domingo, 19 de mayo de 2013

MALA JUNTA

Gabriel era gay. Tenía cincuenta años y un aire a Woody Allen, pero más demacrado. Vivía en el edificio de Graciela.

Un día subió a la terraza a tender la ropa y se cruzó con Ulises, que justo salía del cuartito de las escobas.

A la tercera vez que sucedió lo mismo, Gabriel comenzó a sospechar lo que Ulises hacía en el cuartito.

A la quinta, se animó a preguntar.

—Hola, mi nombre es Gabriel. Disculpá que te pregunte, no te quiero ofender. ¿Vos dormís ahí?

Ulises le explicó su situación. Le habló de la casa tomada, del desalojo, de la mala relación con su madre.

En aquel entonces, Gabriel vivía solo. Salir del armario le había valido el desprecio de la que fuera su mujer y madre de su hija, un pequeño monstruo de seis años que ejecutaba con igual destreza el violín y la ironía. Luego había tenido un par de parejas gay, pero la convivencia no había funcionado. Movido por la piedad, y por otro tipo de impulso, decidió invitar a Ulises a vivir en su departamento.

Como he contado en otro lado, Ulises se decía heterosexual; pero en un tiempo se cogía a un viejo por plata. Con Gabriel, como más tarde con Roberto, el intercambio sería sexo por alojamiento y comida.

Cuando Ulises entró en confianza —no es algo que le costara mucho: a los dos días, ponele—, tomó por costumbre llevar a sus amigotes a la casa.

Primero a Camilo, quien también se hizo acreedor de la misericordia de Gabriel.

—¿Ese chico duerme en un auto? Decile que venga a dormir acá, las veces que quiera.

Y así fue: Camilo pasaba algunas noches con ellos, en el departamento, sin necesidad de pagar con sexo el favor de su anfitrión.

Después se sumó Walter.

Walter había sido pareja de Roxana, hermana de Ulises, con quien había tenido una hija. Era un macho más feroz que Ulises. El alfa de la manada. La amistad con él consistía en sometérsele dócilmente.

Él no se quedaba a dormir, sólo pasaba de visita de vez en cuando.

Por extraño que parezca, Gabriel se enamoró de él. Bueno, no necesariamente les parecerá extraño a ustedes. A mí me parece extraño.

¿Por qué?

Porque yo nunca me enamoraría de Walter. Lo que me generaba era miedito. Si me lo hubiera cruzado en la calle por la noche, habría cambiado de vereda. Si me lo hubiera cruzado en un desierto, me habría enterrado a mí mismo en la arena para escapar de esos ojos fieros, inyectados en sangre.

Pero en fin, yo soy yo y Gabriel era Gabriel, y las cosas son así: hasta Barreda consigue pareja.

¿Qué nos lleva a relacionarnos con cierta gente y no con otra?

De pronto nos cruzamos con alguien, fortuitamente —¿fortuitamente?—, y nos vinculamos con él, y con su mundo. Y él se vincula con nosotros y con nuestro mundo. Y ambos mundos se vinculan, independientemente de él y de nosotros, incluso. Se da una multitud de interrelaciones, algunas de las cuales escapan a nuestra influencia. Cada componente que se vincula modifica y es modificado. Nada queda igual después de todo esto, para bien o para mal.

Pero más allá de lo fortuito del encuentro, y de que el encuentro haya sido o no fortuito, yo podría cruzarte y optar por no relacionarme con vos. O, simplemente, no registrar tu existencia.

Sin embargo, lo hago: te capto y decido vincularme.

¿Por qué?

Una tarde, Gabriel llegó al departamento y encontró todo revuelto. Alguien había vaciado el contenido de los cajones en el piso, evidentemente buscando objetos de valor. Acto seguido, se percató de que faltaban el televisor, la videocasetera y la computadora. Entonces, escuchó un ruido en la cocina y fue corriendo hacia ahí. Llegó a tiempo para ver una pierna que desaparecía a través de una claraboya que daba a la terraza. Nunca supo que esa pierna era de Camilo.

Días más tarde, Walter cayó borracho al departamento.

Gabriel estaba solo.

—¡Hola! ¿Cómo andás? Los chicos no están, pero pasá…

Walter lo violó.

Después se puso a romper los muebles y a saltar sobre la mesa mientras cantaba: «Oléee olé olé oléee… Puutooo, puutooo…».

domingo, 5 de mayo de 2013

MÁS Y MÁS LEYES

     Números, capítulo 30.
     Deuteronomio, capítulo 13 al 28.

   Seguimos con las leyes de los hebreos.
   En Números y en Deuteronomio encontramos más. Destaco las siguientes:

   - Si te incitare en secreto tu hermano, o tu hijo, o tu hija, o tu mujer, o tu amigo que es para ti como tu misma alma, diciendo «Vamos y sirvamos a otros dioses», no le perdone tu ojo, ni le tengas piedad, ni le protejas; sino que irremisiblemente le matarás. Tu mano será la primera que se levante contra él para hacerle morir, y la mano de todo el pueblo después. (1)

  - Cuando algún hombre tuviere un hijo terco y rebelde, que no quisiere escuchar la voz de su padre o la voz de su madre, y que aunque le castigaren no les obedeciere; su padre y su madre echarán mano de él y le sacarán ante los ancianos de su ciudad.
  Y dirán a los ancianos de su ciudad: Este nuestro hijo es terco y rebelde, no quiere obedecer nuestra voz; glotón es y bebedor.
   Y todos los hombres de su ciudad le apedrearán hasta que muera. (2)

   - No vestirá la mujer traje de hombre, ni vestirá el hombre ropa de mujer; porque todo aquel que hace esto es abominación a Jehová tu Dios. (3)

  - Si un hombre hacía un juramento a Dios —como quien hoy día promete ir de rodillas a Luján si sale campeón su equipo favorito, ponele—, debía cumplir indefectiblemente con su palabra.
   Si una mujer hacía un juramento así, su padre o su marido podían dejar sin efecto su voto. (4) 

  - Si un hombre se casaba con una mujer y, después de garchársela, denunciaba que ella no había llegado virgen al matrimonio, los padres de la mujer debían tomar las sábanas sobre las que la pareja había garchado y llevarlas ante los ancianos de la ciudad.
   Si las sábanas estaban manchadas con sangre, al hombre le cobraban una multa.
   Si no había manchas de sangre, a la mujer la apedreaban. (5)

  - Si una mujer casada era violada en la ciudad, la apedreaban a ella, además de al violador, por no haber gritado pidiendo ayuda.
  Si era violada en el campo, sólo apedreaban al hombre, porque daban por sentado que la mujer había pedido ayuda pero nadie la había escuchado. (6)

  - Si una mujer soltera era violada y el violador era descubierto, este debía pagar una indemnización al padre de la mujer y casarse con ella. (7)

  - Si un hombre se casaba con una mujer y después se encontraba con que algo de ella no le gustaba, podía escribir una carta de repudio y despedir a la mujer de su casa. (8) Salvo en casos como el del punto anterior, en los que el hombre no podía despedir a la mujer en toda su vida.

  - Si dos tipos se cagaban a trompadas y la mujer de uno de ellos intervenía y, para librar a su marido, agarraba al otro de las pelotas, había que cortarle la mano. (9)
   Habiendo una ley respecto a esto, ¿debemos suponer que casos así eran habituales?

  - En época de guerra, los soldados debían llevar entre sus armas una pala, que utilizaban para cavar pocitos en los que cagaban y para tapar después sus excrementos.
  Porque Jehová, tu Dios, anda en medio de tu campamento, para librarte y para entregar tus enemigos delante de ti. Por lo mismo, tu campamento ha de ser santo. No sea que él vea tu cacona y se aparte de ti. (10)

   - Entonces, los levitas tomarán la palabra y dirán a todos los hombres de Israel, con voz levantada:
   ¡Maldito aquel que se acostare con su suegra!
   Y dirá todo el pueblo:
   ¡Amén! (11)

   Y hoy también cerramos con algunas amenazas de Dios a sus criaturas.

  Si no obedecieres la voz de Jehová, tu Dios, para poner cuidado en hacer todos sus mandamientos y sus estatutos que hoy te prescribo, vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas maldiciones:
   Maldito serás en la ciudad, y maldito serás en el campo.
   Maldito serás en tu entrada, y maldito serás en tu salida.
   En vez de la lluvia de tu tierra, Jehová te dará polvo y cenizas. Desde los cielos descenderán sobre ti hasta que seas destruido.
  Y servirán tus cadáveres de pasto a todas las aves del cielo y a las bestias de la tierra, y no habrá quien las espante.
   Jehová te herirá con la úlcera de Egipto, y con tumores, y con sarna, y con comezón, de que no podrás ser curado.
   Con mujer te desposarás, mas otro hombre se acostará con ella.
   Tu buey será degollado delante de tus ojos, mas tú no comerás de él.
   Tu asno será arrebatado en tu misma presencia, y no te lo devolverán.
  Hijos e hijas engendrarás, mas no serán para ti, porque irán en cautiverio.
  Traerá Jehová sobre ti una nación de lejos, desde los cabos de la tierra, a la manera que vuela el águila. Nación cuya lengua no entiendes. Nación fiera de rostro, que no tendrá respeto al anciano, y del niño no tendrá compasión.
   Y comerás el fruto de tu seno, la carne de tus hijos y de tus hijas.
   Y será que así como se regocijaba Jehová sobre vosotros para haceros bien y para multiplicaros, así se regocijará Jehová sobre vosotros para haceros perecer y para destruiros.
   Y Jehová te hará volver a Egipto en navíos, por el camino del cual te dijo: No volverás más a verlo. Y allí os ofreceréis en venta a vuestros enemigos, por esclavos y por esclavas.
   Y no habrá quien os compre. (12)

     (1) Deuteronomio 13:6-9
     (2) Deuteronomio 21:18-21
     (3) Deuteronomio 22:5
     (4) Números 30:2-8
     (5) Deuteronomio 22:13-21
     (6) Deuteronomio 22:23-27
     (7) Deuteronomio 22:28, 29
     (8) Deuteronomio 24:1
     (9) Deuteronomio 25:11, 12
     (10) Deuteronomio 23:9, 12-14
     (11) Deuteronomio 27:14, 23
     (12) Deuteronomio 28:15-68

domingo, 28 de abril de 2013

RUBRO 59

   Quizás algunas mujeres no lo sepan: las puertas de los baños públicos de hombres son carteleras de avisos publicitarios.
  A lo largo de mi vida he leído muchos de estos, pero hay tres que conservo en un rincón privilegiado de mi memoria. Hoy quiero compartirlos con ustedes.

   Chupo pija y entrego la cola.
   Solo policías o personal de seguridad uniformado.
   Escribime a:
   polipete@hotmail.com

   Me gustan las pijas.
   Sobarlas, mamarlas y pajearlas.
   No soy puto.
   Número de teléfono.

   Hola. Soy Tucu. Viólenme, pero no me maten.
   Sin número de teléfono ni medio de contacto alguno.
   Más que un aviso, es un pedido al público.
  No me queda claro si Tucu desea que lo violen o si sólo lo acepta a regañadientes con la condición de no ser asesinado después del acto.

   Y este lo leí hace unas horas:

   Soy pasivo.
   La mejor cola.
   Llamame.
   Número de teléfono.
   Abajo, de nuevo, subrayado:
   La mejor cola.

   Yo tengo una duda.
   Si llamo, ¿por quién pregunto?

   —Hola. ¿La mejor cola?
   —Sí, ella habla.
   —¡Qué bueno! Hace tiempo que intento comunicarme contigo.

lunes, 15 de abril de 2013

MOISÉS MATA NIÑOS Y SECUESTRA NIÑAS

      Números, capítulo 31.

   Luego de que los hebreos acabaron con los moabitas, Jehová les ordenó que siguieran con los madianitas.
  Y ellos hicieron la guerra contra Madián, y mataron a todos los varones. Y tomaron cautivos a las mujeres y a los niños.
   Y Moisés estalló en indignación.
  —¿Habéis guardado la vida a todas las mujeres? —dijo—. He aquí que ellas, por consejo de Balaam, fueron motivo para que los hijos de Israel se apartaran traidoramente de Jehová. Ahora, pues, matad a todo varón entre los niños. Matad también a toda mujer que haya conocido ayuntamiento de varón. Mas a todas las niñas que no han conocido ayuntamiento de varón, las guardaréis vivas para vosotros. (1)
   ¿A quién de ustedes le contó esto su catequista?

      (1) Números 31:17, 18

domingo, 31 de marzo de 2013

CÚ CHULAINN

Soultrain.

Acodado en una de las barras, Claudio G se está chamuyando a una mina, a los gritos, compitiendo con el volumen de la música. Es evidente que hay onda, la chica se ríe de todas sus ocurrencias. Claudio da un paso adelante, arrima su cuerpo al de ella, cuando siente una mano en el hombro.

Se voltea.

Ve la cara de su hermano y adivina lo que sucede. No es que tenga dotes de clarividencia, todos los fines de semana es igual. Sin embargo, pregunta:

—¿Qué pasa?

—Haceme la segunda que unos perejiles andan boqueando —dice Ulises.

—Dejate de joder… —dice Claudio con hastío—. ¿No ves que estoy ocupado? No armés bardo, dejala pasar.

Demasiado tarde.

—Me están esperando afuera —dice Ulises.

Claudio le clava una mirada que Superman envidiaría, pero no logra atravesarle el cerebro con su rayo laser. Ulises sigue en pie, con cara de perro que pide por salir.

—Sos un hijo de puta… —dice Claudio finalmente, y se resigna a acompañarlo.

Ulises da media vuelta y enfila hacia la puerta. Anda con tal ímpetu que dos por tres se lleva a alguien por delante.

—¡Eh! ¡Mirá por dónde caminás, mogólico!

—Mogólica tu vieja, puto.

—¡¿Qué dijiste?!

—Que te chupes una pija.

—Pará de bardear, boludo —dice Claudio—. ¿Querés que nos caguemos a trompadas con todo el boliche?

—Son todos pelotudos.

En eso se cruzan con Sebastián K.

—¿Ya te vas, amargo?

—No —dice Claudio—. Salgo un toque y vuelvo.

—Dale, volvé rápido que te tengo que contar del caramelito que me acabo de comer.

No recibe respuesta. El tren compacto que forman los dos hermanos se aleja y desaparece entre la multitud.

Al atravesar la puerta, se les revela un panorama devastador. Los contrincantes son seis. Cinco son seres humanos, el sexto es King Kong.

Otra vez, Claudio siente la mano en el hombro.

En el rostro de Ulises no queda nada del ímpetu de hace un rato.

—Vamonós, boludo… —dice—. Son muchos.

—La pija —replica Claudio—. Me cagaste la fiesta, ahora te quedás.

Después de unos segundos Ulises asiente, poco convencido.

Claudio vuelve a fijar su atención en el enemigo. Concretamente, en el monstruo de proporciones gigantescas. Por cómo están dispuestos los otros a su alrededor, lo supone una suerte de líder. Y decide que es conveniente comenzar con ese. Estos animales funcionan así, piensa. Si pierden a su líder, es probable que se dispersen. O, al menos, que pierdan una cuota importante de seguridad.

Podemos imaginar todo esto visto a través de la pantalla de Terminator. Filtro rojo, palabras que se van escribiendo. Tiquitiquitiquitiqui. Líneas de puntos que miden la altura del oponente, la distancia entre este y sus compañeros. Cifras. Peso estimado. Velocidad sugerida. Ángulos, parábolas, ecuaciones, coordenadas. Y una mira que recorre la  figura hasta detenerse en la cabeza.

Sin embargo, esto dista de ser un proceso desapasionado. Y si Claudio ve todo rojo, es por la furia. Generada por su hermano, pero redirigida hacia King Kong y sus secuaces. Lo que en psicología se llama desplazamiento.

La mira apunta a la cabeza, digo. Recordemos que Claudio es de estatura media tirando a baja. Para dar un golpe tan alto, tiene que volar.

Y vuela.

Corre, como David hacia Goliat. La honda es el brazo. El puño, la piedra. Pega un salto y emboca al gigante en el medio de la jeta.

Goliat se desploma.

Los otros cinco parecen desconcertados, pero no tardan en lanzarse sobre los dos hermanos.

Al comienzo, el intercambio es equitativo: Claudio da y recibe en igual proporción. Uno y uno, uno y uno, uno y uno.

Gradualmente, el equilibrio se va perdiendo. Por cada golpe que Claudio da, recibe dos. Después tres. Después cuatro. Hasta que sólo recibe.

En medio del furor de la batalla, se voltea para ver si su hermano está teniendo mejor suerte; pero Ulises ha desaparecido sin dejar rastro.

Luego de tan amargo descubrimiento, vuelve la vista al frente y se encuentra con algo peor.

Goliat se está levantando.




—Che, tu amigo se está por cagar a palos con unos chabones, allá en la puerta.

—¿Qué amigo? —pregunta Sebastián K.

—El de los pelitos parados. El musculoso.

—¿Claudio?

—No sé cómo se llama, pero me parece que la va a ligar fiero.

Sebastián corre hacia la salida. Mientras se acerca, a través de la puerta entreabierta, ve un pedazo del gigante. Y ve pasar a Claudio, volando como Astroboy. Y el impacto del astropuño contra el rostro del coloso.

—¡Uh! —exclama, y apura el paso más aún. Pero un patovica lo intercepta, adivinando sus intenciones.

—Si salís, no volvés a entrar, eh… —le dice.

Sebastián titubea. Decide buscar refuerzos. La única persona que se le ocurre está vomitando en el baño. Vuelve corriendo a la puerta. Afuera hay un bardo terrible. Otra vez el patovica.

—Ya fue, pibe —dice—. Ahora te quedás.

—Loco, dejame salir que el que la está ligando es mi amigo —dice Sebastián.

—Y bueno, ¿es el único amigo que tenés? —dice el patovica—. Hacete otro.

Alguien que está escuchando se ríe.

—Sí —dice—, porque cuando terminen no te va a servir ni para jugar a las cartas.

El patovica da por terminada la conversación y le da la espalda. Con su cuerpo bloquea la salida, pero tiene las piernas muy separadas. En su desesperación, Sebastián decide hacer una jugada peligrosa. Toma envión y se desliza entre las piernas del patovica, cual surfer barrenando una ola. La maniobra sería perfecta si no fuera porque la cabeza de Sebastián impacta contra las bolas del patovica.

Apenas toca la calle, suena una sirena. El gigante y sus colegas ponen pies en polvorosa. Sebastián está rodeado. De un lado, la cana. Del otro, el patovica, agarrándose las bolas y mirándolo con furia. Voy a dar una vuelta manzana, piensa. Tal vez, cuando vuelva, el panorama sea más favorable. Y sale corriendo.

Llegan dos patrulleros. Bajan cuatro policías armados con bastones. Como no hay nadie más a quién pegarle, se dirigen hacia Claudio. El primero en alcanzarlo le da un palazo en la cara. En la puerta del boliche hay una fuente. Claudio cae al agua.

Cuando logra incorporarse, tres de los cuatro canas están fumando apoyados en los coches. El cuarto, el que le pegó el palazo, está parado frente a él, todavía con la cachiporra en la mano. Con un movimiento de la cabeza, señala los coches.

—Vamo al patrullero —dice.

—¿Seis tipos me cagaron a trompadas y encima me vas a llevar? —dice Claudio.

El cana se queda en silencio unos segundos.

—Bueno, está bien —dice finalmente—. Corré.

—¿Correr? —dice Claudio—. Gracias si puedo caminar… Me hicieron mierda, hermano. ¿No viste cómo estoy?

Abre los brazos para exhibirse mejor. La camisa destrozada, como la de Hulk. Cuerpo y rostro manchados con sangre, propia y ajena.

—Una de dos, pibe —dice el cana—: corrés o vamos a la comisaría. ¿Entendés? Corta. Vos elegís.

No podés ser tan hijo de puta, dice Claudio con la mirada. Pero con la boca dice:

—O.K.

Se marcha al trote, todas las coyunturas rechinando.

domingo, 17 de marzo de 2013

PALABRA DE DIOS: BALAAM Y LA BURRA

Números, capítulo 21 al 24.


Ya resueltos sus conflictos intestinos, los hebreos se dedicaron a masacrar a otros pueblos y ocupar sus territorios. Porque todas las tierras prometidas por Jehová, pequeño detalle, estaban habitadas. No eran oasis esperando a ser estrenados: para entrar en posesión de ellas, había que matar multitudes.

Como si firmaras un contrato de alquiler y a la hora de mudarte al departamento, encontraras una familia adentro.

Y llamaras a la inmobiliaria.

—Escúcheme, señor. ¡En este lugar hay gente!

—Ah, sí, los anteriores inquilinos… Mátelos. Usted es quien tiene derecho a vivir ahí.

¡Ni siquiera los mataba Dios! Tenía que matarlos uno.

Los hebreos, pues, aniquilaron a los cananeos, a los amorreos y al pueblo del rey Og. Y pusieron la mira en Moab. Balac, rey de los moabitas, vio todo lo que Israel había hecho a su vecino el amorreo y atemorizóse en gran manera. Y envió mensajeros a Balaam, adivino de Mesopotamia.

He aquí un pueblo que acaba de salir de Egipto —mandó a decir—. He aquí que cubre la haz de la tierra, y están asentados enfrente de mí. Ahora, pues, ruégote vengas y me maldigas a esta gente, porque es demasiado fuerte para mí. Quizás así prevaleceré, y podremos batirla, y lograré arrojarla del país. Porque sé que aquel que tú bendijeres es bendito, y aquel que tú maldijeres es maldito.

Y Balaam dijo a los mensajeros:

Pasad la noche aquí y os traeré respuesta según me hablare Jehová.

Entonces vino Dios a Balaam.

No vayas con ellos —dijo—. No has de maldecir a ese pueblo, porque es bendito.

Levantóse, pues, Balaam por la mañana y fletó a los mensajeros.

Id a vuestra tierra —les dijo—, porque Jehová rehusa permitirme ir con vosotros.

Pero el rey de Moab redobló la apuesta. Envió un grupo mayor de mensajeros, más distinguidos que los anteriores, a repetir su pedido.

Aun cuando vuestro rey me diere su casa llena de plata y de oro —dijo esta vez Balaam—, no podré traspasar la palabra de Jehová, mi Dios, para hacer cosa alguna, ni pequeña ni grande. Ahora pues, ruégoos os quedéis aquí, vosotros también, esta noche, para que yo sepa qué más me dice Jehová.

Dios volvió a presentarse ante Balaam.

Si a llamarte han venido aquellos hombres —dijo—, levántate, ve con ellos. Mas solamente lo que yo te dijere has de hacer. (1)

Levantóse, pues, Balaam por la mañana, aparejó su burra y partió con los mensajeros de Moab.

No obstante haber autorizado expresamente esto, Jehová se enfureció por cuanto él se iba. Y envió un ángel para interceptarlo. (2)

El ángel era invisible a los ojos de Balaam, pero no a los de la burra. Cuando ella lo vio, de pie en mitad del camino, con su espada desenvainada, se desvió e intentó ir por el campo. Y Balaam la cagó a palazos para hacerla volver al camino.

Entonces, el ángel se puso en una senda angosta, con una pared de un lado y otra pared del otro. Cuando la burra lo vio, se tiro hacia un costado, y apretó el pie de Balaam contra una de las paredes. Y el volvió a cagarla a palazos.

Y el ángel de Jehová pasó adelante otra vez aún, y se puso en un lugar tan estrecho que no había espacio para ladearse ni a la derecha ni a la izquierda. Cuando la burra lo vio, cayó en tierra debajo de Balaam. Por supuesto, él la cagó a palazos de nuevo.

En esto, Dios abrió la boca de la burra. Y la burra dijo:

—¡Eh, loco! ¡¿Qué onda?! ¡¿Por qué me cagás a palos, la reconcha de tu madre?!

—¡Porque te burlás de mí! —respondió Balaam—. ¡Si tuviera una espada a mano, te cagaría matando, hija de puta!

—Vos decime, pelotudo: desde que soy tu burra, ¿alguna vez me porté así, como ahora? —preguntó el animal.

No —dijo Balaam. (3)

—¿Entonces?

Y Jehová quitó el velo de los ojos de Balaam, de modo que vio al ángel, ahí parado, con la espada en la mano. E inclinó la cabeza y postróse sobre su rostro.

Y el ángel le preguntó:

—¿Por qué fajás a la burra, vos? ¿Eh? Si ella no se hubiese desviado las tres veces, yo te habría ensartado con la espada, loco. Porque está todo mal con vos. Todo mal con que acompañes a esos chabones.

—Yo pensé que la burra me estaba boludeando —dijo Balaam—. No sabía que vos estabas ahí adelante. Todo bien, hermano. Si a Dios no le cabe que vaya con los chabones, me vuelvo a mi casa.

—No, andá, andá… —dijo el ángel—. Pero no has de hablar otra cosa sino lo que Dios te dijere, eh… (4)

O sea, lo mismo que Dios le había dicho antes de que saliera de casa. ¿Para qué carajo manda al ángel a que lo bardee, entonces? Igual, este capricho vale la pena, porque la imagen de la burra quejándose por los palazos es impagable.

Balaam siguió camino, pues, y llegó a la ciudad de Irmoab, en el límite entre las tierras de Moab y las que antes eran de los amorreos, ahora ocupadas por la gente de Israel. Y el rey salió a recibirlo.

—¡Hace una bocha que te llamé, loco! —le dijo—. ¡¿Por qué tardaste tanto?!

—Ah, no sé… —dijo Balaam—. Yo obedezco órdenes de arriba… (5)

Esa noche morfaron y, al día siguiente, el rey llevó a Balaam a un monte desde donde se podía divisar el campamento de los hebreos. Ahí edificaron siete altares y sacrificaron siete novillos y siete carneros, porque los hebreos no eran los únicos semitas que se cagaban en la vida de los animales. El rey de Moab esperaba que Balaam maldijera a sus enemigos. Pero sucedió todo lo contrario. (6)
—¡¿Qué onda, chabón?! —dijo el rey—. ¡¿Te llamo para que maldigas a estos tipos y vos los colmás de bendiciones?!

—Yo te avisé, boludo… —dijo Balaam—. Yo nada más puedo decir lo que Jehová pone en mi boca.

—Bueno, hagamos una cosa —dijo el rey—: vení que te llevo a otro lugar, y desde ahí me los maldecís. (7)

Y llevó a Balaam a otro monte. Y edificó ahí siete altares. Y mató a catorce animales más. Pero Balaam volvió a bendecir al pueblo de Israel. (8)

—¡Loco, si no los vas a maldecir, tampoco los bendigas! —dijo el rey.

  —¿No hablamos ya de esto? —dijo Balaam—. Yo tengo que hacer todo lo que diga Jehová.

—Bueno, vení que te llevo a otro lado —dijo el rey—, por las dudas de que Dios quiera que los maldigas desde ahí. (9)

Testarudo como él solo, este tipo tenía ideas de lo más extravagantes.

Y bueno, ya saben: fueron a otro monte, edificaron siete altares más, mataron más animales… Y Balaam bendijo al pueblo de Israel otra vez. (10)

Encendióse entonces la ira del rey; y batiendo las manos, dijo:

¡Para maldecir a mis enemigos te llamé, y he aquí que tú los has colmado de bendiciones tres veces! ¡Andate a la concha de tu hermana!

—Yo te dije cómo venía la mano —dijo Balaam—. El que avisa no traiciona. (11)

Montó sobre su burra y se volvió para su casa.

Lo vemos alejarse hacia una puesta de sol, silbando una de cowboys.

Siete capítulos más adelante, los hebreos lo pasan a cuchillo. (12)


(1) Números 22:20
(2) Números 22:22
(3) Números 22:28-30
(4) Números 22:32-35
(5) Números 22:37, 38
(6) Números 23:7-10
(7) Números 23:11-13
(8) Números 23:18-24
(9) Números 23:25-27
(10) Números 24:3-9
(11) Números 24:10-13
(12) Números 31:8

domingo, 3 de marzo de 2013

JESÚS MUEVE LAS MANITOS

Pocos lo saben: la cafeína en exceso puede producir alucinaciones. Ahora, ustedes están enterados y pueden investigar sobre el tema si no me creen.

Por mi parte, les contaré el modo en que yo lo descubrí, sufriéndolo en carne propia.

Fue en el año 96, una noche que me quedé dibujando hasta tarde. Un dibujo para una compañera de escuela que me gustaba. En aquel entonces, eso era lo único que sabía hacer para acercarme a las chicas que me atraían. Y nunca lograba lo que me proponía. Ya saben: la timidez, la fimosis. No importa, no es el punto de esta historia.

El asunto es que era tarde y por la mañana tenía que pasear perros. Pero quería entregarle el dibujo a mi amada al día siguiente sin falta. Para mantenerme despierto, a pesar del sueño, decidí tomarme varios cafés. Y acompañarlos con un par de cafiaspirinas, como solía hacer en época de exámenes —cosa que más tarde pagaría con una gastritis erosiva, oh irreflexiva juventud…—.

Así estuve dibujando toda la noche y me acosté como para dormir dos horas, agotado y con la sensación de que mi cuerpo saldría flotando.

Me fui adormeciendo; pero, antes de lograr conciliar el sueño, sentí que alguien tosía dentro de la habitación.

Asustado, abrí los ojos de par en par y miré a mi alrededor.

Nada.

Alucinaciones hipnagógicas, me dije. De esas que uno tiene a veces antes de dormirse, en ese estado incierto entre la vigilia y el sueño. Porque era un chico tímido y con fimosis que sabía algo de neuropsicología.

Después de relajarme, comencé a adormecerme de nuevo.

En aquel entonces, tenía un despertador eléctrico. De esos que tienen radio y números luminosos. Mientras me invadía el sueño, mirando la luz roja, pude ver cómo se materializaba un dedo. Solo, sin mano, sin persona: un dedo que flotaba hacia el reloj.

Me sobresalté. Busqué el dedo. Había desaparecido.

Ya no sería tan fácil que me relajara, se había instalado en mí una sensación espeluznante.

Por tercera vez, intenté dormir. Los balbuceos de un bebé me hicieron desistir definitivamente. ¿Por qué algo tan inocente, fuera de contexto, producirá tal espanto? Maldije a mi cabeza por la mala pasada que me estaba jugando y me levanté, resignado a salir a trabajar sin haber dormido.

Decidí pegarme una ducha para despabilarme. Las toallas se guardaban en un placard que había en el living-comedor. Fui a buscar una.

A mi izquierda, la puerta de casa. En la puerta, una ventana de vidrio esmerilado, con una reja que forma rombos. Clavado en esa reja, del lado de afuera, una imagen del Cristo, puesta ahí por Raúl. Una de esas imágenes en las que hace un gesto con las manos como diciendo «¿y a mí qué me piden?». Está impresa sobre una plancha de madera y se la ha recortado siguiendo el contorno de la figura, de modo tal que desde donde estoy puedo ver su silueta.

Agita los brazos con gesto de alarma, intentando llamar mi atención.

Lo veo al pasar, y cuando abro el placard y tomo la toalla, caigo en la cuenta de lo que he visto. Quedo en pausa unos segundos, con la toalla en la mano. La vista clavada al frente. Y, como haría el pato Lucas, volteo la cabeza de nuevo para comprobar si lo que he creído percibir es cierto.

Y mientras lo hago, pienso: si Jesús está moviendo las manitos, voy a volverme loco.

El viento sacude una rama del tilo, que se superpone con la figura.

Cristo, nunca lo hagas, nunca lo hagas.

Prometo portarme bien.