domingo, 27 de abril de 2014

POBRE MI MADRE QUERIDA

—Juntémonos en tu casa —dice Claudio—. Es mejor que por un tiempo no vengas a San Martín.

—¿Por qué? —pregunto sorprendido.

—Es muy largo de contar… Después te explico.

—Pero me dejás con la intriga… Adelantame algo, por lo menos.

—Bueno… A ver… El otro día me encontré con Ulises. Y me dijo que estaba preocupado por mamá. «Desde que Guillermo la dejó, está llorando todo el día», me dijo. «No habla de otra cosa».

—¿Todavía? —pregunto.

—Sí… —dice Claudio—. Es insoportable.

—¿Entonces?

—Ulises quiere pegarte para que vuelvas con ella.

domingo, 13 de abril de 2014

OSOS TE DESPEDACEN

     Dedicado al Señor Potoca, una maldición con más onda e instantánea.
     Primer Libro de los Reyes, capítulo 22.
     Segundo Libro de los Reyes, capítulos 1 y 2.

   Yació, pues, Acab con sus padres, y reinó en su lugar su hijo Ocozías.
  Ocozías era malo. Reinó sobre Israel dos años. Cayó por una ventana, murió y lo sucedió su hermano Joram. (1)
   En tiempos de Joram, Elías fue arrebatado de la faz de la tierra por un OVNI y nunca se lo volvió a ver. (2) Pero ya tenía un sucesor: su discípulo Eliseo, que había sido elegido para tal fin por Jehová. (3) Una vez hubo partido Elías, el Espíritu de Jehová pasó de él a Eliseo, de modo que este adquirió el poder de su maestro y su capacidad de hacer milagros. (4)
   Un día, Eliseo estaba viajando de Jericó a Bet-el, y andaba por un camino cuesta arriba, cuando se cruzó con unos muchachos que se burlaron de él.
   —¡Sube, calvo! —repetían—. ¡Sube, calvo! (5)
  Entonces, volviéndose hacia atrás, Eliseo los miró y los maldijo en el nombre de Jehová. Y salieron dos osos del bosque, y despedazaron de ellos a cuarenta y dos muchachos. (6)
   Ten cuidado: antes de burlarte de un pelado, asegúrate de que no goce del favor de Dios.

     (1) 2° Reyes 1:2, 17
     (2) 2° Reyes 2:11
     (3) 1° Reyes 19:15, 16
     (4) 2° Reyes 2:14, 15; 4:32-35, 42-44; 5:1, 9, 10, 14; 6:5-7
     (5) 2° Reyes 2:23
     (6) 2° Reyes 2:24

domingo, 30 de marzo de 2014

EL PASILLO DE LA MUERTE


En el 99, mi hermana Silvana se separó de Ulises M, luego de poco más de un año de noviazgo. La ruptura no fue fácil. Ulises era un tipo posesivo al extremo de encerrar a mi hermana bajo llave, con la excusa de protegerla, cada vez que se ausentaba de la casa tomada en la que convivían.

En aquel entonces, nuestros padres vivían en La Pampa. Yo me hospedaba en lo de Roberto P y Claudia J —el hombre que hablaba con los extraterrestres y su mujer—. Cuando Silvana se separó de Ulises, aceptaron hospedarla a ella también —ya comenté que le debían un favor a mi madre—.

Ulises llamaba por teléfono a toda hora y se presentaba en el lugar para intentar convencer a mi hermana de que volviera con él. Silvana no lo atendía. Pero no parecía que Ulises fuera a darse por vencido.

Finalmente, se decidió que Silvana se iría a vivir a La Pampa con nuestros padres. Y Claudia, la dueña de casa, se encargó de informarle esto a Ulises la próxima vez que llamó.

A los veinte minutos, lo teníamos plantado en la entrada con el dedo pegado al timbre.

Claudia abrió la ventana pequeña que la puerta tenía a modo de mirilla.

—¿Qué querés? —preguntó—. Te dije que Silvana se va a La Pampa. Ya no tenés nada que hacer acá.

—Necesito hablar con ella —dijo Ulises—. Es un minuto.

—No hay nada que hablar —dijo Claudia—. Es una decisión tomada. Silvana es una menor y tiene que estar con sus padres.

—¡Quiero despedirme!

—¡Silvana no quiere verte más!

—¡Que me lo diga ella! ¡Usted qué se mete!

—¡Sus padres me nombraron su tutora! ¡Y ahora andate si no querés que llame a la policía!

Dicho esto, Claudia cerró la ventanita.

Ulises pegó el dedo al timbre otra vez.

—Pero qué hijo de puta… —dijo Claudia.

El timbre siguió sonando unos minutos. Después, silencio absoluto.

—Parece que se cansó —dije.

—¿A ver? —dijo Claudia. Se puso en cuclillas y miró por el ojo de la cerradura.

—¿Está? —pregunté.

—No lo veo.

Entonces, escuchamos la voz de Ulises.

—¡Silvana! ¡Por favor! ¡Perdoname! ¡Dame otra oportunidad!

—No lo puedo creer… —dijo Claudia.

—¡Te juro que voy a cambiar! —siguió Ulises—. ¡No te vayas! ¡No sé cómo voy a hacer para vivir sin vos!

—Es un escándalo… —dijo Claudia—. Nos está haciendo quedar mal con todos los vecinos…

El qué dirán era una de las mayores preocupaciones de Claudia —como ella miraba todo el tiempo la vida de los demás, creía que todos miraban la de ella—. Suficiente desgracia era lidiar con un marido que a quien se cruzara en su camino le hablaba sobre los mensajes que recibía de extraterrestres, como para también tener que soportar a este animal recitando a viva voz en su puerta el manual del amante despechado.

—¡Te amo, Silvana! ¡Te amo! ¡Te amo!

Me asomé a la habitación de mi hermana. Acostada de cara a la pared, cubría sus oídos sosteniendo una almohada alrededor de su cabeza.

Volví al comedor.

—Hacé algo, Roberto… —decía Claudia.

Roberto estaba sentado a la mesa, de brazos cruzados, las piernas estiradas. Todo su cuerpo expresaba rechazo a ejecutar cualquier acción.

—¿No vas a hacer nada? —preguntó Claudia.

—¿Qué querés que haga? —dijo Roberto—. Llamá a la policía, como le dijiste.

—¿Vos estás loco? —dijo Claudia—. Eso es lo único que falta para que los vecinos tengan el espectáculo completo. Vamos a salir en Crónica.

—¡Te amo! —seguía Ulises—. ¡Te amo! ¡Te amo!

Claudia caminaba de un lado a otro. Bufaba. En su cara se había instalado el rictus de perro que va a morder. Parado en un rincón, yo miraba el piso, para evitar establecer contacto visual con ella.

Súbitamente, Ulises dejó de gritar. Después de un rato, miré por el ojo de la cerradura y vi cómo se alejaba. Suspiré.

—Se va —dije, y me desplomé en una silla.

Claudia esperó un tiempo prudencial y abrió la ventanita de la puerta.

—Dios… —dijo.

La miré.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Mirá lo que está haciendo.

Una vez, hace varios años, para distraerme durante algún viaje largo, me puse a confeccionar una lista mental de las escaleras y los pasillos que habían sido significativos en mi vida. Es probable que, a la mayoría de ustedes, esto que acabo de decir le resulte sumamente extraño. Pero cosas como esta —o qué diez personas llevaría a una estación espacial donde tuviera que estar confinado de por vida, por ejemplo— son las que a veces pienso cuando me sobra el tiempo en condiciones en las que no puedo utilizarlo para nada mejor. Al menos, así era antes de que, luego de varios intentos infructuosos a lo largo de mi vida, lograra silenciar el diálogo interno y aprender a meditar. Cosa que conseguí por primera vez —juro que esto es verdad— sentado en un inodoro. Pero esa es otra historia, ahora no quiero desviarme demasiado de lo que estoy contando.

Decía, entonces, que me puse a confeccionar una lista de las escaleras y los pasillos importantes de mi vida. Hoy, las escaleras no vienen a cuento. De los pasillos, recuerdo tres.

Uno es el que comunicaba el PH de Homero, uno de los perros que paseaba cuando me dedicaba a eso, con la puerta de calle. Un poco inquietos por mi desaparición momentánea, al verme surgir del pasillo nuevamente después de que dejara a Homero en su hogar, los otros perros se alborotaban y me recibían pegando saltos y sacudiendo las colas con violencia —salvo aquellos que estaban ocupados en tratar de garcharse a algún compañero, o en evitar ser garchados—. Luego se abalanzaban sobre mí deshaciéndose en muestras de afecto, con esa mezcla de contento y alivio que exhiben estos animales cuando se reencuentran con uno. Como si, a pesar de ser una rutina repetida hasta el hartazgo, durante la ausencia de uno pensaran que esta vez la separación podría ser definitiva. Para alguien a quien le gustan los animales, esta muestra brutal de cariño es algo muy emotivo. Por eso, aquel pasillo había quedado grabado en mi memoria y en mi corazón.

Otro es el que, en la casa de mi abuela Yolanda, desembocaba en la habitación que había sido la de mis tías. La casa era tétrica en su totalidad, pero ese pasillo era el lugar que más miedo me daba. En la habitación de mis tías había un espejo de cuerpo entero, colocado justo frente a la entrada. De modo que, cuando la puerta de la habitación estaba abierta, al asomarme al pasillo veía a lo lejos mi propia imagen. Con el ambiente oscuro y la disposición de ánimo en que me dejaba el rumor casi constante de la caldera que alimentaba la calefacción central, aquella figura dejaba de parecerse a mí y se transformaba en un engendro del infierno.

Las noches que me quedaba a dormir y mi abuela me pedía que le buscara algo de la cocina —ella tenía dificultades para andar—, debía pasar forzosamente junto a la entrada de aquel pasillo. Lo hacía acelerando el paso y con la vista baja. Temía mirar el espejo y descubrir que el engendro ya no imitaba mis movimientos.

Al igual que Homero el shar pei, Claudia y Roberto vivían en un PH. Y el tercer pasillo significativo que recuerdo de aquella lista es el que comunicaba ese departamento, el último del complejo, con la calle. Ese pasillo es lo que veo cuando, a pedido de Claudia, me asomo por la ventanita de la puerta. Al final del mismo, se encuentra Ulises. Sentado en el piso, golpea la nuca contra una de las paredes, una y otra vez.

—Hay que hacer algo —me dice Claudia—. Nos van a echar. Tenés que salir a hablarle.

—¿Qué?

—Tenés que decirle que se vaya, Guillermo. Vamos a terminar todos en la calle.

Me la quedo mirando. Abre la puerta.

—Andá.

Titubeo. Salgo.

Frente a mí, el pasillo. Es más largo que de costumbre. Mide kilómetros. Sin embargo, la figura de Ulises se ve enorme. El martilleo de su nuca contra la pared hace temblar el piso. Se confunde con el pulso de la sangre contra mis sienes. Gradualmente, ambos ritmos se vuelven un solo latido. Comienzo a andar, no puedo evitar que mis pasos marquen el mismo compás. Ulises, golpeando su nuca, es quien mueve mis pies, atrayéndome inexorablemente. El sol también ha crecido. Ocupa todo el cielo. El calor es insoportable. Antes de llegar a mi destino, me habré deshidratado. No podré ofrecer resistencia si Ulises decide atacarme. Luego de varios días de caminata ininterrumpida, llego junto a él. El sol no se ha movido de su sitio. Su reflejo en la piel escamada de Ulises, de un rojo intenso, hiere mi vista.

—Hola —digo.

Ulises parece percatarse de mi presencia recién en ese momento. Deja de golpear su nuca contra la pared y me mira. Su cabeza, descomunal, es la de un tigre. Sus ojos fieros están llorando.

—Hola —dice.

Le tiendo mi mano. La estrecha con su garra. Nos quedamos un tiempo en silencio. Miro la calle.

—Yo amo a tu hermana —dice.

—Ajá… —digo.

—¿Cuándo se va?

—Mañana.

Nos quedamos en silencio otra vez. Suspiro.

—Vos no entendés —dice—, porque no sabés lo que es amar a alguien.

Sus palabras son un látigo. Se me eriza la nuca y estoy a punto de mostrar los dientes. ¿Quién sos vos para decir si he sufrido o no por amor?, pienso, pero no digo nada.

Se pone de pie. Despliega sus alas membranosas.

—Decile a Silvana que la voy a estar esperando —dice—. Siempre.

Emprende vuelo. El aire que desplazan sus alas se vuelve un torbellino y su figura cubre el sol. Bendigo el viento fresco de su partida.

domingo, 16 de marzo de 2014

PERROS LAMAN TU SANGRE

Primer Libro de los Reyes, capítulos 21 y 22.


A pesar de la gran exhibición del poder de Jehová hecha por Elías en su duelo con los profetas de Baal, los hebreos, obstinados como ellos solos, seguían adorando a otros dioses y cometiendo vilezas.

Y Acab, rey de Israel, incitado por su mujer Jezabel, era el más vil de todos. (1)

Por esto, Jehová maldijo a Acab por boca de Elías, diciendo: ¡Perros lamerán tu sangre! (2)

Tres años después de esta maldición, Acab partió a la guerra contra Siria para intentar recuperar el dominio de Ramot-galaad, ciudad que antaño perteneciera a Israel. En esta campaña perdió la vida, alcanzado por una flecha. Y corrió la sangre de su herida por el fondo de su carro.

Más tarde, cuando lavaron el carro en el estanque de Samaria, los perros lamieron su sangre, conforme a la palabra que Jehová había hablado.

También las rameras se bañaban allí. (3)


(1) 1° Reyes 21:25
(2) 1° Reyes 21:17-19
(3) 1° Reyes 22:38

domingo, 2 de marzo de 2014

SALGAN AL SOL

Estoy en la librería.

Una señora muy paqueta me pregunta por un libro de Florencia Bonelli.

Le digo que viene en dos formatos.

—El grande sale ciento veintinueve pesos. El de bolsillo, cincuenta y nueve.

Mira los dos. Los sostiene uno cerca del otro.

—¿Por qué el chico es más barato? —dice.

Es el tipo de pregunta que me deja en jaque. Siento el impulso de poner cara de chino y decirle:

—Abre tu mente: en tu pregunta está la respuesta.

Pero opto por explicarle:

—El chico es más barato porque es más pequeño. Tiene menos papel.

—Aaah… —dice, mientras asiente con la cabeza.



Tiempo después, otra señora paqueta. Me pregunta por libros de cocina judía.

Le ofrezco «Pasión por la cocina judía», de editorial Atlántida.

—¿Y uno como éste pero de cocina árabe? —me pregunta.

Le muestro «Pasión por la cocina árabe», también de Atlántida.

—Ajá… —dice, mientras lo hojea. Y me pregunta—: Este es de cocina árabe pero es de cocina judía, ¿no?

Otra vez en jaque. ¿Qué mierda me está preguntando esta vieja?, pienso.

Omito responder. Me fijo los precios de ambos libros en la máquina. Se los digo.

Arremete de nuevo.

—Este es de cocina árabe pero es de cocina judía, ¿no?

Voy a tener que contestarte nomás, pienso. Y tratando de no utilizar el tono de voz con el que le hablaría a una niña de seis añitos, le digo:

—No. Este es de cocina judía. Este es de cocina árabe.

—Aaah…



Derribemos un mito: posición económica no es proporcional a índice de coeficiente intelectual.

lunes, 17 de febrero de 2014

TERCERA VUELTA

«En tus escritos abundan las historias carnales, de arrebatos y violaciones varias, con uso y abuso de poder (¿¿¿O serán justo las que yo leí??? ¡¡¡Mirá que seleccioné al azar!!!). Las historias que leí me recordaban mucho a tu casa cinco, con ese Plutón que abre, Marte que continúa y Venus en Escorpio que cierra. Contadas, además, con la precisión y el control emocional de un Mercurio-Saturno, y Luna en Capricornio.»

—Comentario hecho recientemente por una astróloga sobre mi blog—.



Hoy, Carne con Alambre cumple tres años. Y sigue dándome muchas satisfacciones, por el intercambio de ideas que genera. Cada vez que ustedes comentan alguna entrada y cuando yo visito sus blogs. Y más aún en los encuentros personales que he tenido con algunos de ustedes, que invariablemente han derivado en charlas de horas —aspiro a conocerlos a todos, como ya he dicho—.

En esta tercera vuelta, conocí personalmente a —por orden de aparición—:

Dan, que afortunadamente no escuchó el zumbido de una mosca dentro del cráneo de una mujer.

Bigote Falso, que es una persona múltiple.

vera miloideo, que me citó en una iglesia.

Mateo, de ningún modo merecedor del castigo de Zeus Xenios.

Y Lorena, con quien contemplamos las babas del diablo a la vera del Paraná.

Además, se sumaron virtualmente —también por orden de aparición—: Nena bien —cuyo blog murió cuando aún era un niño—, Malena —nieta de un ángel y de una bruja—, Marla —que defiende a las madres que simplemente son—, nele b —que no quiere ser inmortal—, Begoña Rosamarchita —que busca en las aspas del ventilador unas manos que, cortando el aire, le revuelvan el pelo—, MAGAH —que come pastillas de mentol sin azúcar—, m —que gracias a mí se reencontró con la tristeza—, Zeithgeist —que se rompe el culo (y sin insulina) para equipar a sus hijos virtuales—, Ash Snaga —creador de monstruos— y Ariel Panchez —que tiene pájaros en la cabeza, literalmente—.

Y siguen acompañándome —ya son amigos de la casa—: El Señor Potoca —cuyos conocimientos sobre química lo harían un buen profeta—, José Gabriel —que quiere comprar una casa con prepucios—, Gabriela Aguirre —lacayo de una princesa—, f —uno de los nuestros, como diría Conrad—, Lunática —que carga una mona—, diana bz —dibujante excelente —, Valeria —que saca monedas del barro—, Rosi Ta —con quien compartimos el amor por los animales, y la curiosidad por el origen y la naturaleza de la maldad—, Hugo —que sigue pirateando, lo cual es genial y agradezco mucho; pero que estaría bueno que vuelva a escribir—, Dany  —cuyo blog ya existe en formato papel y estamos esperando la fiesta de presentación—, Yoni Bigud —que bajó al Edén y volvió—, Viejex —al otro lado del espejo—, Juanita is dead —que se iba, que no se iba, que se iba, que no se iba y que finalmente se fue— y Nachox —cuyo blog está congelado, aunque sospecho que tiene muchas cosas para decir—.

Alzo, pues, esta jarra de grog rebajado con pomelo, y brindo por este espacio y por todos ustedes.

Gracias por tantas alegrías.

¡Salud!

domingo, 2 de febrero de 2014

REPULSIÓN

Fecha: Lun, 05 Dic 2007 10:16
De: veronicabellyd@hotmail.com
A: claudiog@yahoo.com.ar
Asunto: Empanada


Podía aceptar al nuevo Claudio, al que me dedicaba menos tiempo. Pero no puedo aceptar al Claudio que tiene cambios bruscos de ánimo y me agrede (y encima delante de la gente).

Perdoná si herí tus sentimientos con respecto a tu amigo. La verdad es que nunca me cayó muy bien. Me parece muy vago. Pasear perros no es un trabajo y no le preocupa progresar, por lo que veo. No entiendo tu amistad con él, ya que vos no sos así. En fin, debe tener otras cosas que comparten. Vos sabrás.

Perdoná que se me haya caído la empanada. Tengo que ser menos torpe.


Entre todas las mujeres que estuvieron con Claudio desde que lo conozco, existió Verónica R. Ni Viviana ni Natalia me caían bien —hubo otras que sí—, pero con Verónica la cosa iba más allá: desde un comienzo sentimos una aversión mutua. La mayoría de ustedes habrán vivido algo así con cierta gente. Lo contrario al amor a primera vista: un flechazo de repulsión instintiva. Un sexto sentido animal nos alerta contra el animal que tenemos enfrente.

Verónica bailaba danza árabe y se había hecho de cierto renombre dentro del ambiente. Era una mujer materialista y boba. Tenía tetas compradas, cara de pájaro y la actitud de una diva.

Frente a ella, Claudio exhibía su faceta más superficial. Y las charlas sobre temas profundos o con cierto contenido intelectual las reservaba para cuando se reunía conmigo. Verónica era muy demandante, exigía estar presente cada vez que Claudio y yo nos encontrábamos. Claudio no sabía poner límites a eso. Cuando nos reuníamos, entonces, ella se quedaba en una habitación contigua leyendo alguna revista o mirando la televisión.

Sin embargo, en una oportunidad nos juntamos sin estar ella presente. Se había quedado en su casa con una amiga. Se hicieron las ocho de la noche y Claudio se ofreció a acercarme con el auto. Como más tarde ellos dos se reunirían, pasamos previamente por lo de Verónica para avisarle.

—Bancame un toque —dijo Claudio, y se bajó del coche.

Entró a la casa. No tuve que esperar más de cinco minutos. Volvió al auto, cerró de un portazo y arrancó a toda velocidad. Su cara se había transfigurado: el ceño fruncido, la boca apretada en una línea blanquecina. Conducía con los puños crispados, las venas le latían en el cuello musculoso. El cambio no me sorprendió sobremanera, que discutiera con Verónica era algo muy habitual. Sólo me extraño que cinco minutos les hubiesen bastado para pelearse.

Recién a mitad del camino rompió el silencio, sin apartar la vista del frente.

—Estaba comiendo empanadas con la amiga. «Llevate una para el viaje», me dijo. «Dame otra para Guillermo», le pedí. Me estaba dando la mía y la caja se le resbaló para un lado, y una empanada se le cayó al piso. «Dale esa», me dijo.