Mi primera relación sexual, Doctor Ventura, la tuve con Graciela M.
Yo tenía veintiún años. Pasé toda mi adolescencia creído de que antes de esa edad, hacerlo era ilegal.
Si recién llegás a este blog, visitante, he de advertirte que lo anterior es un chiste. Y, obviamente, no has entendido la referencia al Doctor Ventura. Si querés saber quién es el citado doctor y por qué tardé tanto en tener mi primera relación sexual, vas a tener que leer la historia de mi pene.
Si no querés saberlo, no.
Bueno… ¿En qué estábamos?
Gente extraña que he conocido, primera relación sexual…
Ah, sí: Graciela M.
Yo tenía veintiún años. Graciela M me duplicaba la edad y un poco más. No supe su edad exacta hasta un día en que se fue a hacer las compras y le agarré el documento de la cartera.
Graciela M. La M podría ser de Madre. De Madre de un amigo, para ser más exactos. De Madre de Claudio G, el muchacho que me presentó a los pibes de Martelli, para ser más exactos aún. El que soñó con mi espalda.
La primera vez que Graciela M me tiró los galgos, la rechacé. Me preguntó si no quería tener algo más íntimo con ella y le contesté que no. Ella se puso a llorar. La historia es más larga que esto que expongo y lo que expondré; pero para narrarla bien, tendría que escribir una pequeña novela —tal vez algún día lo haga—. Por ahora conformémonos con esto.
Graciela M no me desagradaba. Tampoco me gustaba. Era una mujer atractiva y jovial, que había llegado bien a la edad que tenía; pero sencillamente no daba, no era mi tipo. El motivo de mi rechazo era ese; no era nada que tuviera que ver con que su hijo fuera mi amigo. Es más, me fui haciendo amante de la madre y amigo del hijo prácticamente al mismo tiempo. A ambos los conocí a través del que en aquel entonces era mi cuñado: Ulises M. Graciela M era la madre y Claudio G era el hermano.
La segunda vez, Graciela M la hizo mejor: no preguntó nada, directamente me besó. Sorteó el filtro mental, fue directo al cuerpo. Y el cuerpo dijo sí. Y así comenzó una relación tortuosa, con idas y venidas, rupturas y regresos, manipulaciones de su parte, que duró escasos pero intensos seis meses.
Esta es la señora que me empujó a tener mi primera relación sexual antes de pasados los tres meses de la operación de mi fimosis, Doctor Ventura, cuando mi pene aún parecía masticado por un pit bull. En medio de un franeleo especialmente acalorado, Doctor, ella no aguantó más y le dio un puñetazo a la pared, con los nudillos. «Ploc», sonó, y saltó un poco de la pintura. Graciela M hacía taekwondo y era una mujer impulsiva que podía llegar a ser violenta. Era de Tauro, pero me juego a que el ascendente lo tenía en Aries. Se tapó la cara con las manos y respiró profundo para intentar bajar un cambio.
Sólo la puntita, me pidió, para ver cómo se siente. Accedí. No sé si por puras ganas o si inconscientemente temía que el próximo puñetazo viniese dirigido al centro de mi cara.
Después, pidió un poquito más, y un poquito más, y otro, y ella se movía despacito y bueno… Pasó lo que tenía que pasar, como suele decirse. A mí mismo me sorprendió estar acabando. El órgano terminó entero, Doctor Ventura, con el mismo aspecto espantoso que al comienzo.
Es la primera vez que escucho el asunto de sólo la puntita en este sentido y no, como es más habitual, propuesto por señor grande a jovencita. Todos estaremos de acuerdo, supongo, a esta altura del partido, en mayor o menor medida, en que yo también soy gente extraña que he conocido. Tal vez no al extremo de los engendros que estoy exponiendo en esta sección del blog. Pero bueno, está eso de que Dios los cría…
Cada vez que rompíamos, que yo intentaba alejarme de ella, Graciela M me manejaba con la culpa, con llantos, fingiendo desmayos o intentos de suicidio, o le pedía información mía a su hijo, Claudio G. También acostumbraba darle detalles a él sobre nuestras relaciones sexuales, entre mate y mate.
—Tu amigo es un chancho: no sabés lo que me hizo anoche.
Por Dios, que esto va un poco más allá de ser una madre de alambre: es una madre perversa de alambre.
Graciela M vivía en San Martín, en un departamento de dos ambientes. En uno habitaban los seres humanos. En el otro, los animales: de doce a quince gatos y un perro que siempre estaba atado a la pata de una mesa.
La mesa sólo era utilizada para eso: para atar al perro a una de las patas. Un perro mestizo y grande. Del tamaño de un pointer o un weimaraner. No se podía comer en ese ambiente porque los gatos eran bastante salvajes y se lanzaban sobre uno por los cuatro costados para arrebatarle los alimentos. Cuando uno entraba con comida al departamento, casi literalmente tenía que correr hacia la habitación para evitar el ataque de los gatos, que no estaban muy bien alimentados que digamos.
Los gatos cagaban y meaban por doquier, así que se imaginan cómo apestaba ese lugar. Cachilo, el perro, no: sólo cagaba y meaba las dos o tres veces por semana que Graciela M se acordaba de sacarlo para que lo hiciera. Apenas terminaba de hacer sus necesidades, Graciela M lo volvía a subir al departamento y lo ataba a la misma pata de la mesa. Ese animal debía ser la reencarnación de Atila o Mussolini; si no, tanto sufrimiento no se entiende.
El lugar no tenía agua corriente, no recuerdo por qué. Cada tanto, sobre todo cuando venía su visita especial —yo—, Graciela M subía a la terraza, bajaba con un balde de agua y limpiaba los pisos. Pero los gatos no tardaban en cagar todo de nuevo, con una mierda de consistencia diarreosa —supongo que por la mala alimentación—. Incluso el baño, porque la puerta estaba rota por la parte de abajo.
Recuerdo que había una gata, siempre la misma, muy bonita ella, a la que le gustaba subirse al inodoro cada vez que yo iba a mear. Yo trataba de esquivarla, pero siempre se las arreglaba para que le meara la cabeza.
Sobre gustos no hay nada escrito. He sabido de cosas peores.
A raíz de que yo estaba interesado, en aquel entonces, en el tema de la reencarnación (nunca creyendo ni dejando de creer en el asunto —soy demasiado escéptico como para negar la posibilidad de nada, como decía Aldous Huxley—, sólo curioseando), Graciela M comenzó a comprarme libros sobre el tema y a inventarse unos sueños protagonizados por quienes, según ella, habíamos sido nosotros en vidas pasadas.
En todos había algún obstáculo que impedía que consumáramos nuestra relación.
En uno yo era un noble que vivía en un palacio y que solía mirarla desde mi ventana mientras ella, una pobre campesina, lavaba la ropa en un arroyo.
En otro ella era una noble viajando en un barco y yo un esclavo remero de aspecto aindiado.
Un día me llamó al trabajo para decirme que había tenido un ataque de agorafobia y que no había podido salir del baño hasta que, de casualidad, había caído por el departamento su hijo, Ulises M, mi ex-cuñado. Y que, entonces, ella había percibido que Ulises M había sido su escudero en una vida anterior.
Yo pienso que ella no creía todas estas estupideces. Mi teoría es que ella pensaba que yo creía realmente en estos temas y que con toda esa sanata podía convencerme de que lo nuestro era un amor de siglos, cada vez que yo quería cortar la relación; cuando siempre fui franco y claro —de un principio hasta el final—, y siempre le dije que no la amaba.
Ella decía que yo sí la amaba, pero que me lo negaba a mí mismo.
Bueno, lo último que supe de Graciela M fue que —diez años después— tiene fotos mías pegadas en una especie de altar en el que enciende velas y en el que tiene también un mechón de mi cabello —que nunca supe cómo obtuvo—.
No sé si me cortó el mechón mientras yo dormía o si fue juntando pelo por pelo de la almohada cada vez que me iba.
Tétrico.
Quisiera decir que vuelvo locas a las mujeres. Esta mujer estaba loca desde antes de que yo la conociera.