domingo, 30 de octubre de 2011

GENTE EXTRAÑA: AUGUSTO Z (Parte 1)

  Este es otro que da para una pequeña, o extensa, novela. Por ahora, conformémonos con este trailer dividido en seis partes.
   Augusto Z era el padre de Juan Z.
  Conocí a Juan Z a través de Germán P, un amigo mío de esa época. Aunque como amigo dejaba mucho que desear. Si alguna vez escribo «Gente idiota y abusiva que he conocido», les hablaré sobre Germán P. Por ahora, baste saber que Germán P y yo habíamos sido compañeros dos años de la secundaria, y que Germán P y Juan Z se conocieron paseando perros.
   Al tiempo, yo comencé a pasear perros también y hacíamos parte de nuestro recorrido los tres juntos. Así conocí a Juan Z, hijo de Augusto Z.
  Juan Z tenía un sentido del humor entre naíf, surrealista, negro y escatológico que hizo que congeniáramos en seguida. Conversar con él era como protagonizar un sketch de Cha cha cha. De hecho, en una época grabábamos pelotudeces que decíamos en cassettes, simulacros de programas radiales, uno de los cuales aún conservo. Con él y con un amigo suyo psicótico —diagnosticado así por psiquiatra— que creía que hablaba con el espíritu de su abuelo.
   Como Germán P era un tipo denigrante y abusivo, los dos —Juan Z y yo— terminamos alejándonos de él y haciendo rancho aparte, como quien dice.
   El problema es que a los perros se los pasea por la calle y era difícil no encontrarlo a Germán P en alguna parte de nuestro recorrido. Y como nosotros no teníamos carácter suficiente como para decirle que ya no lo soportábamos, este sujeto indeseable se nos prendía parte del paseo.
   Esa mañana, Germán P me había interceptado a mí solo y, no sé cómo, terminamos hablando de energías metafísicas.
  Como yo soy demasiado escéptico como para negar la posibilidad de nada, como siempre digo, mantenía una postura neutral al respecto: abierta pero moderada.
   Como él era idiota, mantenía una postura estúpida.
   —¡¿Cómo energía?! ¡¿Y dónde la tenés?! ¡¿Te ponés una pila como el conejito de Duracell?!
   Y se reía.
   Para quien le interese, Javier, el personaje de mi novela —Olarticoncha o La imposibilidad de contacto—, el pibe ese que confecciona una planillita para registrar los furcios de sus compañeros, está basado en este mamarracho. Los que no están siguiendo la novela, si les despierta curiosidad, pueden leer fuera de su contexto original el capítulo 13. Así completo un poco este escrache.
   Bueno… ¿Dónde habíamos dejado?
   El infradotado de Germán P —no, no soy resentido, señora—, Augusto Z, las energías…
   Ah, sí:
   —¡¿Te ponés una pila como el conejito de Duracell?! —dijo él, y se rió.
  —Boludo, todo tiene energía —dije yo—. ¿Con qué te pensás que caminás, movés el brazo…
   … y la lengua para hablar pelotudeces?, completé desde el interior de mi cabeza. Porque yo era un adolescente cobarde y débil de carácter. Todavía no había pasado por la experiencia iniciática de operarme la pija.
   —¡Pero esa energía está en los nervios, en el cerebro, boludo!
   —¿Y? ¿Qué hay con eso?
  —¡Que no se la podés pasar o sacar a otra persona! ¡Eso es magia! ¡Como eso que leés vos! ¿Cómo se llama? ¿El hombre de los anillos?
   —¿Y cómo sabés que no se la podés pasar o quitar a otra persona? No se puede demostrar eso ni lo contrario.
  —¡Andá!… ¡Esas son boludeces de las que cree tu vieja! ¡La astronomía, las cartas para adivinar!…
   —Astrología…
   En ese punto de la conversación nos cruzamos con Juan Z.
   —Hola…
   —Hola.
   —¿Qué hacés, Juancito? ¿Tenés pilas?
  —¿Eh? No… ¿Para qué voy a traer pilas al paseo? No vengo con el walkman…
  —¡Para la energía, boludo! —dijo Germán P—. ¡Para mover los brazos, las piernas!
 Juan Z puso cara de sorpresa. Me pareció notar algo raro en su expresión. Me pareció que había algo más que no entender lo que decía Germán P. Estaba serio y eso no era habitual en él.
  —¡Contale, Guille! —siguió acicateándome Germán P—. ¡Lo de los rayos de energía! ¡¿Los tirás por los ojos como Superman?!
   Me mordí el labio inferior y meneé la cabeza.
   Germán P se puso a jugar con uno de sus perros.
   —¡¿Vos dónde tenés las pilas, Noel?! ¡¿En el culito?!
   Y se reía solo.
   —¿De qué hablaban? —me preguntó Juan Z.
  —De nada… —dije yo, a esta altura medio malhumorado—. De energías metafísicas. Yoga, chakras, imposición de manos, cosas así… Yo tampoco termino de creer en todo eso… Pero tampoco podés probar que no exista. Y yo decía que es innegable que el cuerpo se mueve por energías.
   Juan Z no dijo una palabra. Otra vez algo extraño, huidizo, en la mirada.
   Germán P se puso a jugar con otro de sus perros.
   —¡Vení que te paso energía, Tucho!

domingo, 16 de octubre de 2011

OJO SIN PÁRPADO (Capítulo Final)

   Nada más que una vuelta manzana. El paso del tiempo también lo percibía distinto. Dar ese pequeño paseo fue como ver un videoclip. Chicos jugando. Unos viejos sentados en la vereda. El sol, que comienza a caer, tiñe las hojas de los árboles, mecidas por el viento. La luz violácea que le da a todo un tono irreal. La Hora Bruja. Los escasos minutos en los que las brujas hacen sus aquelarres. Porque es mentira que se reúnen a medianoche. Lo hacen durante esos minutos: lo que dura la luz violeta. Aunque ellas puedan estirar ese tiempo para que sea una eternidad. Y esto que escribo no significa nada.
   Volví. Los pibes se trasladaron a lo de Pablo S y se colgaron jugando con la PlayStation. Decidí irme. Y ahí, cuando ya habían pasado unas ocho horas desde la ingesta del alucinógeno, comenzó la mejor parte del viaje. Caminé desde Martelli hasta Maipú, en Olivos. De ahí hasta el río. Del río, de regreso a lo de Roberto P y Claudia I.
   Ya hablé de la impresión que causaban en mí los colores. En ese paisaje nocturno me impactaban más que de día. Y cada color tenía una onda en particular. Me fascinaban el verde y el violeta. Este último me producía un placer casi sexual. Tuve que detenerme cerca de la quinta presidencial y sentarme en el cantero de una casa para contemplar una planta enorme llena de florcitas violetas. El violeta me recordaba a una chica de la que había estado enamorado. El verde, a otra. Me puse a pensar de qué color era cada una de las personas que conocía. El rojo era agresivo. Parecía vivo, con intención. Me tocaba el rostro. Cada vez que me topaba con un auto rojo, pensaba qué mala onda, qué ortiba…
   Era muy sensible a las diferentes tonalidades de luces, también. Cuando crucé la Panamericana, descubrí, con el pulso acelerado y los ojos abiertos de par en par, que todos los faroles de un lado de la avenida eran cálidos, y los del otro fríos. Todo parecía tener un significado. Un significado impronunciable, más allá del lenguaje, que yo lograba captar pero no decodificar.
   Lo mismo con las formas. En medio de la caminata, mientras miraba las casas y los árboles, descubrí, como si fuera una revelación divina, que el hombre edificaba sus viviendas con aristas, llenas de ángulos rectos, para diferenciarse y protegerse de la naturaleza, de formas onduladas y caprichosas. El hombre temía el caos de la naturaleza, pero él mismo era naturaleza. Negaba su esencia y creía escapar de la misma por medio de lo artificial. Pero lo artificial no existía, puesto que era obra del hombre, que era natural. Esa casa cuadrada, cúbica, de ladrillo a la vista, de techo a dos aguas, lleno de tejas ordenadas en perfecta simetría, en esencia, no se diferenciaba en lo absoluto al nido del ave o al dique del castor. Pero el hombre pensaba que sí. Y se enorgullecía de eso. Lo único que tenía era miedo. Miedo a ser invadido por el caos. Por el caos que él creía fuera de sí, pero que también era parte de su naturaleza. El hombre era tonto y edificaba sus casas con aristas y podaba los árboles, dándoles formas esféricas, cúbicas. Y lo mismo hacía con las mentes de sus hijos, al educarlos. Les cortaba las ramitas que sobraban, para darles una forma perfecta: redonda. O cuadrada. Y así creía que escapaba de algo de lo que, por otro lado, no tenía por qué temer. Definitivamente: el hombre era tonto.
   Todo esto no sólo lo pensaba mientras caminaba, sino que también lo decía. Estaba teniendo una revelación cósmica y la iba decodificando y elaborando mientras andaba, hablándola conmigo mismo. Y todo parecía sabiduría en estado puro. Sabiduría en bruto. Y tal vez lo fuera, quién sabe. O tal vez sólo fuera un flash psicodélico.
   Cuando llegué a casa, Roberto P y Claudia I estaban durmiendo. El efecto del alucinógeno no parecía haber disminuido para nada. Al otro día tenía que trabajar. Preparé mi ropa para ducharme por la mañana. Me costó horrores tomar dos medias iguales del cajón de la ropa interior. Sólo veía colores. Encimados, mezclados, entre mis manos. Finalmente me acosté. Yo dormía en el living. Roberto P y Claudia I siempre dormían con la puerta abierta. No sé por qué lo hacían, pero era muy molesto. Esa noche me costó dormir. Pensaba en algo, no recuerdo en qué. Y cada tanto me daba la sensación de estar pensando demasiado alto.
   Roberto y Claudia deben estar escuchándome, me decía a mí mismo.
   No, boludo, me decía una parte más racional, una cosa es pensar y otra es hablar. Lo que pensás no se escucha, por más alto que lo pienses.
   Aaaahh, decía mi primer yo. Y se quedaba tranquilo por un rato. Pero después, una vez más:
   Roberto y Claudia deben estar escuchándome.
   Ya te dije que lo que pensás no se escucha. Solamente lo que hablás.
   Aaaahh
   Así hasta que comencé a adormecerme. Y a ver imágenes con los ojos cerrados. Las denominadas alucinaciones hipnagógicas, esas que son frecuentes en la etapa de tránsito de la vigilia al sueño. Pero tan vívidas como si las tuviera enfrente.
  Primero, algo parecido a una flor, de pétalos de distintos colores que se van iluminando, uno a uno, en el sentido de las agujas del reloj. Más adelante, después de ciertas lecturas, relacioné esto con los chakras de los hinduistas. Exactamente con el superior, Sahasrara, la flor de los mil pétalos.
   Después, una serpiente con alas de mariposa. Seguida de la imagen de una hoja de planta, verde con manchas rojas; pero que parece, a la vez, el lomo de una cobra en postura amenazante, de espaldas a mí.
   Y finalmente, la pared de un acantilado, con miles de caras talladas en la roca, con las bocas abiertas, gritando en silencio. Todo esto, como visto desde una cámara en movimiento, que primero se acerca hasta el pie de la pared, y luego sube a toda velocidad. Las caras de piedra, los gritos mudos, bajando y desapareciendo de mi vista. La cámara sigue subiendo, hasta el cielo. Apunta hacia abajo. Veo unos surcos, también tallados, en lo alto de la roca. Como esos dibujos de Nazca que sólo pueden verse desde el aire. Forman el perfil de un hombre. Es un soldado griego o romano de la antigüedad, con un casco con penacho. Y otros surcos atraviesan la figura, trayendo agua de una laguna cercana hasta el ojo del soldado. 
  Cuando llegué al trabajo, las sillas rojas de la oficina brillaban estridentes. Tuve miedo de haber quedado tocado para siempre.
   ¡¿Nunca voy a dejar de ver el rojo así?!
   Después del almuerzo, las sillas volvieron a su tonalidad habitual.

viernes, 30 de septiembre de 2011

OJO SIN PÁRPADO (Parte 1)

                                                                     Si las puertas de la percepción fuesen depuradas,
 todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito.

                                                                    William Blake.


   A los veintiún años, además de cortarme la chota y tener mi primera relación sexual, decidí pegarme un viaje en ácido. Todo un ritual iniciático de pasaje a la vida adulta.
   A pesar de haberme codeado toda mi adolescencia con gente más o menos aficionada a las drogas, nunca había probado la marihuana siquiera. En cierto sentido, es como si hubiese quemado una etapa.
  Decidí tomar ácido lisérgico después de leer Las puertas de la percepción de Aldous Huxley, donde él relata una experiencia que tuvo con el consumo de mescalina y hace un breve estudio sobre el LSD y el peyotl. Fue un buen viaje. Doce horas de vuelo. Un poco preocupado a la hora de aterrizar, pero nada grave.
   Sé de gente a la que no le fue tan bien. Dos conocidos de un conocido terminaron volviendo en sí en lo alto de un poste de teléfono, sin recordar cómo habían llegado ahí y sin animarse a bajar.
  Una conocida sintió la presencia del mal, en forma de animales invisibles, en las copas de los árboles del patio de su casa. Además, se le salió un pie mientras se lo rascaba. Eso es lo que vio. Se quedó con el pie en la mano.
   Otro conocido, en cambio, tuvo un viaje de lo más estúpido: lo único que me cuenta es que vio hablar a un ombligo. Yo, en su lugar, hubiese pedido que me devolvieran el dinero invertido en el pasaje.
   Pero no necesariamente la culpa es de la calidad de la sustancia (o de la dosis —mi conocida se clavó una pepa entera, siendo que era la primera vez que consumía—). También entra en juego, y no como factor meramente secundario, la idiosincrasia y el estado anímico del sujeto. A cada cual le pega según sus características. Eso no deja muy bien parados a mis conocidos. A ella, por su estado anímico. A él, por su idiosincrasia.
   No repetí la experiencia. Si alguna vez lo hago —y es probable que así sea—, quiero que sea en compañía de alguien en la misma sintonía, alguien que se coloque conmigo. Un viaje de a dos. Para ver qué se siente al interactuar con alguien del otro lado del espejo. Mientras, prefiero abstenerme. No es cuestión de tomarle el gusto, quemar demasiada materia gris y terminar como Syd Barrett: con los ojos como agujeros negros en el cielo.
   La pepa —un cuarto— me la consiguió uno de los pibes de Martelli, Pablo S. La tomé un domingo, pasado el mediodía, en compañía de él, Claudio G y Federico D. Ninguno de los tres se animó a probar. Claudio G estaba totalmente limpio; los otros dos, fumados. Una vez se hubo disuelto el papel secante, los cuatro compartimos un par de cervezas.
   La droga tardó una hora, aproximadamente, en hacerme efecto. Con lo pibes nos estábamos cagando de la risa, ya no recuerdo de qué —ni importa: siempre nos reíamos—. En algún momento, comencé a reírme más de lo normal. Pero no puedo precisar cuándo.
   El padre de Claudio G, Néstor G, tenía una gata. Muy linda. Gordita; marrón, gris y blanca. Éramos muy amigos. Las tardes que yo iba de visita, se la pasaba recostada sobre mi falda. Pero esa tarde la pasó escondida bajo una cama. De rodillas, me asomaba y la llamaba. Ella me miraba fijo, hecha un bollito. «Capta algo», pensaba yo. «Es que los animales son muy perceptivos.» Muy romántico lo mío. Hoy día pienso que, simplemente, la gata se asustaba de mis risotadas. Claudio G prefiere seguir creyendo lo primero.
   Después de las cervezas, nos tomamos un té. Así éramos nosotros. Hasta ese momento, lo único que había experimentado eran esos accesos de hilaridad. Mientras tomaba mi té, comencé a sentir algo más, de índole sexual. Un calor, muy placentero, que subía desde mis pies hasta mi sexo. Los pibes se reían diciendo que yo me sentaba y sostenía el saquito de té como si fuese Charly García. Hasta acá, este podría ser un viaje de mi conocido, el que vio hablar al ombligo —yo que lo critico tanto—. Pero las cosas no quedaron ahí.
   De a poco, comenzó a cambiar mi percepción visual de las cosas que me rodeaban. El primer impacto lo recibí al voltear la cabeza, mientras tomaba mi té, y ver un rayo de sol que entraba por la puerta que daba al patio. Un patio chiquito, mezquino. Pura pared y baldosa: nada verde para ofrecerle a mi estado alterado de conciencia. Pero con el rayo solo bastaba, al menos para empezar.
   ¿Qué pasaba con el rayo?
   Era una cuestión de intensidad. Pero no puedo decir que se viera más brillante que de costumbre. Lo mismo que los colores. No sé si los veía más fuertes, más brillantes, más intensos. Los sentía más intensamente. Como si los percibiese por primera vez en serio, como eran en realidad. Y como si los percibiese con algo más que la vista. Con todo el cuerpo.
   Eso es lo que experimenté al toparme con aquel delgado rayo de sol. Se me metía a través de los ojos y lo sentía en todo el cuerpo. Y no le podía, o no le quería, sacar la vista de encima. Y la sensación era de un placer extático.
   En Las puertas de la percepción, Huxley habla de la teoría de Henri Bergson según la cual «la función del cerebro, el sistema nervioso y los órganos sensoriales es principalmente eliminativa, no productiva. Cada persona, en cada momento, sería capaz de recordar cuanto le ha sucedido y de percibir cuanto está sucediendo en cualquier parte del universo. La función del cerebro y del sistema nervioso es protegernos, impedir que quedemos abrumados y confundidos por esa masa de conocimiento en gran parte inútil y sin importancia (…) admitiendo únicamente la muy reducida y especial selección que tiene probabilidades de sernos útil en lo práctico». El cerebro funcionaría como una válvula reductora, para permitir el desarrollo normal de nuestras actividades mundanas y, por ende, nuestra supervivencia.
   Según Huxley, las drogas como el LSD y el peyotl actuarían sobre esta válvula reductora desactivándola parcial y transitoriamente. El resultado de esto sería que captáramos, bajo el influjo de la droga, una porción de realidad mayor que de costumbre, accediendo a una parte de la información normalmente vedada.
  Volviendo al rayo de sol. Una vez que terminamos el té, nos trasladamos al patiecito mezquino. Creo que a pedido mío, pero no podría jurarlo. Nos sentamos en el piso, formando un círculo. Y conversamos. Yo seguía la charla muy atentamente, sin participar mucho. En un momento, Claudio G y Federico D tuvieron una pequeña discusión. Una discusión disfrazada de broma, con rencor solapado. ¿El tema? No lo recuerdo en lo absoluto. Sólo recuerdo la impresión que me causó. Me parecía ver la energía negativa que iba de uno al otro. Sobre todo de Claudio G hacia Federico D, en un momento en que el primero lanzó un comentario hiriente. Y otra vez, no es que viera algo realmente, pero es lo que más se le aproxima. Liliana N decía que los hippies habían inventado la palabra onda, tan imprecisa, a raíz de no poder ponerle un nombre a este tipo de sensaciones.
   Vi el dardo lanzado por Claudio G y el impacto que hizo en Federico D. Y vi el posterior resentimiento de este último. Todo esto me angustiaba. No entendía por qué las cosas tenían que ser así. Y cómo Claudio G no se daba cuenta del daño que estaba causando. Pero me guardaba de intervenir, sólo contemplaba.
   En un momento cayó Néstor G, el padre de Claudio G. Los pibes temían que yo no pudiese disimular mi estado. Sí pude. Tuve que reprimir el deseo de abrazar a Néstor G. Y no es que él me cayese particularmente bien. Casi diría que al contrario. Pero en ese momento mi impulso era ese: el de abrazarlo y reírme a carcajadas. De satisfacción. Creo que no percibió nada extraño. Cuando se fue, me dieron ganas de salir. Les avisé a los pibes que iba a dar una vuelta manzana —quería sentir un poco el exterior—. Se ofrecieron a acompañarme. Me negué. Prometí volver enseguida. Se rieron y me despidieron como si saliera de expedición.

viernes, 16 de septiembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: GRACIELA M

   Mi primera relación sexual, Doctor Ventura, la tuve con Graciela M.
   Yo tenía veintiún años. Pasé toda mi adolescencia creído de que antes de esa edad, hacerlo era ilegal.
   Si recién llegás a este blog, visitante, he de advertirte que lo anterior es un chiste. Y, obviamente, no has entendido la referencia al Doctor Ventura. Si querés saber quién es el citado doctor y por qué tardé tanto en tener mi primera relación sexual, vas a tener que leer la historia de mi pene.
   Si no querés saberlo, no.
   Bueno… ¿En qué estábamos?
   Gente extraña que he conocido, primera relación sexual…
   Ah, sí: Graciela M.
   Yo tenía veintiún años. Graciela M me duplicaba la edad y un poco más. No supe su edad exacta hasta un día en que se fue a hacer las compras y le agarré el documento de la cartera.
   Graciela M. La M podría ser de Madre. De Madre de un amigo, para ser más exactos. De Madre de Claudio G, el muchacho que me presentó a los pibes de Martelli, para ser más exactos aún. El que soñó con mi espalda.
   La primera vez que Graciela M me tiró los galgos, la rechacé. Me preguntó si no quería tener algo más íntimo con ella y le contesté que no. Ella se puso a llorar. La historia es más larga que esto que expongo y lo que expondré; pero para narrarla bien, tendría que escribir una pequeña novela —tal vez algún día lo haga—. Por ahora conformémonos con esto.
   Graciela M no me desagradaba. Tampoco me gustaba. Era una mujer atractiva y jovial, que había llegado bien a la edad que tenía; pero sencillamente no daba, no era mi tipo. El motivo de mi rechazo era ese; no era nada que tuviera que ver con que su hijo fuera mi amigo. Es más, me fui haciendo amante de la madre y amigo del hijo prácticamente al mismo tiempo. A ambos los conocí a través del que en aquel entonces era mi cuñado: Ulises M. Graciela M era la madre y Claudio G era el hermano.
   La segunda vez, Graciela M la hizo mejor: no preguntó nada, directamente me besó. Sorteó el filtro mental, fue directo al cuerpo. Y el cuerpo dijo sí. Y así comenzó una relación tortuosa, con idas y venidas, rupturas y regresos, manipulaciones de su parte, que duró escasos pero intensos seis meses.
   Esta es la señora que me empujó a tener mi primera relación sexual antes de pasados los tres meses de la operación de mi fimosis, Doctor Ventura, cuando mi pene aún parecía masticado por un pit bull. En medio de un franeleo especialmente acalorado, Doctor, ella no aguantó más y le dio un puñetazo a la pared, con los nudillos. «Ploc», sonó, y saltó un poco de la pintura. Graciela M hacía taekwondo y era una mujer impulsiva que podía llegar a ser violenta. Era de Tauro, pero me juego a que el ascendente lo tenía en Aries. Se tapó la cara con las manos y respiró profundo para intentar bajar un cambio.
   Sólo la puntita, me pidió, para ver cómo se siente. Accedí. No sé si por puras ganas o si inconscientemente temía que el próximo puñetazo viniese dirigido al centro de mi cara.
   Después, pidió un poquito más, y un poquito más, y otro, y ella se movía despacito y bueno… Pasó lo que tenía que pasar, como suele decirse. A mí mismo me sorprendió estar acabando. El órgano terminó entero, Doctor Ventura, con el mismo aspecto espantoso que al comienzo.
   Es la primera vez que escucho el asunto de sólo la puntita en este sentido y no, como es más habitual, propuesto por señor grande a jovencita. Todos estaremos de acuerdo, supongo, a esta altura del partido, en mayor o menor medida, en que yo también soy gente extraña que he conocido. Tal vez no al extremo de los engendros que estoy exponiendo en esta sección del blog. Pero bueno, está eso de que Dios los cría…
   Cada vez que rompíamos, que yo intentaba alejarme de ella, Graciela M me manejaba con la culpa, con llantos, fingiendo desmayos o intentos de suicidio, o le pedía información mía a su hijo, Claudio G. También acostumbraba darle detalles a él sobre nuestras relaciones sexuales, entre mate y mate.
   —Tu amigo es un chancho: no sabés lo que me hizo anoche.
   Por Dios, que esto va un poco más allá de ser una madre de alambre: es una madre perversa de alambre.
   Graciela M vivía en San Martín, en un departamento de dos ambientes. En uno habitaban los seres humanos. En el otro, los animales: de doce a quince gatos y un perro que siempre estaba atado a la pata de una mesa.
   La mesa sólo era utilizada para eso: para atar al perro a una de las patas. Un perro mestizo y grande. Del tamaño de un pointer o un weimaraner. No se podía comer en ese ambiente porque los gatos eran bastante salvajes y se lanzaban sobre uno por los cuatro costados para arrebatarle los alimentos. Cuando uno entraba con comida al departamento, casi literalmente tenía que correr hacia la habitación para evitar el ataque de los gatos, que no estaban  muy bien alimentados que digamos.
   Los gatos cagaban y meaban por doquier, así que se imaginan cómo apestaba ese lugar. Cachilo, el perro, no: sólo cagaba y meaba las dos o tres veces por semana que Graciela M se acordaba de sacarlo para que lo hiciera. Apenas terminaba de hacer sus necesidades, Graciela M lo volvía a subir al departamento y lo ataba a la misma pata de la mesa. Ese animal debía ser la reencarnación de Atila o Mussolini; si no, tanto sufrimiento no se entiende.
   El lugar no tenía agua corriente, no recuerdo por qué. Cada tanto, sobre todo cuando venía su visita especial —yo—, Graciela M subía a la terraza, bajaba con un balde de agua y limpiaba los pisos. Pero los gatos no tardaban en cagar todo de nuevo, con una mierda de consistencia diarreosa —supongo que por la mala alimentación—. Incluso el baño, porque la puerta estaba rota por la parte de abajo.
   Recuerdo que había una gata, siempre la misma, muy bonita ella, a la que le gustaba subirse al inodoro cada vez que yo iba a mear. Yo trataba de esquivarla, pero siempre se las arreglaba para que le meara la cabeza.
   Sobre gustos no hay nada escrito. He sabido de cosas peores.
   A raíz de que yo estaba interesado, en aquel entonces, en el tema de la reencarnación (nunca creyendo ni dejando de creer en el asunto —soy demasiado escéptico como para negar la posibilidad de nada, como decía Aldous Huxley—, sólo curioseando), Graciela M comenzó a comprarme libros sobre el tema y a inventarse unos sueños protagonizados por quienes, según ella, habíamos sido nosotros en vidas pasadas.
   En todos había algún obstáculo que impedía que consumáramos nuestra relación.
   En uno yo era un noble que vivía en un palacio y que solía mirarla desde mi ventana mientras ella, una pobre campesina, lavaba la ropa en un arroyo.
   En otro ella era una noble viajando en un barco y yo un esclavo remero de aspecto aindiado.
   Un día me llamó al trabajo para decirme que había tenido un ataque de agorafobia y que no había podido salir del baño hasta que, de casualidad, había caído por el departamento su hijo, Ulises M, mi ex-cuñado. Y que, entonces, ella había percibido que Ulises M había sido su escudero en una vida anterior.
   Yo pienso que ella no creía todas estas estupideces. Mi teoría es que ella pensaba que yo creía realmente en estos temas y que con toda esa sanata podía convencerme de que lo nuestro era un amor de siglos, cada vez que yo quería cortar la relación; cuando siempre fui franco y claro —de un principio hasta el final—, y siempre le dije que no la amaba.
   Ella decía que yo la amaba, pero que me lo negaba a mí mismo.
   Bueno, lo último que supe de Graciela M fue que —diez años después— tiene fotos mías pegadas en una especie de altar en el que enciende velas y en el que tiene también un mechón de mi cabello —que nunca supe cómo obtuvo—.
   No sé si me cortó el mechón mientras yo dormía o si fue juntando pelo por pelo de la almohada cada vez que me iba.
   Tétrico.
   Quisiera decir que vuelvo locas a las mujeres. 
   Esta mujer estaba loca desde antes de que yo la conociera. 

sábado, 3 de septiembre de 2011

SUEÑO CON VACAS

  Este es de cuando yo tenía unos ocho años. Esa noche me había quedado a dormir en lo de mi abuela de alambre. Dormíamos en la misma habitación. Yo ocupaba la cama que había sido de mi abuelo —sí, eran de esos viejos que duermen en camas separadas—. Y soñé lo siguiente.
   Campo llano. Verde. Tarde soleada. Todo visto como si fuese desde una cámara fija.
   En el medio del campo, una cinta transportadora, como las que trasladan el equipaje en los aeropuertos. O las de las fábricas de productos en serie. No se ve ni el comienzo ni el final de la misma.
    Sobre la cinta, platos grandes de metal.
  Sobre los platos, vacas. Quietas, se dejan llevar por la cinta con docilidad.
    Y ese es todo el sueño: simplemente, las vacas pasan y pasan.
    Pero lo más importante de esta historia es el remate, que no se da en el sueño, sino en la vigilia.
   Cuando me desperté, mi abuela me contó que había estado hablando dormido.
    ¿Cuáles habían sido mis palabras?
    Mamá, suegra, mamá, suegra, mamá, suegra…

domingo, 28 de agosto de 2011

GENTE EXTRAÑA: EDUARDO L (Capítulo Final)

   Pasaron meses. Una noche llegué del trabajo y la encontré a Liliana N con un hombre. Me lo presentó.
   —Él es Carlos. Carlos, él es Guillermo.
   El hombre se puso de pie y nos estrechamos la mano. Apretón firme, de esos que generan confianza.
   —Un gusto —dijo él, con voz grave.
   —Carlos era compañero mío en la escuela secundaria. Y de Néstor.
   Néstor C era otro amigo de Liliana N que a veces venía de visita.
   Esa noche, cenamos los tres juntos: Liliana N, Carlos y yo. Él era un tipo muy correcto y cordial, pero reservado. Serio, de mirada profunda. Nunca lo vi sonreír. Se hizo habitual que viniera a comer a casa. No me molestaba. Tenía una conversación muy agradable, no como Néstor C, que era un sujeto bastante repulsivo.
   Supuse que Carlos y Liliana N eran algo más que amigos, aunque no daban muestras de eso en mi presencia. Un día él se quedó a dormir, en el sofá. Otro día, lo mismo. A la semana siguiente, comenzó a dormir con ella en la cama matrimonial.
   Pasó el tiempo. Llegó el verano. Un día de mucho calor, Carlos se puso en cueros. En la espalda, sobre el omóplato derecho, tenía un tatuaje tumbero, hecho con agujas: una calavera de vaca. Esto hizo que se instalara en mí una duda. ¿Este hombre no sería, en realidad, Eduardo L de incógnito?
   «Naaahh…», pensé. «No va a traer a la casa al tipo que una vez quiso acuchillar a su hijo… ¿O sí? Y si el tipo tenía celos de Leonel, con más razón tendría que tener celos de mí, que no soy pariente de Liliana y vivo solo con ella… ¿O no? Pero es un hombre agradable, muy educado, no como me contaron que era el otro…»
   Ese fin de semana me encontré con Claudio G y le transmití mi duda.
  —Y… El tatuaje puede habérselo hecho de pendejo, jodiendo —me dijo—. Si estuvo preso, te das cuenta por cómo habla. Cuando salen, siempre les queda algo de la jerga de adentro.
  —El tipo habla re-formal. Es re-educado. Pero hay algo que no me cierra.
   Desde la primera aparición de Carlos hasta ese momento, yo no había vuelto a ver a Leonel M. Él seguía viviendo en Banfield y se le complicaba viajar hasta Munro. Finalmente, me invitó a comer a la casa. Y le pregunté.
  —¿Conocés a un tal Carlos, amigo de tu vieja? Compañero de la secundaria.
   —¿Carlos? No… Qué raro… A los amigos de mi vieja los conozco a todos. ¿Cómo es?
   Lo describí. Largó una carcajada.
   —¡Es Eduardo, boludo!
   Por suerte, chabón no era una de mis palabras de uso habitual.
   Un año después, Liliana N murió de SIDA.
   La última vez que vi a Eduardo L fue para esa época, unos meses más tarde. Él estaba caminando solo, por la plaza de la estación Mitre, como paseando. No sé si estaría triste por la muerte de Liliana. Tenía el mismo gesto adusto de siempre.

lunes, 22 de agosto de 2011

GENTE EXTRAÑA: EDUARDO L (Parte 2)

  Con la vieja vivía una chica de unos doce años y un nene de seis. Al momento de llegar Leonel M, la familia estaba cenando. La vieja le indicó que se sentara en una silla que estaba apartada de la mesa, junto a un teléfono, y se desentendió de él. Siguió comiendo como si nada. Los chicos lo miraban a Leonel M de reojo.
   —Hola —le dijo el nene de seis.
   —Siga comiendo y cállese la boca —dijo la vieja sin levantar la vista del plato.
   Leonel M miraba fijo la puerta, como si pudiera ver a través de ella. Y aguzaba el oído. Le pareció oír que su madre y Eduardo L discutían, pero no estaba seguro.
   —¿Puedo llamar a la policía, señora?
   —El teléfono no anda.
  Cuando terminaron de comer, la vieja mandó a los chicos a dormir y levantó la mesa.
   —¿La ayudo a lavar los platos, señora?
   —No hace falta, m’hijo.
  La vieja terminó de lavar los platos y se sentó en un sillón. Cerró los ojos. Leonel M siguió esperando. Le pareció que la vieja se había dormido. Respiraba profundo y con ruido, un silbido al inhalar. Levantó el tubo y comprobó que había tono.
   —El teléfono no anda, m’hijo —repitió la vieja sin abrir los ojos.
   A eso de las dos de la mañana, a Leonel M le pareció oír que su madre lo llamaba. Se levantó de un salto y se acercó a la puerta. La vieja abrió los ojos y lo siguió con la mirada. Al rato se escuchó bien clara la voz de Liliana N.
   —¡Leo!
   Leonel M apoyó la mano en el picaporte y miró a la vieja.
   —¿Me abre?
   La vieja abrió la puerta cuando Liliana N llegaba a la casa.
   —¡Leo!
   Leonel M se acercó a ella.
   —¡Gracias, señora! —dijo Liliana N.
   La vieja se limitó a cerrar la puerta.
   —¡Señora! ¡¿Podemos usar el teléfono?!
   —No te calientes. No te va a dejar.
   Madre e hijo tuvieron que escapar del lugar haciendo dedo. Después de buscar a Leonel M por los alrededores, pistola en mano, Eduardo L se había echado a dormir. Como medida preventiva, antes de salir, Liliana N metió la llave del auto de Eduardo L en la cerradura y la rompió haciendo palanca para abajo. Lo que empezó siendo una historia de amor salvaje, terminó siendo un thriller.
  Pasan siete años. Hace su aparición en escena un servidor: Guillermo Sebastián Altayrac —con todas las letras, no necesito esconderme de nadie. Saludo a mi público. Me debo a ustedes. Son el alambre que sostiene esta carne—. Después de vivir casi un año con Roberto P y Claudia I, me mudé con Leonel M y su madre a Munro. Una compañera de laburo me decía que yo me la buscaba por juntarme con gente tan estrafalaria. Tal vez tenía razón. En todo caso, ya he escarmentado.
  En el medio, Eduardo L había vuelto a entrar en prisión por robo calificado y había sucedido lo de Sierra Chica. Y él, junto con otros presos, fue trasladado a Devoto. Por medio de un conocido en común con Liliana N, averiguó nuestro teléfono. Una vez cada quince días, aproximadamente, llamaba desde la cárcel para hablar con ella. Algunas veces para decirle cuánto la amaba. Otras, para prometerle que cuando saliera la iba a matar.
   Las cosas del querer.
   A los meses de estar viviendo los tres juntos, Leonel M se mudó a lo de su novia, en Banfield. Pero la noche de la que voy a hablar ahora, ambos habían venido de visita. En esas ocasiones, Liliana N les cedía a su hijo y a su nuera su habitación, que tenía una cama de dos plazas, y ella dormía en el living, en el sofá. Y yo dormía solo en la habitación que antes compartiera con Leonel M.
   Despierto sobresaltado de madrugada. Había sonado el timbre. Hacía meses que no teníamos noticias de Eduardo L, pero supe de inmediato que era él. Extrañamente, Liliana N, protagonista de esta historia de amor, no adivinó que el que estaba tocando el timbre era su Romeo. O su Otelo. Estábamos en el piso de arriba de una casa de dos plantas. Medio dormida, Liliana N abrió un poco una persiana y, asomándose, preguntó quién era. Eduardo L había bebido. No se dio cuenta de que la voz venía de arriba. Pensó que salía de un portero eléctrico —que no teníamos— y se puso a hablar, a gritos de borracho, con el timbre.
   —¡¿Hola?!… ¡¿Hola?!… ¡¿Liliana?!
  Liliana N reconoció la voz y se apartó de la ventana. Permaneció en silencio.
   —¡Hola!… ¡Hola!… ¡La puta madre!
   Liliana N escuchó hablar a su enamorado con alguien más. Después, el ruido de una puerta de automóvil abriéndose y cerrándose, y el motor alejándose para dejar paso al silencio de la noche.
   De toda esa secuencia me enteré al día siguiente. Lo único que escuché en ese momento fue la voz de Liliana N; los murmullos de abajo; el auto alejándose y los cuchicheos de Leonel M, su novia y su madre después de lo sucedido.
   Me dormí.
  Al día siguiente, cuando estaba por salir al trabajo, Liliana N me interceptó en el living. Me hizo una seña desde el sofá y me dijo en un susurro:
   —Si afuera alguien te pregunta con quién vivís, decile que vivís solo.