lunes, 28 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 5)

  Ese fin de semana había pasado algo distinto. Centenares de bichos, como de costumbre. Pero también algo más.
   —¿Qué cosa? —pregunté.
   Estábamos los dos solos en la cocina. A esa altura, Juan se encerraba en su habitación hasta que terminábamos de hablar de esos temas.
  —Alguien se metió en la casa. Una persona, no un bajo astral. Usando técnicas de control mental.
   —…
   —Alguien que conozco. Eso es lo más terrible.
  Como no mencionó quién era, preferí no preguntar. Por algo estará omitiendo el dato, me dije.
   —Lo más terrible es la sorpresa. La decepción.
  Alcé las cejas y meneé la cabeza. Le pasé el mate. Lo dejó a un costado.
   —Esta vez, el brujo de mi cuñada la tenía con Emilia. Todos los bichos se los mandaba a ella. Sobre todo al chakra de la garganta. No es casual. Está todo calculado. El tipo sabe el problema que tiene Emilia con la tiroides. Por eso la ataca ahí. Y yo, dele sacar bichos. Hasta las dos de la mañana. Que es cuando el tipo corta. A veces termina ahí y se va a dormir. Otras veces se toma un descanso nomás, de una hora. Ya le tengo calados los tiempos. El de la pendeja corta más temprano. Es un pendejo también. Corta a las doce y se va a bailar. Me lo dijo mi espíritu guía. Entonces yo sé que a partir de las dos tengo un receso. Si no es el corte definitivo, por lo menos me da un respiro para prepararme para el último ataque. Así que termino de sacar los bajos astrales y cargo de energía a toda la familia. Siempre hago lo mismo. Pero esta vez pasaba algo raro. Le daba energía a Emilia y ella se sentía mejor, como siempre; pero al rato se caía de nuevo. «¿Qué pasa? ¿Hoy no cortó, el hijo de puta? ¿Hoy hace horas extra?» Pero no. Consultaba con el péndulo y mi espíritu guía me decía que no: Emilia ya no tenía bajos astrales. ¿Qué pasaba, entonces? Yo la cargaba de energía y era como si algo se la chupara…
   —…
  —Y todo el tiempo me sentía observado. Como una presencia. «Acá hay alguien», me dije. «Acá hay alguien. Estoy seguro.» Y le pregunté a mi espíritu guía.
   —…
   —Y sí: había alguien. Esta persona que te digo.
   —¿Se metió en la casa?
   —Sí.
   —¿Con técnicas de control mental?
  —Sí. No era un viaje astral. Era una técnica de visualización creativa. Esta persona sólo entraba con la mente, pero también sabía cómo crear un canal desde Emilia para sacarle energía.
   —Qué raro… ¿Eso hacía?
   —Sí… Un vampiro energético… A mí no me parece tan raro.
   —¿Por?
   —Porque está lleno de vampiros energéticos. A veces son los que menos te imaginás. Y sabiendo técnicas de control mental, esta persona pone todo su conocimiento al servicio de su única finalidad: robar energía.
   —…
   —Los vampiros son así: es lo único que saben hacer. Son parásitos…
   Dijo esto con una mueca de desprecio. Y se me quedó mirando.
   —¿Querés otro mate? —me preguntó.
   —No, gracias.
   —Mejor. Suficiente por hoy.

domingo, 20 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 4)

   —¿Cómo andás, Augusto?
   Expresión de agotamiento. Más segundos de silencio que de costumbre.
   —Cansado… Muy cansado…
   —…
   —Estos hijos de puta me están matando. No entiendo cómo puede haber gente tan mierda. Hay que tener ganas de joder al otro… Este fin de semana, casi trescientos… El que más manda es el de mi cuñada. Y son más jodidos de sacar. Se prenden como lampreas, los hijos de puta…
   —…
  —Y la pendeja la tiene con Juan… Veintisiete bichos en el chakra púbico —Se rió sin ganas—. Si no se la pone a ella, no quiere que se la ponga a nadie…
  —Viejo… —dijo Juan, sin cambiar de postura. Brazos cruzados, piernas cruzadas, apoyado en el marco de la puerta de la cocina. La mirada fija en el piso.
   Nos quedamos en silencio. Augusto me pasó un mate.
   —El sábado me tuvieron hasta las dos. No sabés cómo terminé… Tuve que salir a dar unas vueltas con el auto para desenchufarme porque estaba como loco.
   —Viejo… —repitió Juan. Esta vez enfrentaba a su padre con la mirada.
   Los cuatro ojos azules se clavaron unos en otros. Casi se podía ver la electricidad atravesando el aire. Aprecié el parecido entre padre e hijo. Los rostros angulosos, de nariz aguileña. Tallados en piedra. La tensión se mantuvo por un momento.
   —Con Guillermo ya hay confianza —dijo Augusto finalmente—. Se lo puedo contar. Y tiene que saberlo: tiene que saber lo jodidas que pueden ser estas cosas.
   Juan se fue y se encerró en su habitación.
   —Él cree que es joda… Porque no vivió lo que yo viví… No es joda esto. Estamos tratando con gente pesada, con gente que sabe lo que hace. El de mi cuñada. El de la pendeja es un improvisado.
   Le devolví el mate. Lo dejó a un costado.
  —A las dos de la mañana… Si me pagaran por el trabajo que hice, podría dejar la plomería. Salí a dar unas vueltas con el auto, para despejarme un poco antes de dormir. Anduve por las calles de adentro, yendo y viniendo. Hasta que llegué a San Martín. «Vamos a pasear un poco por el río», me dije. «Debe estar lindo de noche. Se nota menos la basura.»
   No supe si reírme. Después de mirarlo a los ojos, decidí que no.
   —Estacioné el auto y me quedé ahí, tratando de relajarme. Contemplar el horizonte hace bien. Aclara la mente.
   Asentí en silencio.
  —Pero mi mente estaba todo menos clara. Tenía la cabeza como si hubiese estado todo el día con el auto en el centro. «Voy a estirar un poco las piernas», dije. «A tomar un poco de aire.» Y me bajé del auto.
   —…
   —«Voy a estirar un poco las piernas.» ¿Fui realmente yo el que lo dije?
   —…
  —El infierno que estoy viviendo no se lo deseo a nadie. Ni al hijo de puta que me los manda.
   —…
   —Estiré un poco las piernas. Tomé un poco de aire. Me fumé un pucho. Y me sentía cada vez peor. Atrapado. Sin salida. ¿Cuánto tiempo iba a seguir con esto? No tengo una solución definitiva… Saco los bichos, los vuelve a mandar. Así podemos estar hasta que uno de los dos se muera. ¿Qué sentido tiene vivir así? Abrí la puerta del auto y saqué la pistola de la guantera.
   Lo volví a mirar a los ojos. No le pude sostener la mirada.
   —Y me metí en el río. Con el agua hasta el pecho. Y me puse el arma en la boca.
   —…
   —Y de repente, como un chispazo, una luz. Una idea. No sé si tuvo algo que ver mi espíritu guía o si fue solamente un rapto de lucidez. Pero me di cuenta. De repente lo vi con claridad. Ese no era yo. Yo jamás haría una cosa así. ¿Y dejar a mi familia sola, desprotegida? Si con todo lo que me ha pasado en la vida, jamás se me ha cruzado la idea por la cabeza… Ahí había alguien más.
   —…
  —Entonces salí del agua. Volví al coche. Esta semana tengo que cambiar el tapizado. Quedó con un olor a mierda terrible… Se lo tendría que cobrar a ese hijo de puta… Volví al coche. Me sentía mareado, como con la presión baja. Veía todo oscuro. Guardé la pistola en la guantera y saqué el péndulo. Y le pregunté a mi espíritu guía. ¿Tengo algo encima? Y sí, tenía. No uno. Siete. Todos en el chakra de la frente. Por eso veía todo negro. Mental y visualmente.
   —…
  —No, si esto no es joda… Hay que tener cuidado con estas cosas…  ¿Cuántos tipos escuchás que se pegan un tiro y la gente se pregunta por qué, si estaba lo más bien?…
   —…
   —Me costó muchísimo sacarlos. Sin asistencia no hubiese podido. Pero así y todo es muy jodido quitárselos a uno mismo. Y más de ahí, del chakra de la frente, teniendo la mente obnubilada. Porque el laburo lo hacen ellos, uno sólo es el canal; pero si el canal no está limpio…
   —…
   —No, si tuve un fin de semana de maravilla… Una fiesta… Pero el salón de baile era mi cabeza.

domingo, 13 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 3)

   Augusto Z tenía la misma mirada penetrante que su hijo, la mirada que los libros de astrología atribuyen a Escorpio. Su hijo era de ese signo, pero él no: él era de Aries. Tendría que revisar su carta natal para ver dónde tenía el ascendente, o si tenía un Plutón fuerte.
  Ojos claros, magnéticos, enmarcados por pobladas cejas blancas. Ojos de mago de Tolkien.
   Y en la frente, un chichón, como cuerno en desarrollo —este sí atributo de Aries—. Se lo había hecho trabajando, con un golpe de martillo, hacía años, y parecía haber venido para quedarse.
  También, como su hijo, tenía mucho sentido del humor. También hicimos buenas migas en seguida. Mate de por medio, charlamos de cuestiones metafísicas. Le conté que en un tiempo yo había hecho yoga y que mi vieja había hecho un curso de control mental, y que también me había enseñado algunas técnicas. De relajación, de visualización creativa. Me contó en qué consistía el curso que él estaba haciendo: bioenergía asistida. Parecía ser un rejunte de muchas doctrinas y disciplinas: antroposofía, yoga, control mental, karma y reencarnación, radiestesia, curación por imposición de manos. Incluso, habían encajado en ese rompecabezas a la figura del Cristo, explicando sus milagros desde la bioenergética.
   ¿Por qué se llamaba bioenergía asistida?
   Porque no se le enseñaba al alumno a transmitir su propia energía, sino la energía del cosmos por medio de la asistencia de su «espíritu guía».
   ¿Qué es un espíritu guía?
  Una suerte de ángel de la guarda. Ellos mismos hacían un paralelismo entre ambas figuras.
   Esto del espíritu guía me costaba aceptarlo como posible. También lo de los bajos astrales.
   Los bajos astrales o espíritus del bajo astral eran entidades maléficas que se te podían incorporar, es decir «pegarse» a tu cuerpo, y provocarte malestares físicos o psicológicos.
   Estos espíritus eran humanos desencarnados. La gente de (nombre del centro de estudios metafísicos) decía que los asesinos y suicidas no reencarnaban de inmediato. Antes permanecían un tiempo en el bajo astral, un plano de baja vibración o densidad. Algo así como otra dimensión, pero desde la cual podían influir sobre las personas de este plano. A veces lo hacían espontáneamente, se incorporaban a la gente con el objeto de volver a experimentar sensaciones del mundo físico. Pero también podían ser adiestrados y dirigidos a uno por alguien que supiera hacerlo. Así es como funcionaba la magia negra.
   Augusto Z estaba convencido de que las cosas le habían ido tan mal en la vida porque su cuñada había contratado a un brujo que hacía años les enviaba bajos astrales —o «bichos», como también solía llamarlos— a él y a su familia.
   La gente de (nombre del centro de estudios metafísicos) enseñaba un método para detectarlos —mediante el uso de un péndulo— y para erradicarlos —mediante la visualización de un torbellino de luz—.
   La mayor cantidad de invasiones, según decía Augusto Z, se daba los fines de semana, porque el brujo de su cuñada tenía mayor disponibilidad horaria para adiestrar y enviar a los «bichos». No todo el mundo puede ganarse el pan de cada día amaestrando fantasmas; evidentemente, el pobre hombre se veía obligado a desempeñar algún otro oficio.
   Y Augusto Z tenía que pasar sus ratos libres yendo de aquí para allá, con el péndulo en la mano, revisando cada rincón de la casa y cada fragmento de cuerpo de su familia, déle visualizar torbellinos.
   Todos los lunes yo le preguntaba:
   —¿Cómo andás, Augusto?
  Él, después de unos segundos de silencio, con expresión de agobio y perplejidad, me tiraba la cantidad de invasores del último ataque.
   —Este fin de semana, noventa y siete…
   Y cada lunes, la cifra aumentaba.
   —Este fin de semana, ciento cuarenta y dos…
   Cada vez más agobio y perplejidad.
   —Este fin de semana, doscientos ochenta y cinco…
   Llegó un punto en el que a Augusto Z comenzó a costarle creer que el brujo de su cuñada pudiese estar enviándole tamaña cantidad de entidades.
   —¡¿No corta ni para cagar, este hijo de puta?! —se preguntaba.
   Y decidió consultarlo con su espíritu guía utilizando su péndulo.
  Todos los bajos astrales no venían de la misma fuente, respondió el espíritu guía. De a poco, se habían ido sumando invasores de otro origen.
   ¿Quién los enviaba?
   Otro brujo, contratado por una ex novia de Juan Z despechada por el abandono.
    No pensaban darle un respiro.
    Ni para cagar.

domingo, 6 de noviembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 2)

   Días después de la charla que habíamos tenido con el mamarracho de Germán P, Juan Z me contó que su padre, Augusto Z, estaba yendo a un centro de estudios metafísicos del cuál no daré el nombre —suficientes problemas he tenido con otras organizaciones por información expuesta en este blog—, a hacer un curso de bioenergía asistida.
   Me dijo que se animaba a contarme esto porque veía la apertura que tenía hacia la cuestión. Y que había hablado con el padre y él estaba de acuerdo en conversar del asunto conmigo.
   A Juan Z todo esto no le cerraba. Era más bien escéptico al tema y estaba viviendo toda la movida con desconfianza.
    —El otro día que no los dejé entrar a casa y les dije que fuéramos a dar una vuelta por ahí, fue porque había venido una mina de (nombre del centro de estudios metafísicos) a hacer una limpieza. A mí me pareció una pelotudez. La mina iba de un lado al otro con un péndulo y haciendo movimientos raros con el cuerpo.
   El caso de Augusto Z era particular. Había pasado de ser ateo y de un escepticismo absoluto a abrirse paulatinamente, y luego demasiado, a estas creencias esotéricas. De a poco, terminó obsesionado, explicando todo a través de la misma fórmula. Hay muchos casos de este tipo, de cambios a lo diametralmente opuesto en las creencias. Es lo que, en su libro La conspiración de Acuario, Marilyn Ferguson llama cambio pendular: el abandono de un sistema cerrado, considerado como cierto, sustituyéndolo por otro al que se aferra con la misma fuerza.
  Augusto Z también había sido muy cambiante en sus ocupaciones. Primero había sido policía, luego había trabajado en transporte escolar de chicos con síndrome de down. Para la época de este relato, era plomero.
   La vida de esta familia había sido dura. Problemas económicos y de salud. El padre de Augusto Z —el abuelo de Juan Z—, que vivía con ellos, había muerto de cáncer. Desahuciado por los médicos, fue cortésmente invitado a liberar la cama que ocupaba en el hospital para que fuera aprovechada por alguien con mayor esperanza de vida. Pasó sus últimos días, que fueron largos y de mucho padecimiento, en la casa, siendo asistido por toda la familia.
  Juan Z había tenido problemas de salud desde pequeño. Anemia, frecuentes accesos de fiebre y un problema respiratorio que le hacía toser y escupir sangre.
   La gota que rebalsó el vaso fue la muerte de la criatura que Silvia Z —hija de Augusto Z— había llevado en su vientre durante nueve meses. Falleció a los pocos días de nacer. Hidrocefalia o algo así. Dicen que el rostro del bebé estaba verde.
   Augusto Z, entonces ateo y escéptico absoluto, comenzó a preguntarse por qué tenía tanta mala suerte, por qué su familia sufría tantas desgracias.
   Alguien le sugirió que fuera a una tarotista. Augusto Z accedió y fue en compañía de su mujer, Emilia L.
  La tarotista la pegó en algo referido al pasado de la familia. El escepticismo de Augusto Z comenzó a ablandarse.
   —Alguien les hizo un trabajo —dijo después—. Una mujer… Rubia… Gordita… De pelo lacio…
  ¡La descripción coincidía con la cuñada de Augusto Z, con quien la familia estaba peleada desde hace años! 
   Y con las características de millones de mujeres más, claro. Que levante la mano el que no conozca a una gordita rubia de pelo lacio.
   —¡Mirta! —exclamaron Augusto Z y Emilia L al unísono.
   Y así, Augusto Z comenzó a transitar su camino hacia la fe.

domingo, 30 de octubre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 1)

  Este es otro que da para una pequeña, o extensa, novela. Por ahora, conformémonos con este trailer dividido en seis partes.
   Augusto Z era el padre de Juan Z.
  Conocí a Juan Z a través de Germán P, un amigo mío de esa época. Aunque como amigo dejaba mucho que desear. Si alguna vez escribo «Gente idiota y abusiva que he conocido», les hablaré sobre Germán P. Por ahora, baste saber que Germán P y yo habíamos sido compañeros dos años de la secundaria, y que Germán P y Juan Z se conocieron paseando perros.
   Al tiempo, yo comencé a pasear perros también y hacíamos parte de nuestro recorrido los tres juntos. Así conocí a Juan Z, hijo de Augusto Z.
  Juan Z tenía un sentido del humor entre naíf, surrealista, negro y escatológico que hizo que congeniáramos en seguida. Conversar con él era como protagonizar un sketch de Cha cha cha. De hecho, en una época grabábamos pelotudeces que decíamos en cassettes, simulacros de programas radiales, uno de los cuales aún conservo. Con él y con un amigo suyo psicótico —diagnosticado así por psiquiatra— que creía que hablaba con el espíritu de su abuelo.
   Como Germán P era un tipo denigrante y abusivo, los dos —Juan Z y yo— terminamos alejándonos de él y haciendo rancho aparte, como quien dice.
   El problema es que a los perros se los pasea por la calle y era difícil no encontrarlo a Germán P en alguna parte de nuestro recorrido. Y como nosotros no teníamos carácter suficiente como para decirle que ya no lo soportábamos, este sujeto indeseable se nos prendía parte del paseo.
   Esa mañana, Germán P me había interceptado a mí solo y, no sé cómo, terminamos hablando de energías metafísicas.
  Como yo soy demasiado escéptico como para negar la posibilidad de nada, como siempre digo, mantenía una postura neutral al respecto: abierta pero moderada.
   Como él era idiota, mantenía una postura estúpida.
   —¡¿Cómo energía?! ¡¿Y dónde la tenés?! ¡¿Te ponés una pila como el conejito de Duracell?!
   Y se reía.
   Para quien le interese, Javier, el personaje de mi novela —Olarticoncha o La imposibilidad de contacto—, el pibe ese que confecciona una planillita para registrar los furcios de sus compañeros, está basado en este mamarracho. Los que no están siguiendo la novela, si les despierta curiosidad, pueden leer fuera de su contexto original el capítulo 13. Así completo un poco este escrache.
   Bueno… ¿Dónde habíamos dejado?
   El infradotado de Germán P —no, no soy resentido, señora—, Augusto Z, las energías…
   Ah, sí:
   —¡¿Te ponés una pila como el conejito de Duracell?! —dijo él, y se rió.
  —Boludo, todo tiene energía —dije yo—. ¿Con qué te pensás que caminás, movés el brazo…
   … y la lengua para hablar pelotudeces?, completé desde el interior de mi cabeza. Porque yo era un adolescente cobarde y débil de carácter. Todavía no había pasado por la experiencia iniciática de operarme la pija.
   —¡Pero esa energía está en los nervios, en el cerebro, boludo!
   —¿Y? ¿Qué hay con eso?
  —¡Que no se la podés pasar o sacar a otra persona! ¡Eso es magia! ¡Como eso que leés vos! ¿Cómo se llama? ¿El hombre de los anillos?
   —¿Y cómo sabés que no se la podés pasar o quitar a otra persona? No se puede demostrar eso ni lo contrario.
  —¡Andá!… ¡Esas son boludeces de las que cree tu vieja! ¡La astronomía, las cartas para adivinar!…
   —Astrología…
   En ese punto de la conversación nos cruzamos con Juan Z.
   —Hola…
   —Hola.
   —¿Qué hacés, Juancito? ¿Tenés pilas?
  —¿Eh? No… ¿Para qué voy a traer pilas al paseo? No vengo con el walkman…
  —¡Para la energía, boludo! —dijo Germán P—. ¡Para mover los brazos, las piernas!
 Juan Z puso cara de sorpresa. Me pareció notar algo raro en su expresión. Me pareció que había algo más que no entender lo que decía Germán P. Estaba serio y eso no era habitual en él.
  —¡Contale, Guille! —siguió acicateándome Germán P—. ¡Lo de los rayos de energía! ¡¿Los tirás por los ojos como Superman?!
   Me mordí el labio inferior y meneé la cabeza.
   Germán P se puso a jugar con uno de sus perros.
   —¡¿Vos dónde tenés las pilas, Noel?! ¡¿En el culito?!
   Y se reía solo.
   —¿De qué hablaban? —me preguntó Juan Z.
  —De nada… —dije yo, a esta altura medio malhumorado—. De energías metafísicas. Yoga, chakras, imposición de manos, cosas así… Yo tampoco termino de creer en todo eso… Pero tampoco podés probar que no exista. Y yo decía que es innegable que el cuerpo se mueve por energías.
   Juan Z no dijo una palabra. Otra vez algo extraño, huidizo, en la mirada.
   Germán P se puso a jugar con otro de sus perros.
   —¡Vení que te paso energía, Tucho!

domingo, 16 de octubre de 2011

OJO SIN PÁRPADO (Capítulo Final)

   Nada más que una vuelta manzana. El paso del tiempo también lo percibía distinto. Dar ese pequeño paseo fue como ver un videoclip. Chicos jugando. Unos viejos sentados en la vereda. El sol, que comienza a caer, tiñe las hojas de los árboles, mecidas por el viento. La luz violácea que le da a todo un tono irreal. La Hora Bruja. Los escasos minutos en los que las brujas hacen sus aquelarres. Porque es mentira que se reúnen a medianoche. Lo hacen durante esos minutos: lo que dura la luz violeta. Aunque ellas puedan estirar ese tiempo para que sea una eternidad. Y esto que escribo no significa nada.
   Volví. Los pibes se trasladaron a lo de Pablo S y se colgaron jugando con la PlayStation. Decidí irme. Y ahí, cuando ya habían pasado unas ocho horas desde la ingesta del alucinógeno, comenzó la mejor parte del viaje. Caminé desde Martelli hasta Maipú, en Olivos. De ahí hasta el río. Del río, de regreso a lo de Roberto P y Claudia I.
   Ya hablé de la impresión que causaban en mí los colores. En ese paisaje nocturno me impactaban más que de día. Y cada color tenía una onda en particular. Me fascinaban el verde y el violeta. Este último me producía un placer casi sexual. Tuve que detenerme cerca de la quinta presidencial y sentarme en el cantero de una casa para contemplar una planta enorme llena de florcitas violetas. El violeta me recordaba a una chica de la que había estado enamorado. El verde, a otra. Me puse a pensar de qué color era cada una de las personas que conocía. El rojo era agresivo. Parecía vivo, con intención. Me tocaba el rostro. Cada vez que me topaba con un auto rojo, pensaba qué mala onda, qué ortiba…
   Era muy sensible a las diferentes tonalidades de luces, también. Cuando crucé la Panamericana, descubrí, con el pulso acelerado y los ojos abiertos de par en par, que todos los faroles de un lado de la avenida eran cálidos, y los del otro fríos. Todo parecía tener un significado. Un significado impronunciable, más allá del lenguaje, que yo lograba captar pero no decodificar.
   Lo mismo con las formas. En medio de la caminata, mientras miraba las casas y los árboles, descubrí, como si fuera una revelación divina, que el hombre edificaba sus viviendas con aristas, llenas de ángulos rectos, para diferenciarse y protegerse de la naturaleza, de formas onduladas y caprichosas. El hombre temía el caos de la naturaleza, pero él mismo era naturaleza. Negaba su esencia y creía escapar de la misma por medio de lo artificial. Pero lo artificial no existía, puesto que era obra del hombre, que era natural. Esa casa cuadrada, cúbica, de ladrillo a la vista, de techo a dos aguas, lleno de tejas ordenadas en perfecta simetría, en esencia, no se diferenciaba en lo absoluto al nido del ave o al dique del castor. Pero el hombre pensaba que sí. Y se enorgullecía de eso. Lo único que tenía era miedo. Miedo a ser invadido por el caos. Por el caos que él creía fuera de sí, pero que también era parte de su naturaleza. El hombre era tonto y edificaba sus casas con aristas y podaba los árboles, dándoles formas esféricas, cúbicas. Y lo mismo hacía con las mentes de sus hijos, al educarlos. Les cortaba las ramitas que sobraban, para darles una forma perfecta: redonda. O cuadrada. Y así creía que escapaba de algo de lo que, por otro lado, no tenía por qué temer. Definitivamente: el hombre era tonto.
   Todo esto no sólo lo pensaba mientras caminaba, sino que también lo decía. Estaba teniendo una revelación cósmica y la iba decodificando y elaborando mientras andaba, hablándola conmigo mismo. Y todo parecía sabiduría en estado puro. Sabiduría en bruto. Y tal vez lo fuera, quién sabe. O tal vez sólo fuera un flash psicodélico.
   Cuando llegué a casa, Roberto P y Claudia I estaban durmiendo. El efecto del alucinógeno no parecía haber disminuido para nada. Al otro día tenía que trabajar. Preparé mi ropa para ducharme por la mañana. Me costó horrores tomar dos medias iguales del cajón de la ropa interior. Sólo veía colores. Encimados, mezclados, entre mis manos. Finalmente me acosté. Yo dormía en el living. Roberto P y Claudia I siempre dormían con la puerta abierta. No sé por qué lo hacían, pero era muy molesto. Esa noche me costó dormir. Pensaba en algo, no recuerdo en qué. Y cada tanto me daba la sensación de estar pensando demasiado alto.
   Roberto y Claudia deben estar escuchándome, me decía a mí mismo.
   No, boludo, me decía una parte más racional, una cosa es pensar y otra es hablar. Lo que pensás no se escucha, por más alto que lo pienses.
   Aaaahh, decía mi primer yo. Y se quedaba tranquilo por un rato. Pero después, una vez más:
   Roberto y Claudia deben estar escuchándome.
   Ya te dije que lo que pensás no se escucha. Solamente lo que hablás.
   Aaaahh
   Así hasta que comencé a adormecerme. Y a ver imágenes con los ojos cerrados. Las denominadas alucinaciones hipnagógicas, esas que son frecuentes en la etapa de tránsito de la vigilia al sueño. Pero tan vívidas como si las tuviera enfrente.
  Primero, algo parecido a una flor, de pétalos de distintos colores que se van iluminando, uno a uno, en el sentido de las agujas del reloj. Más adelante, después de ciertas lecturas, relacioné esto con los chakras de los hinduistas. Exactamente con el superior, Sahasrara, la flor de los mil pétalos.
   Después, una serpiente con alas de mariposa. Seguida de la imagen de una hoja de planta, verde con manchas rojas; pero que parece, a la vez, el lomo de una cobra en postura amenazante, de espaldas a mí.
   Y finalmente, la pared de un acantilado, con miles de caras talladas en la roca, con las bocas abiertas, gritando en silencio. Todo esto, como visto desde una cámara en movimiento, que primero se acerca hasta el pie de la pared, y luego sube a toda velocidad. Las caras de piedra, los gritos mudos, bajando y desapareciendo de mi vista. La cámara sigue subiendo, hasta el cielo. Apunta hacia abajo. Veo unos surcos, también tallados, en lo alto de la roca. Como esos dibujos de Nazca que sólo pueden verse desde el aire. Forman el perfil de un hombre. Es un soldado griego o romano de la antigüedad, con un casco con penacho. Y otros surcos atraviesan la figura, trayendo agua de una laguna cercana hasta el ojo del soldado. 
  Cuando llegué al trabajo, las sillas rojas de la oficina brillaban estridentes. Tuve miedo de haber quedado tocado para siempre.
   ¡¿Nunca voy a dejar de ver el rojo así?!
   Después del almuerzo, las sillas volvieron a su tonalidad habitual.

viernes, 30 de septiembre de 2011

OJO SIN PÁRPADO (Parte 1)

                                                                     Si las puertas de la percepción fuesen depuradas,
 todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito.

                                                                    William Blake.


   A los veintiún años, además de cortarme la chota y tener mi primera relación sexual, decidí pegarme un viaje en ácido. Todo un ritual iniciático de pasaje a la vida adulta.
   A pesar de haberme codeado toda mi adolescencia con gente más o menos aficionada a las drogas, nunca había probado la marihuana siquiera. En cierto sentido, es como si hubiese quemado una etapa.
  Decidí tomar ácido lisérgico después de leer Las puertas de la percepción de Aldous Huxley, donde él relata una experiencia que tuvo con el consumo de mescalina y hace un breve estudio sobre el LSD y el peyotl. Fue un buen viaje. Doce horas de vuelo. Un poco preocupado a la hora de aterrizar, pero nada grave.
   Sé de gente a la que no le fue tan bien. Dos conocidos de un conocido terminaron volviendo en sí en lo alto de un poste de teléfono, sin recordar cómo habían llegado ahí y sin animarse a bajar.
  Una conocida sintió la presencia del mal, en forma de animales invisibles, en las copas de los árboles del patio de su casa. Además, se le salió un pie mientras se lo rascaba. Eso es lo que vio. Se quedó con el pie en la mano.
   Otro conocido, en cambio, tuvo un viaje de lo más estúpido: lo único que me cuenta es que vio hablar a un ombligo. Yo, en su lugar, hubiese pedido que me devolvieran el dinero invertido en el pasaje.
   Pero no necesariamente la culpa es de la calidad de la sustancia (o de la dosis —mi conocida se clavó una pepa entera, siendo que era la primera vez que consumía—). También entra en juego, y no como factor meramente secundario, la idiosincrasia y el estado anímico del sujeto. A cada cual le pega según sus características. Eso no deja muy bien parados a mis conocidos. A ella, por su estado anímico. A él, por su idiosincrasia.
   No repetí la experiencia. Si alguna vez lo hago —y es probable que así sea—, quiero que sea en compañía de alguien en la misma sintonía, alguien que se coloque conmigo. Un viaje de a dos. Para ver qué se siente al interactuar con alguien del otro lado del espejo. Mientras, prefiero abstenerme. No es cuestión de tomarle el gusto, quemar demasiada materia gris y terminar como Syd Barrett: con los ojos como agujeros negros en el cielo.
   La pepa —un cuarto— me la consiguió uno de los pibes de Martelli, Pablo S. La tomé un domingo, pasado el mediodía, en compañía de él, Claudio G y Federico D. Ninguno de los tres se animó a probar. Claudio G estaba totalmente limpio; los otros dos, fumados. Una vez se hubo disuelto el papel secante, los cuatro compartimos un par de cervezas.
   La droga tardó una hora, aproximadamente, en hacerme efecto. Con lo pibes nos estábamos cagando de la risa, ya no recuerdo de qué —ni importa: siempre nos reíamos—. En algún momento, comencé a reírme más de lo normal. Pero no puedo precisar cuándo.
   El padre de Claudio G, Néstor G, tenía una gata. Muy linda. Gordita; marrón, gris y blanca. Éramos muy amigos. Las tardes que yo iba de visita, se la pasaba recostada sobre mi falda. Pero esa tarde la pasó escondida bajo una cama. De rodillas, me asomaba y la llamaba. Ella me miraba fijo, hecha un bollito. «Capta algo», pensaba yo. «Es que los animales son muy perceptivos.» Muy romántico lo mío. Hoy día pienso que, simplemente, la gata se asustaba de mis risotadas. Claudio G prefiere seguir creyendo lo primero.
   Después de las cervezas, nos tomamos un té. Así éramos nosotros. Hasta ese momento, lo único que había experimentado eran esos accesos de hilaridad. Mientras tomaba mi té, comencé a sentir algo más, de índole sexual. Un calor, muy placentero, que subía desde mis pies hasta mi sexo. Los pibes se reían diciendo que yo me sentaba y sostenía el saquito de té como si fuese Charly García. Hasta acá, este podría ser un viaje de mi conocido, el que vio hablar al ombligo —yo que lo critico tanto—. Pero las cosas no quedaron ahí.
   De a poco, comenzó a cambiar mi percepción visual de las cosas que me rodeaban. El primer impacto lo recibí al voltear la cabeza, mientras tomaba mi té, y ver un rayo de sol que entraba por la puerta que daba al patio. Un patio chiquito, mezquino. Pura pared y baldosa: nada verde para ofrecerle a mi estado alterado de conciencia. Pero con el rayo solo bastaba, al menos para empezar.
   ¿Qué pasaba con el rayo?
   Era una cuestión de intensidad. Pero no puedo decir que se viera más brillante que de costumbre. Lo mismo que los colores. No sé si los veía más fuertes, más brillantes, más intensos. Los sentía más intensamente. Como si los percibiese por primera vez en serio, como eran en realidad. Y como si los percibiese con algo más que la vista. Con todo el cuerpo.
   Eso es lo que experimenté al toparme con aquel delgado rayo de sol. Se me metía a través de los ojos y lo sentía en todo el cuerpo. Y no le podía, o no le quería, sacar la vista de encima. Y la sensación era de un placer extático.
   En Las puertas de la percepción, Huxley habla de la teoría de Henri Bergson según la cual «la función del cerebro, el sistema nervioso y los órganos sensoriales es principalmente eliminativa, no productiva. Cada persona, en cada momento, sería capaz de recordar cuanto le ha sucedido y de percibir cuanto está sucediendo en cualquier parte del universo. La función del cerebro y del sistema nervioso es protegernos, impedir que quedemos abrumados y confundidos por esa masa de conocimiento en gran parte inútil y sin importancia (…) admitiendo únicamente la muy reducida y especial selección que tiene probabilidades de sernos útil en lo práctico». El cerebro funcionaría como una válvula reductora, para permitir el desarrollo normal de nuestras actividades mundanas y, por ende, nuestra supervivencia.
   Según Huxley, las drogas como el LSD y el peyotl actuarían sobre esta válvula reductora desactivándola parcial y transitoriamente. El resultado de esto sería que captáramos, bajo el influjo de la droga, una porción de realidad mayor que de costumbre, accediendo a una parte de la información normalmente vedada.
  Volviendo al rayo de sol. Una vez que terminamos el té, nos trasladamos al patiecito mezquino. Creo que a pedido mío, pero no podría jurarlo. Nos sentamos en el piso, formando un círculo. Y conversamos. Yo seguía la charla muy atentamente, sin participar mucho. En un momento, Claudio G y Federico D tuvieron una pequeña discusión. Una discusión disfrazada de broma, con rencor solapado. ¿El tema? No lo recuerdo en lo absoluto. Sólo recuerdo la impresión que me causó. Me parecía ver la energía negativa que iba de uno al otro. Sobre todo de Claudio G hacia Federico D, en un momento en que el primero lanzó un comentario hiriente. Y otra vez, no es que viera algo realmente, pero es lo que más se le aproxima. Liliana N decía que los hippies habían inventado la palabra onda, tan imprecisa, a raíz de no poder ponerle un nombre a este tipo de sensaciones.
   Vi el dardo lanzado por Claudio G y el impacto que hizo en Federico D. Y vi el posterior resentimiento de este último. Todo esto me angustiaba. No entendía por qué las cosas tenían que ser así. Y cómo Claudio G no se daba cuenta del daño que estaba causando. Pero me guardaba de intervenir, sólo contemplaba.
   En un momento cayó Néstor G, el padre de Claudio G. Los pibes temían que yo no pudiese disimular mi estado. Sí pude. Tuve que reprimir el deseo de abrazar a Néstor G. Y no es que él me cayese particularmente bien. Casi diría que al contrario. Pero en ese momento mi impulso era ese: el de abrazarlo y reírme a carcajadas. De satisfacción. Creo que no percibió nada extraño. Cuando se fue, me dieron ganas de salir. Les avisé a los pibes que iba a dar una vuelta manzana —quería sentir un poco el exterior—. Se ofrecieron a acompañarme. Me negué. Prometí volver enseguida. Se rieron y me despidieron como si saliera de expedición.