Todos los sábados, a la salida del laburo, iba a visitar a mi hermana Silvana a la casa tomada en la que vivía con Ulises M. Por lo general, Ulises no estaba y nosotros nos íbamos a lo de Graciela M a tomar unos mates. Algunas veces, salíamos de paseo con ella, sus hijos y su nieta. Así fui entrando en confianza con la familia.
En uno de esos paseos, en una ocasión en que nos sentamos juntos en un colectivo, terminé hablando con Graciela sobre mis amores frustrados.
¿Cómo terminamos hablando de eso?
No lo recuerdo. Supongo que, simplemente, ella me preguntó si yo tenía novia.
¿Qué hay de raro en eso?
Nada. Una señora, madre de mi cuñado, preguntándome si tengo novia. ¿Cuántas preguntas puede hacerle una señora a un joven de diecinueve años al que recién está conociendo?
¿Qué edad tenés? ¿Estudiás? ¿Trabajás? ¿Tenés novia? ¿Creés en Dios? ¿Le tenés miedo a esto?
Una señora muy jovial y simpática. Macanuda, buena onda. Le respondí que no, que no tenía novia.
Me habrá preguntado por qué.
Le hablé de mi timidez. Había entrado en confianza con la señora. No le hablé de mi fimosis, era un tema sin resolver y aún era mi gran tabú; pero le hablé de mis problemas para relacionarme con las chicas. De mi falta de confianza en mí mismo. De mi dificultad a la hora de interpretar señales en el juego de la seducción. Y utilicé una alegoría que luego sería manoseada, reciclada, reutilizada por ella en muchas ocasiones: un hit remixado una y otra vez. Le dije que para la conquista amorosa yo era un miope esperando el colectivo. Que lo veía de lejos y dudaba. Que cuando reconocía el cartel y levantaba la mano, el colectivo ya se estaba yendo. Que a la distancia me daba cuenta de que, en el pasado, con algunas chicas habíamos tenido onda; pero que mi falta de confianza me había impedido estar seguro de esto en su momento y por eso había desaprovechado oportunidades. Todo esto le contaba a la señora. Faltaba un diván para que fuera una sesión de psicoanálisis. La señora no ejercía, pero era licenciada en psicología.
Hannibal Lecter también.
Es más, entré tanto en confianza con ella que terminé contándole que me gustaba una de sus hijas, Roxana M.
Esto fue cuando Roxana ya se había ido a vivir a Ushuaia huyendo de Walter N, el violento padre de su hija. Para esa época, poco antes o poco después, mi hermana se separa de Ulises y se va a vivir a La Pampa con mis viejos. Y Claudio G se muda de lo de Graciela a lo de su padre, en Martelli. Por todo esto, dejo de frecuentar San Martín. Porque lo que me había ligado hasta aquel entonces con ella, eran sus hijos.
Pasó el tiempo. Un día, en el trabajo, recibí una llamada telefónica.
—Guille, para vos.
—¿Quién es?
—Una señora.
—¿Mi vieja?
—Qué sé yo, boludo… Atendé…
—Hola…
—Hola, ¿Guillermo?
—Sí. ¿Quién habla?
—Graciela. La mamá de Ulises.
—¡Ah, hola!… ¿Cómo andás?
—Bien, bien… ¿Vos?
—Bien…
—Tanto tiempo…
La verdad es que unos meses sin ver a esta señora no me parecían mucho tiempo, pero dije:
—Sí, tanto tiempo…
—Te llamaba porque le escribí una carta a Silvana y te la quería dar para que se la hagas llegar.
—Si querés, te puedo dar la dirección…
Se rió.
—No, prefiero dártela a vos. Y de paso nos tomamos un café y charlamos un rato, ¿te parece?
—¡Dale!
—¿El martes te queda cómodo?
—Sí, dale, juntémonos el martes.
—Y de paso festejamos el día de la primavera.
—¡Claro!
Me reí.
En uno de esos paseos, en una ocasión en que nos sentamos juntos en un colectivo, terminé hablando con Graciela sobre mis amores frustrados.
¿Cómo terminamos hablando de eso?
No lo recuerdo. Supongo que, simplemente, ella me preguntó si yo tenía novia.
¿Qué hay de raro en eso?
Nada. Una señora, madre de mi cuñado, preguntándome si tengo novia. ¿Cuántas preguntas puede hacerle una señora a un joven de diecinueve años al que recién está conociendo?
¿Qué edad tenés? ¿Estudiás? ¿Trabajás? ¿Tenés novia? ¿Creés en Dios? ¿Le tenés miedo a esto?
Una señora muy jovial y simpática. Macanuda, buena onda. Le respondí que no, que no tenía novia.
Me habrá preguntado por qué.
Le hablé de mi timidez. Había entrado en confianza con la señora. No le hablé de mi fimosis, era un tema sin resolver y aún era mi gran tabú; pero le hablé de mis problemas para relacionarme con las chicas. De mi falta de confianza en mí mismo. De mi dificultad a la hora de interpretar señales en el juego de la seducción. Y utilicé una alegoría que luego sería manoseada, reciclada, reutilizada por ella en muchas ocasiones: un hit remixado una y otra vez. Le dije que para la conquista amorosa yo era un miope esperando el colectivo. Que lo veía de lejos y dudaba. Que cuando reconocía el cartel y levantaba la mano, el colectivo ya se estaba yendo. Que a la distancia me daba cuenta de que, en el pasado, con algunas chicas habíamos tenido onda; pero que mi falta de confianza me había impedido estar seguro de esto en su momento y por eso había desaprovechado oportunidades. Todo esto le contaba a la señora. Faltaba un diván para que fuera una sesión de psicoanálisis. La señora no ejercía, pero era licenciada en psicología.
Hannibal Lecter también.
Es más, entré tanto en confianza con ella que terminé contándole que me gustaba una de sus hijas, Roxana M.
Esto fue cuando Roxana ya se había ido a vivir a Ushuaia huyendo de Walter N, el violento padre de su hija. Para esa época, poco antes o poco después, mi hermana se separa de Ulises y se va a vivir a La Pampa con mis viejos. Y Claudio G se muda de lo de Graciela a lo de su padre, en Martelli. Por todo esto, dejo de frecuentar San Martín. Porque lo que me había ligado hasta aquel entonces con ella, eran sus hijos.
Pasó el tiempo. Un día, en el trabajo, recibí una llamada telefónica.
—Guille, para vos.
—¿Quién es?
—Una señora.
—¿Mi vieja?
—Qué sé yo, boludo… Atendé…
—Hola…
—Hola, ¿Guillermo?
—Sí. ¿Quién habla?
—Graciela. La mamá de Ulises.
—¡Ah, hola!… ¿Cómo andás?
—Bien, bien… ¿Vos?
—Bien…
—Tanto tiempo…
La verdad es que unos meses sin ver a esta señora no me parecían mucho tiempo, pero dije:
—Sí, tanto tiempo…
—Te llamaba porque le escribí una carta a Silvana y te la quería dar para que se la hagas llegar.
—Si querés, te puedo dar la dirección…
Se rió.
—No, prefiero dártela a vos. Y de paso nos tomamos un café y charlamos un rato, ¿te parece?
—¡Dale!
—¿El martes te queda cómodo?
—Sí, dale, juntémonos el martes.
—Y de paso festejamos el día de la primavera.
—¡Claro!
Me reí.