viernes, 16 de septiembre de 2011

GENTE EXTRAÑA: GRACIELA M

   Mi primera relación sexual, Doctor Ventura, la tuve con Graciela M.
   Yo tenía veintiún años. Pasé toda mi adolescencia creído de que antes de esa edad, hacerlo era ilegal.
   Si recién llegás a este blog, visitante, he de advertirte que lo anterior es un chiste. Y, obviamente, no has entendido la referencia al Doctor Ventura. Si querés saber quién es el citado doctor y por qué tardé tanto en tener mi primera relación sexual, vas a tener que leer la historia de mi pene.
   Si no querés saberlo, no.
   Bueno… ¿En qué estábamos?
   Gente extraña que he conocido, primera relación sexual…
   Ah, sí: Graciela M.
   Yo tenía veintiún años. Graciela M me duplicaba la edad y un poco más. No supe su edad exacta hasta un día en que se fue a hacer las compras y le agarré el documento de la cartera.
   Graciela M. La M podría ser de Madre. De Madre de un amigo, para ser más exactos. De Madre de Claudio G, el muchacho que me presentó a los pibes de Martelli, para ser más exactos aún. El que soñó con mi espalda.
   La primera vez que Graciela M me tiró los galgos, la rechacé. Me preguntó si no quería tener algo más íntimo con ella y le contesté que no. Ella se puso a llorar. La historia es más larga que esto que expongo y lo que expondré; pero para narrarla bien, tendría que escribir una pequeña novela —tal vez algún día lo haga—. Por ahora conformémonos con esto.
   Graciela M no me desagradaba. Tampoco me gustaba. Era una mujer atractiva y jovial, que había llegado bien a la edad que tenía; pero sencillamente no daba, no era mi tipo. El motivo de mi rechazo era ese; no era nada que tuviera que ver con que su hijo fuera mi amigo. Es más, me fui haciendo amante de la madre y amigo del hijo prácticamente al mismo tiempo. A ambos los conocí a través del que en aquel entonces era mi cuñado: Ulises M. Graciela M era la madre y Claudio G era el hermano.
   La segunda vez, Graciela M la hizo mejor: no preguntó nada, directamente me besó. Sorteó el filtro mental, fue directo al cuerpo. Y el cuerpo dijo sí. Y así comenzó una relación tortuosa, con idas y venidas, rupturas y regresos, manipulaciones de su parte, que duró escasos pero intensos seis meses.
   Esta es la señora que me empujó a tener mi primera relación sexual antes de pasados los tres meses de la operación de mi fimosis, Doctor Ventura, cuando mi pene aún parecía masticado por un pit bull. En medio de un franeleo especialmente acalorado, Doctor, ella no aguantó más y le dio un puñetazo a la pared, con los nudillos. «Ploc», sonó, y saltó un poco de la pintura. Graciela M hacía taekwondo y era una mujer impulsiva que podía llegar a ser violenta. Era de Tauro, pero me juego a que el ascendente lo tenía en Aries. Se tapó la cara con las manos y respiró profundo para intentar bajar un cambio.
   Sólo la puntita, me pidió, para ver cómo se siente. Accedí. No sé si por puras ganas o si inconscientemente temía que el próximo puñetazo viniese dirigido al centro de mi cara.
   Después, pidió un poquito más, y un poquito más, y otro, y ella se movía despacito y bueno… Pasó lo que tenía que pasar, como suele decirse. A mí mismo me sorprendió estar acabando. El órgano terminó entero, Doctor Ventura, con el mismo aspecto espantoso que al comienzo.
   Es la primera vez que escucho el asunto de sólo la puntita en este sentido y no, como es más habitual, propuesto por señor grande a jovencita. Todos estaremos de acuerdo, supongo, a esta altura del partido, en mayor o menor medida, en que yo también soy gente extraña que he conocido. Tal vez no al extremo de los engendros que estoy exponiendo en esta sección del blog. Pero bueno, está eso de que Dios los cría…
   Cada vez que rompíamos, que yo intentaba alejarme de ella, Graciela M me manejaba con la culpa, con llantos, fingiendo desmayos o intentos de suicidio, o le pedía información mía a su hijo, Claudio G. También acostumbraba darle detalles a él sobre nuestras relaciones sexuales, entre mate y mate.
   —Tu amigo es un chancho: no sabés lo que me hizo anoche.
   Por Dios, que esto va un poco más allá de ser una madre de alambre: es una madre perversa de alambre.
   Graciela M vivía en San Martín, en un departamento de dos ambientes. En uno habitaban los seres humanos. En el otro, los animales: de doce a quince gatos y un perro que siempre estaba atado a la pata de una mesa.
   La mesa sólo era utilizada para eso: para atar al perro a una de las patas. Un perro mestizo y grande. Del tamaño de un pointer o un weimaraner. No se podía comer en ese ambiente porque los gatos eran bastante salvajes y se lanzaban sobre uno por los cuatro costados para arrebatarle los alimentos. Cuando uno entraba con comida al departamento, casi literalmente tenía que correr hacia la habitación para evitar el ataque de los gatos, que no estaban  muy bien alimentados que digamos.
   Los gatos cagaban y meaban por doquier, así que se imaginan cómo apestaba ese lugar. Cachilo, el perro, no: sólo cagaba y meaba las dos o tres veces por semana que Graciela M se acordaba de sacarlo para que lo hiciera. Apenas terminaba de hacer sus necesidades, Graciela M lo volvía a subir al departamento y lo ataba a la misma pata de la mesa. Ese animal debía ser la reencarnación de Atila o Mussolini; si no, tanto sufrimiento no se entiende.
   El lugar no tenía agua corriente, no recuerdo por qué. Cada tanto, sobre todo cuando venía su visita especial —yo—, Graciela M subía a la terraza, bajaba con un balde de agua y limpiaba los pisos. Pero los gatos no tardaban en cagar todo de nuevo, con una mierda de consistencia diarreosa —supongo que por la mala alimentación—. Incluso el baño, porque la puerta estaba rota por la parte de abajo.
   Recuerdo que había una gata, siempre la misma, muy bonita ella, a la que le gustaba subirse al inodoro cada vez que yo iba a mear. Yo trataba de esquivarla, pero siempre se las arreglaba para que le meara la cabeza.
   Sobre gustos no hay nada escrito. He sabido de cosas peores.
   A raíz de que yo estaba interesado, en aquel entonces, en el tema de la reencarnación (nunca creyendo ni dejando de creer en el asunto —soy demasiado escéptico como para negar la posibilidad de nada, como decía Aldous Huxley—, sólo curioseando), Graciela M comenzó a comprarme libros sobre el tema y a inventarse unos sueños protagonizados por quienes, según ella, habíamos sido nosotros en vidas pasadas.
   En todos había algún obstáculo que impedía que consumáramos nuestra relación.
   En uno yo era un noble que vivía en un palacio y que solía mirarla desde mi ventana mientras ella, una pobre campesina, lavaba la ropa en un arroyo.
   En otro ella era una noble viajando en un barco y yo un esclavo remero de aspecto aindiado.
   Un día me llamó al trabajo para decirme que había tenido un ataque de agorafobia y que no había podido salir del baño hasta que, de casualidad, había caído por el departamento su hijo, Ulises M, mi ex-cuñado. Y que, entonces, ella había percibido que Ulises M había sido su escudero en una vida anterior.
   Yo pienso que ella no creía todas estas estupideces. Mi teoría es que ella pensaba que yo creía realmente en estos temas y que con toda esa sanata podía convencerme de que lo nuestro era un amor de siglos, cada vez que yo quería cortar la relación; cuando siempre fui franco y claro —de un principio hasta el final—, y siempre le dije que no la amaba.
   Ella decía que yo la amaba, pero que me lo negaba a mí mismo.
   Bueno, lo último que supe de Graciela M fue que —diez años después— tiene fotos mías pegadas en una especie de altar en el que enciende velas y en el que tiene también un mechón de mi cabello —que nunca supe cómo obtuvo—.
   No sé si me cortó el mechón mientras yo dormía o si fue juntando pelo por pelo de la almohada cada vez que me iba.
   Tétrico.
   Quisiera decir que vuelvo locas a las mujeres. 
   Esta mujer estaba loca desde antes de que yo la conociera. 

sábado, 3 de septiembre de 2011

SUEÑO CON VACAS

  Este es de cuando yo tenía unos ocho años. Esa noche me había quedado a dormir en lo de mi abuela de alambre. Dormíamos en la misma habitación. Yo ocupaba la cama que había sido de mi abuelo —sí, eran de esos viejos que duermen en camas separadas—. Y soñé lo siguiente.
   Campo llano. Verde. Tarde soleada. Todo visto como si fuese desde una cámara fija.
   En el medio del campo, una cinta transportadora, como las que trasladan el equipaje en los aeropuertos. O las de las fábricas de productos en serie. No se ve ni el comienzo ni el final de la misma.
    Sobre la cinta, platos grandes de metal.
  Sobre los platos, vacas. Quietas, se dejan llevar por la cinta con docilidad.
    Y ese es todo el sueño: simplemente, las vacas pasan y pasan.
    Pero lo más importante de esta historia es el remate, que no se da en el sueño, sino en la vigilia.
   Cuando me desperté, mi abuela me contó que había estado hablando dormido.
    ¿Cuáles habían sido mis palabras?
    Mamá, suegra, mamá, suegra, mamá, suegra…

domingo, 28 de agosto de 2011

GENTE EXTRAÑA: EDUARDO L (Capítulo Final)

   Pasaron meses. Una noche llegué del trabajo y la encontré a Liliana N con un hombre. Me lo presentó.
   —Él es Carlos. Carlos, él es Guillermo.
   El hombre se puso de pie y nos estrechamos la mano. Apretón firme, de esos que generan confianza.
   —Un gusto —dijo él, con voz grave.
   —Carlos era compañero mío en la escuela secundaria. Y de Néstor.
   Néstor C era otro amigo de Liliana N que a veces venía de visita.
   Esa noche, cenamos los tres juntos: Liliana N, Carlos y yo. Él era un tipo muy correcto y cordial, pero reservado. Serio, de mirada profunda. Nunca lo vi sonreír. Se hizo habitual que viniera a comer a casa. No me molestaba. Tenía una conversación muy agradable, no como Néstor C, que era un sujeto bastante repulsivo.
   Supuse que Carlos y Liliana N eran algo más que amigos, aunque no daban muestras de eso en mi presencia. Un día él se quedó a dormir, en el sofá. Otro día, lo mismo. A la semana siguiente, comenzó a dormir con ella en la cama matrimonial.
   Pasó el tiempo. Llegó el verano. Un día de mucho calor, Carlos se puso en cueros. En la espalda, sobre el omóplato derecho, tenía un tatuaje tumbero, hecho con agujas: una calavera de vaca. Esto hizo que se instalara en mí una duda. ¿Este hombre no sería, en realidad, Eduardo L de incógnito?
   «Naaahh…», pensé. «No va a traer a la casa al tipo que una vez quiso acuchillar a su hijo… ¿O sí? Y si el tipo tenía celos de Leonel, con más razón tendría que tener celos de mí, que no soy pariente de Liliana y vivo solo con ella… ¿O no? Pero es un hombre agradable, muy educado, no como me contaron que era el otro…»
   Ese fin de semana me encontré con Claudio G y le transmití mi duda.
  —Y… El tatuaje puede habérselo hecho de pendejo, jodiendo —me dijo—. Si estuvo preso, te das cuenta por cómo habla. Cuando salen, siempre les queda algo de la jerga de adentro.
  —El tipo habla re-formal. Es re-educado. Pero hay algo que no me cierra.
   Desde la primera aparición de Carlos hasta ese momento, yo no había vuelto a ver a Leonel M. Él seguía viviendo en Banfield y se le complicaba viajar hasta Munro. Finalmente, me invitó a comer a la casa. Y le pregunté.
  —¿Conocés a un tal Carlos, amigo de tu vieja? Compañero de la secundaria.
   —¿Carlos? No… Qué raro… A los amigos de mi vieja los conozco a todos. ¿Cómo es?
   Lo describí. Largó una carcajada.
   —¡Es Eduardo, boludo!
   Por suerte, chabón no era una de mis palabras de uso habitual.
   Un año después, Liliana N murió de SIDA.
   La última vez que vi a Eduardo L fue para esa época, unos meses más tarde. Él estaba caminando solo, por la plaza de la estación Mitre, como paseando. No sé si estaría triste por la muerte de Liliana. Tenía el mismo gesto adusto de siempre.

lunes, 22 de agosto de 2011

GENTE EXTRAÑA: EDUARDO L (Parte 2)

  Con la vieja vivía una chica de unos doce años y un nene de seis. Al momento de llegar Leonel M, la familia estaba cenando. La vieja le indicó que se sentara en una silla que estaba apartada de la mesa, junto a un teléfono, y se desentendió de él. Siguió comiendo como si nada. Los chicos lo miraban a Leonel M de reojo.
   —Hola —le dijo el nene de seis.
   —Siga comiendo y cállese la boca —dijo la vieja sin levantar la vista del plato.
   Leonel M miraba fijo la puerta, como si pudiera ver a través de ella. Y aguzaba el oído. Le pareció oír que su madre y Eduardo L discutían, pero no estaba seguro.
   —¿Puedo llamar a la policía, señora?
   —El teléfono no anda.
  Cuando terminaron de comer, la vieja mandó a los chicos a dormir y levantó la mesa.
   —¿La ayudo a lavar los platos, señora?
   —No hace falta, m’hijo.
  La vieja terminó de lavar los platos y se sentó en un sillón. Cerró los ojos. Leonel M siguió esperando. Le pareció que la vieja se había dormido. Respiraba profundo y con ruido, un silbido al inhalar. Levantó el tubo y comprobó que había tono.
   —El teléfono no anda, m’hijo —repitió la vieja sin abrir los ojos.
   A eso de las dos de la mañana, a Leonel M le pareció oír que su madre lo llamaba. Se levantó de un salto y se acercó a la puerta. La vieja abrió los ojos y lo siguió con la mirada. Al rato se escuchó bien clara la voz de Liliana N.
   —¡Leo!
   Leonel M apoyó la mano en el picaporte y miró a la vieja.
   —¿Me abre?
   La vieja abrió la puerta cuando Liliana N llegaba a la casa.
   —¡Leo!
   Leonel M se acercó a ella.
   —¡Gracias, señora! —dijo Liliana N.
   La vieja se limitó a cerrar la puerta.
   —¡Señora! ¡¿Podemos usar el teléfono?!
   —No te calientes. No te va a dejar.
   Madre e hijo tuvieron que escapar del lugar haciendo dedo. Después de buscar a Leonel M por los alrededores, pistola en mano, Eduardo L se había echado a dormir. Como medida preventiva, antes de salir, Liliana N metió la llave del auto de Eduardo L en la cerradura y la rompió haciendo palanca para abajo. Lo que empezó siendo una historia de amor salvaje, terminó siendo un thriller.
  Pasan siete años. Hace su aparición en escena un servidor: Guillermo Sebastián Altayrac —con todas las letras, no necesito esconderme de nadie. Saludo a mi público. Me debo a ustedes. Son el alambre que sostiene esta carne—. Después de vivir casi un año con Roberto P y Claudia I, me mudé con Leonel M y su madre a Munro. Una compañera de laburo me decía que yo me la buscaba por juntarme con gente tan estrafalaria. Tal vez tenía razón. En todo caso, ya he escarmentado.
  En el medio, Eduardo L había vuelto a entrar en prisión por robo calificado y había sucedido lo de Sierra Chica. Y él, junto con otros presos, fue trasladado a Devoto. Por medio de un conocido en común con Liliana N, averiguó nuestro teléfono. Una vez cada quince días, aproximadamente, llamaba desde la cárcel para hablar con ella. Algunas veces para decirle cuánto la amaba. Otras, para prometerle que cuando saliera la iba a matar.
   Las cosas del querer.
   A los meses de estar viviendo los tres juntos, Leonel M se mudó a lo de su novia, en Banfield. Pero la noche de la que voy a hablar ahora, ambos habían venido de visita. En esas ocasiones, Liliana N les cedía a su hijo y a su nuera su habitación, que tenía una cama de dos plazas, y ella dormía en el living, en el sofá. Y yo dormía solo en la habitación que antes compartiera con Leonel M.
   Despierto sobresaltado de madrugada. Había sonado el timbre. Hacía meses que no teníamos noticias de Eduardo L, pero supe de inmediato que era él. Extrañamente, Liliana N, protagonista de esta historia de amor, no adivinó que el que estaba tocando el timbre era su Romeo. O su Otelo. Estábamos en el piso de arriba de una casa de dos plantas. Medio dormida, Liliana N abrió un poco una persiana y, asomándose, preguntó quién era. Eduardo L había bebido. No se dio cuenta de que la voz venía de arriba. Pensó que salía de un portero eléctrico —que no teníamos— y se puso a hablar, a gritos de borracho, con el timbre.
   —¡¿Hola?!… ¡¿Hola?!… ¡¿Liliana?!
  Liliana N reconoció la voz y se apartó de la ventana. Permaneció en silencio.
   —¡Hola!… ¡Hola!… ¡La puta madre!
   Liliana N escuchó hablar a su enamorado con alguien más. Después, el ruido de una puerta de automóvil abriéndose y cerrándose, y el motor alejándose para dejar paso al silencio de la noche.
   De toda esa secuencia me enteré al día siguiente. Lo único que escuché en ese momento fue la voz de Liliana N; los murmullos de abajo; el auto alejándose y los cuchicheos de Leonel M, su novia y su madre después de lo sucedido.
   Me dormí.
  Al día siguiente, cuando estaba por salir al trabajo, Liliana N me interceptó en el living. Me hizo una seña desde el sofá y me dijo en un susurro:
   —Si afuera alguien te pregunta con quién vivís, decile que vivís solo.

sábado, 13 de agosto de 2011

GENTE EXTRAÑA: EDUARDO L (Parte 1)

   Eduardo L estuvo preso en Sierra Chica para la época del motín de los Doce Apóstoles. Esos tipos que jugaron a la pelota con la cabeza de un cristiano e hicieron empanadas de compañeros de prisión.
   Eduardo L no fue responsable de ninguna de estas iniquidades; pero fue citado a declarar, junto con la totalidad de los internos del penal, en el juicio por la masacre. Entre todos los testimonios, el suyo fue uno de los que más destacaron. En realidad, no hubo tal testimonio: Eduardo L se negó a declarar. Aun así se hizo merecedor de una mención en el periódico y en un libro que salió hace unos años sobre el caso.
   ¿Por qué?
   Porque Eduardo L se negó a declarar con estilo.
   Luego de ser escoltado por los policías, Eduardo L se sentó de espaldas al juez.
   Ante la petición del juez de que se sentara como corresponde, Eduardo L contestó:
  —¡Date vuelta vos, si querés! ¡Donde yo vivo tengo mil doscientos presos encima, pedazo de tarado!
   Las maneras tal vez no eran correctas, pero el argumento era  sensato.
   El juez lo apercibió por su comportamiento. Eduardo L contestó:
   —¡Si querés ser famoso, yo te hago famoso acá mismo! ¡¿O te pensás que soy un perejil como los doce bobos que tenés en la jaula?!
   Acto seguido, fue retirado de la sala. No sé si su actitud le valió algún castigo o algo por el estilo.
   Tal vez ustedes se pregunten qué tiene que ver este sujeto conmigo.
   ¿Yo estuve preso en Sierra Chica?
   No.
  Eduardo L había sido pareja, en su juventud, de Liliana N, la madre de Leonel M, amigo mío desde los seis añitos.
  La primera vez que Eduardo L cayó preso fue por asaltar un banco, junto con otras dos personas. Una de ellas era el Polaco, un tipo que terminó sus días como linyera y borracho, dándole órdenes de guerra a dos perros: Lobo y la Negrita. No había nada menos parecido a un lobo que ese perro. La Negrita, en cambio, era negrita.
  Los dos perros se habían acostumbrado a atacar a los automóviles en movimiento cuando el Polaco se los ordenaba. A la Negrita, un auto le quebró una pata.
   Según cuenta la leyenda, el Polaco —realmente polaco de nacimiento— había vivido, de muy pequeño, la Segunda Guerra Mundial en su país.
   Creo que me fui por las ramas… ¿En qué estábamos?
   El Polaco, Eduardo L, el asalto al banco. Ahí está.
   La primera vez que Eduardo L cayó en cana fue por eso. Después salió, volvió a entrar, volvió a salir y así, como suele suceder en estos casos. Pasó más de la mitad de su vida en prisión. Algunas veces en Buenos Aires, otras en Córdoba.
   Luego de lo del asalto, Liliana N se casó con el que sería el padre de Leonel M, pero la relación entre ella y Eduardo L era una de esas relaciones patológicas que no parecen poder disolverse con nada, excepto con la muerte de alguno de los integrantes, como de hecho sucedió.
   Tras su primera salida de prisión, Eduardo L se instaló en un pueblito de Córdoba, no recuerdo cuál. Hacía tiempo que Liliana N se había divorciado del padre de su hijo. Durante los últimos años, Eduardo L y ella habían mantenido contacto, telefónicamente y por correo. Y cuando él fue puesto en libertad, concertaron un encuentro en aquel lugar de Córdoba cuyo nombre no recuerdo.
  Hacia allí fue Liliana N con su hijo de catorce años, Leonel M. A continuar con la historia de amor que se había visto truncada por la prisión y el casamiento.
   A pesar de toda el agua que había corrido bajo el puente, volvieron a congeniar como en los buenos viejos tiempos. Dios los había criado, el viento los había amontonado.
   Entre todas las peculiaridades de carácter que tenía Eduardo L, estaba la de sentir celos de Leonel M, como si fuera otro macho disputándole la hembra. Esto también lo he sufrido yo en carne propia por parte del que fuera mi padrastro —así las cosas: a Leonel M y a mí, también nos amontonó el viento—. Pero Eduardo L iba mucho más allá que mi padrastro.
  Estando sobrio, la hostilidad de Eduardo L hacia Leonel M era solapada. Estando borracho, la cosa cambiaba. Eduardo L sólo bebía con las comidas, pero en cada ocasión se bajaba media damajuana de vino. Y desde el primer día de la estadía de Liliana N y Leonel M en su casa, tomó la costumbre, en la sobremesa, de manosear a la madre mirando fijamente a los ojos del hijo.
   Leonel M soportó esto una vez, dos veces, tres veces. Más no. Una noche en la que estaban cenando en el patio delantero de la casa, y su madre estaba sentada sobre la falda de Eduardo L, estalló:
   —¡¿Por qué no te ubicás, chabón?!
   La mano de Eduardo L quedó inmóvil sobre el pecho de Liliana N. Su mirada siguió clavada en los ojos de su rival adolescente. Sus fosas nasales se dilataron. Su labio inferior comenzó a temblar. Liliana N, conociendo el carácter de su enamorado, intervino tímidamente.
   —Eduardo… Tranquilo…
   Aunque, conociendo el carácter de su enamorado, sabía que eso no iba a poder detenerlo. La maquinaria se había puesto en marcha y ya no había vuelta atrás.
   —Bajate —susurró Eduardo L.
   Liliana N insistió, acariciándole la nuca.
   —Eduardo, es un chico…
  Sin sacar la vista de encima de Leonel M, Eduardo L mostró los dientes, como un perro.
   —Bajate —repitió.
  Esta vez, Liliana N acató la orden. Se quedó parada junto a él, alerta como un gato. Por unos segundos la escena quedó así, estática, como una foto.
  —¿Vos sabés lo que quiere decir chabón en la cárcel? —preguntó Eduardo L.
   Pero el cachorro no se amedrentaba.
   —¿Qué me chupa lo que quiere decir en la cárcel? Acá no estamos en la cárcel, chabón.
   Más segundos de silencio. Eduardo L estaba inmóvil, pero a la vez en movimiento. Lo atravesaba una corriente subterránea. El magma ardiente de un volcán a punto de entrar en erupción. El rostro rojo. Los ojos negros seguían devorando a su rival.
   —¡Faca faca! —gritó de repente.
   —¿Qué? —dijo Leonel M, confundido.
   Liliana N sí había entendido y se había puesto blanca. Aún no atinaba a moverse.
   —¡Faca faca! —repitió Eduardo L. Esta vez agarró un cuchillo de la mesa, grande, de carnicero. Entonces Leonel M entendió, y se puso blanco como su madre—. ¡Agarrá un cuchillo y vamos a arreglarlo como hombres, carajo!
   —Eduardo, Leo no te quiso insultar… —intervino Liliana N con voz temblorosa. Miró a su hijo rogando complicidad.
  Viendo el cariz que estaban tomando las cosas, Leonel M optó por conciliar. Levantó la mano en son de paz. Pero la lengua lo traicionó.
  —Chabón… —La mirada de alarma y perplejidad de su madre. Él dándose cuenta de lo que acababa de decir—. Todo bien…
   Eduardo L se levantó de golpe, cuchillo en mano. Un vaso rodó por la mesa y estalló contra el piso.
   —¡Faca faca, carajo!
   Leonel M se puso de pie también. Liliana N, dura, como un gato a punto de saltar. Lo único que quedaba sobre la mesa eran los pequeños Tramontina de borde serruchado. Leonel M dudó si agarrar uno; pero supo que si lo hacía, Eduardo L se le tiraría encima de inmediato. Liliana N se lanzó sobre Eduardo L. Era un hombre fornido, pero el alcohol le había hecho perder el equilibrio. De un empujón, logró sentarlo otra vez en la silla y lo sostuvo.
   —¡Corré! —le gritó a su hijo.
   Leonel M titubeó.
   —¿Y adónde voy?
   —¡A donde sea! ¡Andate! ¡Corré!
  Leonel M salió corriendo. Abrió la puerta de salida del patio, tipo tranquera, y se dirigió a cualquier lado. A ninguno. Desconocía totalmente el lugar. Las casas estaban distantes unas de otras. Encontró una en la que se veía luz y decidió golpear la puerta para pedir ayuda.
   Le abrió una vieja, con cara desconfiada.
   —¿Sí?
   —¡Señora, ayúdeme! ¡Me persigue un loco, un vecino suyo!
   —¿Vecino mío? ¿Quién?
   Leonel M respondió quién.
   —Ah… —dijo la vieja, mirándolo fijo a los ojos y sin quitar el cuerpo de la puerta—. ¿Y por qué te persigue?
  —¡No sé! ¡Porque está loco! ¡Y borracho! ¡Me persigue con un cuchillo!
   —¿Y vos quien sos?
   Leonel M dudó.
   —El hijo de la novia…
   A lo lejos se escuchó la voz de Eduardo L.
   —¡¿Dónde estás, pendejo de mierda?!
   Y un tiro al aire.
   —¡Vení a ver si soy chabón o no soy chabón!
  La vieja se apartó de la entrada, sin dejar de mirar a Leonel M con desconfianza.
   —Entrá.

domingo, 7 de agosto de 2011

EL PRIMER SUICIDIO DE MI MADRE

   Año 1985.
   Mis padres aún estaban juntos.
  Aún dependíamos económicamente de mi abuela. O eso decía mi madre. Yo me juego el prepucio que no tengo a que si recortábamos gastos, hubiésemos podido deshacernos de la influencia nefasta de esa vieja arpía. Pero bueno, yo era un niño y no puedo estar seguro de esto. Démosle el beneficio de la duda a mi madre.
  Mi madre y su madre tenían una mala relación. Tensa, de conflicto constante, de manipulación por parte de mi abuela, de sumisión por parte de mi madre. Mi madre y mi padre también tenían una mala relación, en la que el sumiso era mi padre. Y entre los tres —abuela, padre, madre— formaban un triángulo, lo que en psicoanálisis transaccional se llama un juego de roles. Mi abuela era el victimario, mi madre la víctima, mi padre el salvador.
   Mi abuela y mi madre se peleaban por teléfono muy a menudo. Y cada vez que lo hacían, mi abuela amenazaba con dejar de pasarnos el dinero que nos pasaba —que tenía que ver con una empresa de mi ya en aquel entonces fallecido abuelo—. Mi madre se desesperaba y le imploraba que no lo hiciera. Le pedía perdón por cualquier cosa que le hubiese dicho. Pero mi abuela cortaba la comunicación telefónica.
   Mi madre se desesperaba aún más y, compulsivamente, llamaba una y otra vez a mi abuela. Y una y otra vez mi abuela cortaba la comunicación, dejándola con la palabra en la boca. Así hasta que mi madre le pedía a mi padre que interviniese. Mi padre, a disgusto, accedía. Llamaba por teléfono a mi abuela e intercedía por mi madre.
   —Sí, pero usted sabe cómo es Susana cuando se pone mal… No quiso decirle eso, no es eso lo que piensa realmente. Ella está mal por otros motivos.
   Y luego de larga charla, lograba la reconciliación.
   Este era un juego que se repetía muy seguido. Como un gag del Chavo o del Agente 86, un chiste recurrente. Ha habido varios de ese tipo a lo largo de mi vida familiar. A veces me ha parecido oír risas grabadas de fondo.
   Pero el día en particular del que quiero hablarles, sucedió algo distinto.
   Yo tenía siete añitos.
  Primera y única vez que vi a mi padre ponerle límites a mi madre. El mismo juego de siempre: madre y abuela discuten, abuela se enoja y amenaza con no alimentarnos más, corta la comunicación, madre llora a los gritos, intenta comunicarse desesperadamente, abuela vuelve a cortar la comunicación una y otra vez, madre implora:
   —¡Por favor, Osvaldo, ayudame! ¡Llamala! ¡Decile que me perdone! ¡Que no nos deje en la calle! ¡Te lo ruego!
   Imprevisto: padre hace algo distinto a lo que se espera de él y modifica el curso de la historia, como Michael Fox.
  —Es tu madre, Susana. Es problema de ustedes dos. Arréglenlo ustedes.
   Pausa. Incredulidad.
   —¡¿Qué?!
   —Lo que escuchaste, Susana. Es problema de ustedes. No me metan a mí en el medio.
   La cara de mi madre se transfigura. Pausa grave.
   —No puedo creer lo que estoy escuchando, Osvaldo. Vos también vivís en esta casa. Vos también comés del dinero que nos da. También es tu problema. Y si vos ganaras más dinero, no tendríamos que depender de ella.
   Así comenzó la discusión. Terminó con mi madre llorando a los gritos, insultando a mi padre, exigiendo el divorcio. Y mi padre retrocediendo, tratando de calmar la situación.
   Yo estaba presente, mirando todo con ojos grandes. Era la primera vez que mis padres se peleaban.
   —¡Me voy! —dijo mi madre.
   —¿Adónde? —preguntó mi padre.
   —A caminar —dijo ella.
   Afuera llovía. Mamá tomó mi mano y me dijo:
   —No te preocupes, hijito: no me voy a suicidar.
   Hasta ese momento, jamás se me había ocurrido semejante cosa: que mi madre fuera capaz de quitarse la vida. Bastó que mi madre dijese lo que dijo, para que mi imaginación hiciese el resto. Mamá se fue. Estuvo ausente por un tiempo que no sé precisar. Veinte minutos, una hora, varias horas. Sólo sé que a mí me pareció una eternidad. Y que estuve esperándola en el living hasta su regreso.
   Siempre pensé en esta historia en términos de víctima y victimario. Mi madre era la mala de la película. Mi padre, un pobre tipo. Recién hace un año tomé plena conciencia de que el asunto era más complejo que eso: eran dos personas con un vínculo insano. Y me di cuenta de otra cosa.
  ¿Dónde estuvo mi padre durante la ausencia de mi madre? En mi recuerdo estoy solo en el living. Pero cuando mi madre regresó, mi padre le reprochó:
   —Mirá cómo está tu hijo.
   ¿Dónde estuvo mi padre durante mi angustia? ¿Por qué no me consoló?
   Yo creo que sé por qué.
  En ese momento, como yo, mi padre era un niño sufriendo el desamparo.

lunes, 1 de agosto de 2011

GENTE EXTRAÑA: ROBERTO P Y CLAUDIA J

Roberto P recibía mensajes de extraterrestres. O eso es lo que él decía, cuando su mujer se lo permitía. Los mensajes los recibía directo en el interior de su cabeza. A veces eran voces, a veces imágenes.

Era el año 1999. En el 2000, un meteorito chocaría contra la Tierra y provocaría un desastre climático. Los polos se derretirían y subiría el nivel de los océanos. Poco territorio quedaría sobre el nivel de las aguas. Uno de esos sectores sería parte de la provincia de Córdoba.

Sería el fin del mundo… como nosotros lo conocíamos, agregaba Roberto.

Los pocos sobrevivientes a la catástrofe se organizarían en un sistema más justo y equitativo que el capitalismo despiadado del siglo XX.

¿Pero acaso el ser humano no reincidiría en el viejo sistema de valores?

No. Porque los sobrevivientes habrían sido previamente seleccionados por los extraterrestres entre la gente apta para el nuevo orden del mundo.

Los sobrevivientes ya habían sido seleccionados. Y Roberto había sido elegido como caudillo, para congregar y guiar a parte de esta gente hasta el territorio cordobés que quedaría sobre las aguas, antes de que se produjera el cataclismo que se llevaría a los inicuos de la faz de la Tierra.

Esto es lo que te contaba Roberto si ibas de visita a su casa. Y te mostraba el plano de lo que sería el nuevo mundo, incluso. Un planisferio comprado en la librería de la esquina, en el que había pintado con un lápiz celeste las futuras zonas anegadas.

Pero tenía que decirlo por lo bajo, cuando su esposa, Claudia J, se encontraba fuera del radio de audición. Porque ella no creía que fuera cierto todo eso de los extraterrestres. Y a veces tenía que interrumpir la conversación de improviso.

—¡Roberto! ¡Que te calles la boca!

Tuve el agrado de convivir con esta gente durante unos meses. Mi sueldo de esa época ya me alcanzaba para vivir solo, pero estaba ahorrando para mes de depósito y todas esas cosas que implica alquilar un lugar nuevo. Ellos eran conocidos de mi madre y le debían un favor.

Roberto se parecía a Hugo Soto, el actor de Hombre mirando al sudeste. Lo juro. Con mi vieja pensamos lo mismo al conocerlo y nos sorprendimos al escucharlo hablar por primera vez sobre los mensajes de los extraterrestres.

Un día la agarró a solas a una de mis hermanas y le preguntó:

—¿Vos sabés lo que es un humanoide?

—No… —contestó ella.

Yo soy un humanoide…

E iba a continuar explicando, pero…

—¡Roberto! ¡Que te calles de una buena vez!

Claudia era parecida a Carrió, pero no tan gorda y más fea. Todo el tiempo hacía un rictus con la boca que me causaba espanto. Parecía que te quería morder. Como los perros cuando te amenazan.

Una noche estábamos cenando fideos con tuco y estofado. Nosotros tres y había un invitado: Pablo R, un muchacho que trabajaba de operador en la radio en la que Roberto era locutor —los extraterrestres se las habían arreglado para infiltrarlo ahí, en un medio de comunicación, desde donde podría convocar a su debido tiempo, con mensajes en clave, a los que serían los habitantes del nuevo mundo del siglo XXI—.

En esa ocasión, Roberto estaba rebelde ante los retos de su mujer. Tenía que transmitirnos, a Pablo y a mí, algo muy importante —creo que nosotros dos habíamos sido elegidos por los extraterrestres para sobrevivir al impacto del meteoro. Nunca nos lo dijo abiertamente, pero supongo que por eso nos hablaba con tanta insistencia esa noche—.

—¡Basta, Roberto!

Roberto se quedaba en silencio unos minutos, comiendo, cabizbajo. Luego retomaba la conversación —o el soliloquio, más bien—.

—¡Roberto, callate la boca! ¡Es la última vez que te lo digo!

Silencio durante unos minutos. A la carga otra vez.

—¡Te avisé!

Claudia se levantó de la mesa y arrojó el agua de una jarra en la cara de Roberto.

Pablo y yo incómodos, intentando seguir comiendo como si no sucediera nada.

Claudia apoyó la jarra vacía con fuerza sobre la mesa. Pablo y yo pegamos un respingo, pero sin sacar la vista de nuestros platos.

—¡¿Así te tengo que tratar?! ¡¿Como lo hacía tu madre?!

¿Otra madre de alambre? Dios mío, cuánto científico hijo de puta suelto.

Roberto se quedó en su sitio, parpadeando unos segundos, y retomó la conversación donde la había dejado. Seguramente, estaba recibiendo órdenes perentorias de los extraterrestres en ese mismo momento.

Entonces, Claudia tomó su plato de fideos y lo partió en la cabeza de su marido.

Vi que un hilo de algo rojo corría por la frente de Roberto hacia el pómulo saliente. Primero creí que era tuco, luego descubrí que era sangre.

Por esa noche, Roberto desistió. Se levantó de la mesa y se fue a lavar la cabeza. No sé si lo del plato había sido demasiado para él o si el golpe había desconectado temporalmente la comunicación con los ovnis que sobrevolaban Buenos Aires.

Lo último que supe de Roberto fue que había recibido un comunicado extraterrestre en el que se le informaba que lo del 2000 se posponía —por razones administrativas o algo así, pienso yo— hasta el año 2012.

Supongo que antes de esa fecha se estará poniendo en contacto conmigo.

Yo ya tengo preparada mi mochila.