su estilo. Y le promete abundante descendencia. Abro paréntesis. El tema de la descendencia es muy importante a lo largo de la Biblia. Tener abundante simiente es una de las mejores promesas que puede hacerle Dios a los sucesivos personajes de este extenso relato formado de relatos. El pueblo hebreo, al igual que muchos otros de la época, estaba en pleno período de expansión. Y para expandirse, para ocupar tierras, se necesita gente. Por este lado, me parece a mí, viene el fuerte repudio que encontramos en la Biblia a la homosexualidad: los homosexuales no procrean. Me explayaré sobre esto cuando lleguemos a Levítico. Cierro paréntesis.
  Seguimos en avance rápido. Hay una guerra. No nos importa. Salteemos esta parte.
   Volvemos al avance normal.
   Había pasado el tiempo y Abram no había tenido hijos. Sarai, su mujer, era estéril. Abram reprochó esto a Dios. Dios repitió su promesa.
   Mira hacia los cielos y cuenta las estrellas, si las puedes contar, le dijo. ¡Así será tu simiente! (3)
   Pero no había caso, Abram dale que dale, tratando de henchir —perdón, lectores, no puedo evitarlo— y nada: Sarai seguía tan estéril como siempre.
   Sarai tenía una esclava egipcia llamada Agar —seguramente, regalo del faraón—. Viendo que la cosa no iba ni para atrás ni para adelante —o que iba para atrás y para adelante, pero sin el resultado esperado—, rogó a Abram  que  se  garchara  a  la  esclava,  para  tener  los  hijos  por medio de  ella. (4) Porque esa era una costumbre de la época: como la esclava le pertenecía, los hijos que ella tuviera con su marido también serían de Sarai.
  Escuchando el ruego de su mujer, Abram se garchó a Agar. Y Agar quedó embarazada. Pero cuando quedó embarazada, se re agrandó y despreció a su señora por ser estéril. La otra se re calentó y se fue a quejar a su marido.
  —Tu sierva está en tu mano —dijo Abram—. Hacé con ella lo que quieras.
   Lo que quería Sarai era fajarla. Y eso es lo que hizo.
  Agar, embarazada como estaba, huyó al desierto. En el desierto, la interceptó un ángel.
   —Agar, sierva de Sarai —le dijo—, ¿de dónde vienes? ¿y adónde vas?
   —De la presencia de Sarai, mi señora, voy huyendo —dijo ella.
   —Vuelve a tu señora —dijo el ángel—, y humíllate ante ella. (5)
   Pero también prometió Jehová a través del ángel:
   —Multiplicaré de tal manera tu simiente, que no podrá ser contada a causa de su muchedumbre.
   Porque Dios bendice a quien se humilla, como volveremos a ver, más adelante, en la historia de Job.
   Eso bastó para convencer a Agar de que volviera. Y Agar parió y llamó a su hijo Ismael, que significa Dios oirá, porque Jehová había oído su aflicción.


      (1) Génesis 12:11-13
      (2) Génesis 12:18, 19
      (3) Génesis 15:3-5
      (4) Génesis 16:2
      (5) Génesis 16:9

lunes, 30 de enero de 2012

NUNCA LE PIDAS AYUDA A TU HERMANO

Año 2000. Claudio G ya no vivía con su madre, pero la visitaba seguido. En una de esas ocasiones, conoció a Natalia D, que vivía en uno de los departamentos de planta baja. Pegaron onda y al tiempo se pusieron de novios.

Pronto comenzaron a tener problemas con un vecino del edificio, un muchacho de treinta años que vivía con su pareja en el segundo piso. El tipo se quejaba de que ellos se ponían a transar en la escalera y dificultaban el paso. Cada vez que volvía de la oficina, se los cruzaba. Ellos, en pleno éxtasis romántico, hacían oídos sordos a las quejas y seguían con su rutina amatoria. El tipo acumulaba presión.

Un día se quejó de otra cosa. La agarró a ella sola en los pasillos y la acusó de haberle robado ropa a su mujer. Ropa que había estado tendida en la terraza, secándose, y había desaparecido.

Natalia D le contó el episodio a Claudio G. Claudio G se indignó sobremanera. Y decidió intimidar al vecino.

En aquel entonces, Claudio G era flaquito, aún no se había vuelto adicto al ejercicio muscular. Y era, y sigue siendo, de estatura media tirando a baja. Solía agarrarse a trompadas, y era un luchador encarnizado; pero si sólo se trataba de intimidar, su contextura no lo ayudaba. Como la idea era sólo intimidar, sin dar golpe alguno, creyó oportuno pedirle ayuda a su hermano. Ulises M era más alto que él, más grande de edad y un poco más fornido. Y tenía más experiencia en eso de andar intimidando gente. Teniéndolo de escolta, la tarea iba a ser más fácil.

No fue necesario pedírselo dos veces. A Ulises M, este tipo de asuntos lo entusiasmaban como los juguetes a un niño. Unas horas después del pedido, ya estaba en la puerta del edificio, listo para la faena.

—¿Qué piso es?

—El segundo —respondió Claudio.

—Vamos.

—Acordate, vos dejame hablar a mí. Y si el chabón no se retoba, vos no haces nada, eh…

—Sí, sí…

Ulises tomó la delantera. Subía los escalones de a dos.

—¿Qué departamento?

—El D.

Ulises se rió.

—Uh, justo abajo del de mamá…

Fue el primero en llegar frente a la puerta. Y apenas llegó, tocó el timbre. Se dio vuelta y sonrió. Los ojos verdes relampaguearon.

—Si pregunta quién es, voy a decir que soy el cartero —dijo.

No hizo falta. Antes de que Claudio pudiese repetirle a su hermano que se quedara al margen, la puerta se entreabrió. Y Ulises terminó de abrirla de una patada. El dueño de casa recibió el impacto y retrocedió tambaleando. Ulises avanzó de una zancada. Se metió la mano en la camisa, sacó un revólver y, antes de que el otro pudiera recuperar el equilibrio, lo golpeó con el cañón en la cara, derribándolo.

Claudio paralizado en la entrada. Nada de esto estaba en los planes. Menos que menos el arma. Luego de un segundo de reprocharse a sí mismo el no haber previsto que algo así sucedería, entró al departamento y cerró la puerta tras de sí. El baile había comenzado, no quedaba otra que bailar.

Se quedó quieto. El corazón retumbándole en el pecho y en las sienes. Los ojos en el departamento, los oídos en el pasillo. La imagen congelada. El tipo en el piso. Descalzo, sin remera. Una mano sobre el pómulo, la otra mostrando la palma, en señal de sumisión. Como un animal. Su hermano, otro animal, apuntándole con el arma a la cabeza.

La mujer irrumpe en escena, gritando. Se interpone entre su pareja y el revólver. Está en corpiño y bombacha. Por esas cosas raras de la cabeza, Claudio piensa: Natalia le robó la ropa.

—¡¿Qué hacés en mi casa, hijo de puta?! —grita la mina.

Ulises no responde. Habla a través de ella, como si no existiera.

—¿Vos te hacés el pulenta, gil?

Se pasa el arma a la mano izquierda y con la derecha intenta golpear al tipo por arriba del hombro de la mujer. El tipo ya está de pie, medio encorvado. La mujer, erguida, como si quisiera detener a Ulises con los pechos. Los tres hacen un bailecito extraño. Ella siempre en el medio. Ulises se cambia el arma de mano y tira golpes por arriba de los hombros de ella, ahora el derecho, ahora el izquierdo, pero sin tocarla. El tipo esquiva, haciéndose chiquito. Giran hacia un lado, giran hacia el otro, en bloque. No hay música. Las bravatas de Ulises, los gritos de la mujer.

—¡Te escondés detrás de tu mina, maricón!

—¡Andate, hijo de puta!

—¡Mirala! ¡Tiene más huevos que vos, cagón!

El lunes, Claudio me llamó al laburo.

—Te tengo que pedir algo extraño. Necesito que la busques a Natalia y la traigas a lo de mi viejo.

Me reí.

—¿Qué es? ¿Un paquete?

—No, boludo… Lo que pasa es que en la casa no tienen teléfono y no tengo manera de comunicarme con ella.

—¿Y por qué no la buscás vos?

—Hubo un problema, después te explico… Por unos meses no voy a poder pintar por el edificio.

domingo, 22 de enero de 2012

PALABRA DE DIOS: NOÉ

     Génesis, capítulo 5 al 9.

  Set engendró a Enós, que engendró a Cainán, que engendró a Mahalalel, y así por varias generaciones hasta llegar a Noé.
  Para la época en que Noé tenía seiscientos años —un pibe, todavía le faltaban trescientos cincuenta para morir—, los hombres se habían multiplicado sobre la faz de la tierra y eran todos hijos de puta, toda imaginación de los pensamientos de su corazón era solamente mala todos los días. Una mierda.
   Y pesóle a Jehová el haber hecho al hombre en la tierra, y afligióse en su corazón. Porque el Dios de aquel entonces solía arrepentirse de sus acciones. No era el Dios infalible que inventaron siglos después los cristianos. Era un Dios más humano, más parecido al Zeus de los griegos, al Júpiter de los romanos. Caprichoso e irascible. Visceral. Y lo que creaba con una mano, lo destruía con la otra.
   Raeré al hombre que he creado de sobre la faz de la tierra, dijo, desde el hombre hasta la bestia, hasta el reptil, y hasta el ave de los cielos, porque me pesa el haberlos hecho.
   No sé si los animales de esa época también eran todos hijos de puta o si los pobres solo la ligaron de rebote.
  Mas Noé halló gracia en ojos de Jehová, porque era varón justo y perfecto entre sus contemporáneos. Por eso Dios le anunció la que se venía.
   He aquí que yo voy a traer un diluvio de aguas sobre la tierra, para destruir de debajo del cielo toda carne que tiene en sí aliento de vida; todo lo que está en la tierra, morirá.
   Y le encomendó que fabricara un arca de madera para salvarse él, su familia —mujer, hijos y nueras— y dos ejemplares de cada especie animal.
   De algunos animales —los limpios, los aptos para el sacrificio—, Noé debía llevar algunos de sobra para matarlos después. (1) Pobres inocentes, por un momento creyeron haberse salvado.
   Hizo Noé conforme a todo lo que le había mandado Jehová y fueron rotas todas las fuentes del grande abismo, y las ventanas de los cielos fueron abiertas; y hubo lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches. Crecieron las aguas y todo lo que tenía en sus narices soplo de aliento de vida, de cuanto había en la tierra seca, murió.
   Y prevalecieron las aguas sobre la tierra ciento cincuenta días, por si algún hijo de puta estaba aguantando la respiración.
  Cuando se hubieron retirado las aguas, Dios le chifló a Noé para que saliera del arca. Y, para que Dios se pusiese contento, Noé mató a los animales que había traído de sobra.
   Y olió Jehová el olor grato; y dijo Jehová en su corazón: No volveré más a maldecir la tierra por causa del hombre; ni volveré más a herir a todo viviente, como acabo de hacerlo. (2)
   Y bendijo Dios a Noé y a sus hijos —a las mujeres no, claro—, y les dijo: Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra.
   Otra vez, a garchar que recomienza el mundo.
  Y les prometió que nunca más exterminaría a la humanidad con un diluvio. (3) Supongo que la próxima vez será con fuego o a puñetazo limpio. Y como señal de ese pacto, creó el arcoíris.
   Estará pues el arco en la nube, dijo, y yo lo miraré, para recordar el pacto perpetuo entre Dios y toda alma viviente de toda carne que hay sobre la tierra. (4)
   Si no fuera por ese ayuda-memoria, el viejo gagá nos habría aniquilado unas cuantas veces más.
   Lo último que nos cuenta la Biblia sobre Noé es que un día se puso en pedo y se desnudó. Y que uno de sus hijos, Cam, lo vio en pelotas y se lo contó a sus hermanos, Sem y Jafet. (5)
   La cosa es que cuando el viejo se recupera de la borrachera y se entera de esto, se re calienta y maldice a la descendencia de Cam.
  Parece un poco desproporcionado. Se ha discutido mucho sobre este episodio de la Biblia, sobre cuál fue la falta que hizo a Cam merecedor de tamaña maldición. Si leemos textualmente el pasaje, no se entiende la reacción de Noé, salvo que fuera fruto de la resaca. Se han hecho variadas interpretaciones. Algunos dicen que Cam, simplemente, se burló de la desnudez de su padre. Otros dicen que, aprovechando la ocasión, se lo empernó.
   Sea como sea, el hecho es que Noé condenó a la descendencia de Cam a servir por siempre a la descendencia de sus hermanos. (6)
   De este modo, la Biblia aprueba la opresión de un pueblo a otro. A todo enemigo del pueblo hebreo se le inventa un origen abyecto, como veremos también, más adelante, en el caso de los hijos de Lot.
  Así como, posteriormente, el Nuevo Testamento se utilizará para demonizar al judío.

      (1) Génesis 7:2
      (2) Génesis 8:21
      (3) Génesis 9:11
      (4) Génesis 9:16
      (5) Génesis 9:21, 22
      (6) Génesis 9:25

domingo, 15 de enero de 2012

TRES SUEÑOS AJENOS Y UNO MÍO

   El primero es de Germán P. Era un sueño recurrente que tenía de púber. Una pesadilla. El contenido era muy sencillo. Tal vez les recuerde a mi sueño con vacas.
   Un patio. Germán P lo ve como si fuese desde una cámara fija. No hay nadie, ni siquiera él mismo. Él sólo es espectador de lo que sucede.
   ¿Qué sucede?
   Poco, pero raro.
   Hay un cordel para tender la ropa. Sin nada, desnudo. De la nada, cerca de una de las paredes, pendiendo del cordel, aparece un globo. Yo lo imagino azul. No sé por qué. Ustedes imagínenlo del color que prefieran. El globo se traslada, vaya uno a saber cómo, a través del cordel, hasta la otra pared. Y cuando la toca, se derrite y se vuelve negro, como si se quemase. Se desprende del cordel y cae al piso. Esto se repite. Los globos van desfilando, de a uno, y van formando un montículo junto a la pared que los quema.
  Así hasta que Germán P no soporta más la sensación de espanto y despierta, agitado.
  Este es uno de esos sueños en los que el contenido explícito no se condice con la sensación de fondo. Probablemente, porque la sensación se corresponde con el significado oculto del sueño, con el contenido latente, como lo llamaba Freud, del cual el contenido manifiesto no es más que un símbolo. A pesar de que la imagen de los globos quemándose y apilándose no es agradable, el horror de Germán P no se explica, es desproporcionado.
   Yo he tenido sueños de este tipo, en los que la relación entre contenido y sensación no es coherente. El más llamativo fue el siguiente, que tuve en mi adolescencia.
   Estoy en el entierro de mi bisabuela, que en aquel entonces —en la realidad—, estaba viva. El lugar está lleno de gente acongojada. Yo tengo una servilleta atada al cuello y, en las manos, un cuchillo y un tenedor. Estoy impaciente y de mal humor, deseando que la gente se vaya pronto, para poder comer un pedazo de la pierna de mi bisabuela.
  Al despertar, mi sensación era de insatisfacción, de frustración. Sospecho que el contenido latente de este sueño es de índole sexual.

   El segundo sueño ajeno es de Sebastián C, compañero de escuela de Germán P y mío. Es el Lautaro de mi novela.
   Sebastián C está sentado en la oscuridad más absoluta. No está seguro de que su asiento tenga respaldo. Se siente incómodo, pero no se anima a reclinarse por miedo a caerse hacia atrás. Finalmente, decide hacer la prueba.
   En la realidad, Sebastián C estaba sentado en el borde de la cama. Se arrojó hacia atrás como los hombres rana.
   Dormía en una cama de dos pisos.
   En la de arriba.

   El último sueño es de Manuel G, un antiguo compañero de laburo del cual volveré a hablar en algún momento.
   Manuel G está cogiendo con una mina. Ella en cuatro patas, el dándole de atrás. La mina tiene un culo espectacular. Voltea la cabeza para mirarlo. Tiene la cara de su padre.
  Eso es suficientemente impactante; pero para que el relato cause el efecto completo, tenemos que saber cómo era el padre de Manuel G.
   ¿Vieron El Zorro?
   Imagínense al sargento García.

lunes, 9 de enero de 2012

PALABRA DE DIOS: CAÍN Y ABEL

   Génesis, capítulo 4.

  Comienza el cuarto capítulo del Génesis y la Biblia nos dice que el hombre conoció a Eva, su mujer. El lector incauto se preguntará: «¿Pero cómo? ¿No la había conocido en el capítulo dos?». No, señoras y señores: aquí hay un malentendido. Aquí dice conoció, pero quiere decir garchó. Adán conoció a Eva en el segundo capítulo, pero se la garchó en el cuarto —en el cuarto capítulo quiero decir, no en su habitación, que se entienda—.
   Esta aclaración sobre el sentido que se le da aquí a la palabra conocer es importante para entender un episodio posterior, que sucede en la ciudad de Sodoma.
  El hombre conoció a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín.
   Y la segunda vez que Adán conoció a Eva, esta dio a luz a Abel, que viene del hebreo Hébel, que significa vanidad —esto es muy llamativo—.
   Caín fue labrador del suelo. Abel fue pastor de ovejas.
  Ambos hermanos entregaban ofrendas a Dios. Caín de los frutos de la tierra, Abel de los primogénitos de sus ovejas.
  Dios es carnívoro, por eso recibía las ofrendas de Abel con gusto e ignoraba las de Caín.
   El final de este drama también es muy conocido: movido por los celos, Caín mató a su hermano.
   Entonces, Jehová dijo a Caín: ¿Dónde está Abel, tu hermano?
   Y él respondió: No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?
   Digno hijo de su padre, se hace el pelotudo.
  ¿Qué has hecho?, dijo Dios. La voz de la derramada sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra.
   Esta imagen me encanta.
   Y a este hijo suyo, también lo maldice Dios.
   Y ahora, maldito eres de la tierra, que abrió su boca para recibir de tu mano la derramada sangre de tu hermano.
   Cuando labrares el suelo, no volverá más a darte su fuerza; fugitivo y errante serás en la tierra.
  Caín se arrepiente. No le vale una mierda, porque eso del arrepentimiento lo inventaron los cristianos y faltaban siglos para que nacieran. Así que Caín no zafa de su condena. Pero Dios le pone una marca para que no lo caguen matando como castigo por su mala acción.
   ¿Quiénes?
   Otros hombres.
  ¿De dónde salieron? ¿No era una familia de cuatro: Adán, Eva, Caín y Abel?
   Qué se yo… Misterio divino. Menos pregunta Dios y perdona —a veces—. No le rompan las pelotas al cura.
   El hecho es que había más gente, porque Caín se manda a mudar, se establece en la tierra de Nod y conoce a una mujer. Que sería hija del co-creador, supongo.
  Con esta mina tiene a Enoc y a Irad, que engendró a Mehujael, que engendró a Metusael, que engendró a Lamec, y así… Pero toda esa gente no nos importa, porque no son nuestros parientes y se mueren todos, tiempo después, en el diluvio universal.
   ¿Quiénes nos importan?
  Los descendientes del tercer hijo de Adán y Eva: Set, que significa sustitución. La madre le puso así porque decía que Dios se lo mandaba como reemplazo de Abel.
    La primera de varias sustituciones que ocurren en la Biblia.

martes, 3 de enero de 2012

GRUPO KÁRMICO EN UNA LATA DE SARDINAS

   En el año 98, mi hermana Silvana fue de paseo al río con una amiga y conoció a Ulises M, uno de los hijos de Graciela M. Poco tiempo después, Ulises M y mi hermana eran novios.
   Silvana tenía catorce años; Ulises M, veintitrés. Su ocupación —el asalto a mano armada y el robo nocturno de comercios— no le generaba demasiados ingresos; pero tampoco tenía muchos gastos porque vivía en una casa tomada, en San Martín, junto con varios compañeros de laburo y sus respectivas familias.
   Luego de varios enfrentamientos fuertes con mi vieja, Silvana terminó yéndose a vivir con Ulises M a esa casa. Todos los sábados, cuando yo salía del trabajo, la iba a visitar. A veces nos quedábamos ahí, en la habitación en la que Ulises M solía encerrar a mi hermana durante su ausencia, con la excusa de que quería protegerla de sus compañeros de vivienda.
   Otras veces, íbamos a tomar mate al departamento de Graciela M, que quedaba a tres cuadras. Así la conocí a ella, al resto de la familia, a la manada de gatos y a Cachilo, el perro que vivía atado a la pata de la mesa.
  En la habitación libre de animales, vivían hacinadas cinco personas: Graciela M, tres de sus hijos (Claudio G, Pamela B y Roxana M —que no había sido reconocida por su padre y llevaba el apellido de la madre, como Ulises M—) y Jennifer N, de cuatro añitos, hija de Roxana M y de uno de los muchachos que vivían en la casa tomada.
   A todos ellos los conocí el mismo día, una vez que Ulises M nos llevó de paseo en su Taunus al puerto de frutos, en Tigre.
   Es una de las tantas fotos que tengo en mi cabeza: los ocho dentro del auto, amontonados como los seres humanos en el cuarto libre de gatos. Un encuentro fortuito entre uno de los suyos y uno de los nuestros nos había mezclado y ahora nuestros destinos estaban ligados. Con el tiempo, nos combinaríamos de varias de las formas posibles: Ulises M golpeando a mi padrastro. Claudio G enamorado de mi hermana y uno de los mejores amigos que he tenido. Yo enamorado de Roxana M, pero acostándome con su madre.
   Todavía no ha sucedido nada de eso. El auto está suspendido en el aire. Ulises conduce sin mirar el camino, el pelo revuelto por el viento, la camisa abierta. La nena juega sobre el regazo de Roxana. Claudio aún es flaquito y está gritando algo. Graciela me clava la mirada en la nuca. Nos reímos. El sol que entra por las ventanas nos empapa las caras.